[size=18:dcb914fe89][color=red:dcb914fe89] La joven y el robot con flores [/color:dcb914fe89] [/size:dcb914fe89]
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Se lo dije por casualidad, mientras levantábamos la mesa del almuerzo:
—He comenzado otro cuento.
Marión puso las tazas del café en el escurreplatos y me abrazó:
—¡Ah, mi viejo inteligente! ¿Cuándo empezaste? ¿Esta mañana, mientras yo hacía las compras?
Asentí con una sonrisa. Me sentía bien, disfrutaba de sus gorjeos llenos de placer y entusiasmo.
Marión es maravillosa; siempre se puede confiar en ella. No sé si su entusiasmo es muy auténtico, puesto
que, después de todo, la ciencia-ficción no le interesa mucho. Pero no me importa; está llena de amor
y quizás eso le presta la suficiente solidaridad como para sentirse francamente feliz cuando tengo
otro cuento en marcha.
—Supongo que no me dirás de qué se trata —preguntó indirectamente.
—De robots, pero no te diré más que eso.
—De acuerdo. Ve a escribir otro poco mientras lavo algunas cosas. Tenemos diez minutos antes de
salir, ¿verdad?
Teníamos la intención de visitar a los Carr, nuestros amigos, que viven en el otro extremo de
Oxford. A pesar de su apellido, los Carr no tienen auto* y pensábamos llevarlos con sus niños a dar
un paseo para celebrar la ola de calor con una merienda campestre.
Cuando salía de la cocina, el frigorífico volvió a cargar.
—¡Ahí lo tienes otra vez! —dije a Marión, sombrío.
Le asesté una patada, pero siguió gruñéndome.
—Nunca lo escucho hasta que me lo haces notar.
Es como he dicho: ¡nada la perturba! Es maravillosa, un magnífico reconstituyente nervioso,
por excitante que yo la encuentre.
—Tengo que conseguir un electricista para que venga a revisarlo —dije—. A menos que te guste el
ruido. Está tragando electricidad como...
—¿Como un robot? —sugirió Marión.
—Sí.
Me dirigí a la sala-comedor-escritorio. Nikola estaba echada sobre la alfombra, bajo la ventana,
colocada en una posición absurda con el vientre al sol. Me acerqué a ella y la rasqué distraídamente
para hacerla ronronear. Ella sabía que yo lo disfrutaba tanto como ella; se parecía a Marión, en algunos
aspectos. Yen ese momento me sentí insatisfecho.
Encendí un cigarro Van Dyke y volví a la cocina. La puerta trasera estaba abierta.
—Por una vez —dije, recostándome en el marco—voy a contarte el argumento. No sé si vale la
pena terminarlo.
Ella levantó los ojos hacia mí.
—¿Crees que mejorará si me lo cuentas?
—Quizá se te ocurra alguna sugerencia.
Tal vez pensó en lo poco acertado que habría sido pedirme consejo cuando la comida salía
mal, aunque soy experto en algunos platos. Se limitó a responder:
—Analizar las ideas nunca viene mal.
—Cierto personaje escribió un artículo impresionante sobre la generación de ideas en el
curso de una conversación. Fue un alemán del siglo pasado, pero no recuerdo quién... Von
Kleist, creo. Tal vez te lo comenté. Me gustaría volver a leerlo un día de éstos. Apuntaba que
es muy extraño el hecho de que podamos sorprendernos a nosotros mismos con lo que
* El apellido Carr tiene la misma pronunciación que la palabra car, automóvil (N. de la t.)
decimos en una conversación, y también escribiendo.
—Y tus robots, ¿no te sorprenden?
—Están demasiado usados. Tal vez convendría dejarlos en paz.
Quizá Jim Ballard esté en lo cierto: son como un sombrero viejo, arruinado por tanto uso.
—¿Cómo es el cuento?
Dejé entonces de esquivar el bulto y se lo conté.
Iksnivarts, un planeta similar a la Tierra, declara la guerra al nuestro. Como se trata de una
raza de larguísima vida, el prolongado viaje hasta la Tierra no es problema para ellos; ochenta
años no son más que un breve intervalo. Para los terráqueos, en cambio son toda una vida. Por
lo tanto, para llevar a cabo la guerra con Iksnivarts, se ven obligados a emplear robots:
criaturas hermosas y mortíferas, sin muchas de las grandezas y de los defectos del ser
humano. Funcionan por medio de baterías solares, su duración es eterna y están dotados de
computadoras en miniatura capaces de sobrepasar el pensamiento de cualquier ser
protoplasmático.
Se envía una armada de naves espaciales cargadas con estos robots para atacar a Iksnivarts.
Con la flota va una fábrica cuyo personal consiste en robots capaces de reparar a sus
compañeros. Y con toda esta fuerza automática va también la más terrible arma creada: algo
capaz de hacer que todo el oxígeno de Iksnivarts quede apresado en las rocas, en forma tal que la
atmósfera del planeta sea irrespirable en el curso de pocas horas.
Allá va la flota inhumana. Unos veinte años después, una flota extraterrestre llega al sistema
solar y rocía la Tierra, Venus y Marte con polvos radiactivos, con lo cual perece más o menos el setenta
por ciento de la humanidad. Pero nada detiene a la flota robótica y al cabo de ochenta años llega a su
blanco. El arma antioxigenante resulta asombrosamente efectiva. Todos los habitantes del planeta
mueren por asfixia inmediata y el planeta cae en manos de sus conquistadores metálicos. Los robots
aterrizan, transmiten por radio la noticia de su triunfo y pasan los diez años siguientes en la tarea de
enterrar cadáveres.
Cuando el mensaje llega al sistema solar, la Tierra se está recuperando de los ataques sufridos.
Los hombres están muy interesados en la conquista del mundo distante y proyectan enviar una
pequeña nave a averiguar qué ocurre en Iksnivarts. Pero sienten alguna inquietud con respecto a
los robots guerreros, que son ahora dueños de ese planeta, y envían una nave tripulada por
humanos, con dos pilotos en estado de vida latente. Lamentablemente, la nave se desvía por un
error técnico; lo mismo ocurre con la segunda. Sin embargo, una tercera logra llegar y los dos
pilotos de a bordo, Graham y Josca, salen del estado de congelación a tiempo para conducir la nave
en un recorrido de inspección a través de la atmósfera irrespirable de Iksnivarts.
Tras otros ochenta años de viaje en estado de hibernación, llegan nuevamente a la Tierra con
varias fotografías. Estas muestran un mundo cubierto por enormes ciudades robóticas, en el que se
desarrolla una tremenda actividad tecnológica. Estos detalles resultan alarmantes.
Sin embargo, hay cosas que tranquilizan a la Tierra. Al parecer, los robots guerreros han optado por
la paz. Más de una instantánea tomada con lentes telescópicas muestra a robots solitarios dedicados a
recoger flores en las colinas y las montañas del planeta. Un primer plano, en especial, es reproducido
por todos los medios de comunicación, para regocijo de la Tierra. En él se ve a un robot de tres metros
y medio de estatura, pesadamente armado, con los brazos cargados de flores. Ése debía ser el título
de mi cuento: «Robot con flores»
Marión ya había acabado de lavar los platos y estábamos en mi pequeño jardín trasero,
contemplando tranquilamente el vuelo de los pájaros sobre el tejado de la vieja iglesia. Nikola salió a
reunirse con nosotros.
—¿Así termina? —preguntó Manon.
—No. Falta una ironía. Esa instantánea del robot con flores es mal interpretada (ejemplo de falacia
patética, supongo) Los robots están obligados a destruir las flores, pues éstas exhalan oxígeno y
pueden oxidarlos. No tienen la costumbre humana de apreciar la belleza, sino el vicio robótico de
mostrarse demasiado prácticos. En pocos años vendrán a barrer a los terráqueos de la Tierra.
Dentro de la cocina, el frigorífico volvió a cargar. Iba a hacer un comentario sobre eso, pero me
contuve para no perturbar el suave rostro de Manon, iluminado por el sol.
—Un final sorprendente —observó ella—. Parece un buen argumento para un cuento decente.
Aunque no responde mucho a tu estilo.
—No sé por qué, pero no me decido a terminarlo.
—Se parece un poco a ese cuento de Paul Anderson que tanto te gusta. «Epílogo», creo que se
llamaba.
—Tal vez. Todos los cuentos de ciencia-ficción han acabado por parecerse entre sí. También tiene
algo de un cuento de Harry, en su tomo «La guerra contra los robots»
—«Si lo escribió Harry no puede ser malo» —comentó ella, citando una broma frecuente entre los
dos.
—«¡Ojalá lo hubiese escrito yo!» —agregué, para completar la cita—. Pero no es por eso que no
quiero terminar «Robot con flores» Tal vez Fred Pohl o Mike Moorcock lo encontrarían publicable,
pero a mí me desilusiona. Y no sólo porque sea un plagio.
—Una vez dijiste que a ti no se te escapa ningún plagio, que puedes reconocerlo por la falta de
fuerza emotiva.
Las carpas aleteaban entre las hojas de los lirios acuáticos que adornaban mi pequeño estanque.
Tanto Nikola como Marión los observaban con interés; ya he dicho que las dos se parecían. Las miré
con cariño y con cierta exasperación. Este último comentario demostraba que Marión sostenía la
conversación sólo por darme el gusto: le faltaba fuerza emotiva.
—Debiste preguntar por qué me desilusionaba.
—Querido, si queremos recoger a los Carr tendríamos que salir ahora mismo. Están a punto de dar
las dos y veinte.
—Estoy listo.
—Yo tardaré apenas un minuto.
Me besó y se fue.
Ella estaba en lo cierto. Yo tenía que solucionar ese problema por mi propia cuenta; de lo
contrario jamás me sentiría satisfecho. Me senté junto a la gata para contemplar los pececillos.
Mientras tanto los pájaros trajinaban sobre la iglesia para alimentar a la prole. Sólo podrían disfrutar
de unos pocos veranos.
En cierto modo, lo que yo deseaba decir no era lo que deseaba decir a Marión, y por una razón
muy especial, eso formaba parte de mí. Había pasado muchos veranos deliciosos con muchas jóvenes
amantes. Y ahora era Marión, la más dulce de todas, aquélla con quien me sentía más a gusto, con
quien podía decir más libremente lo que pensaba. Por esa razón no deseaba abusar del privilegio y
necesitaba reservarme algunas cosas.
De ahí mi reticencia a decirle más de lo que ya le había contado. No podía revelarle que en mi
presente estado de felicidad aquella historia de robots sólo me inspiraba disgusto y que seguiría
inspirándomelo por mucha destreza que pusiera al escribirla. No había guerra en mi corazón: ¿Cómo
creer entonces en una guerra interplanetaria, con todos sus imponderables e imposibilidades? Si
me mecía una criatura tan suave y dulce como Marión, ¿por qué ese deseo de traficar en réplicas
metálicas y desalmadas del ser humano?
Más aún, ¿acaso la ciencia-ficción no era un producto de la naturaleza escindida y guerrera del ser
humano? Así lo parecía, pues mis propias novelas trataban principalmente de cosas sombrías, como
reflejo de la infelicidad que había reinado en mi vida hasta la aparición de Marión. Pero esa
declaración era también algo que no podía expresar con ligereza.
De pronto pensé que esa idea de los robots cargados de flores era un mensaje de mi psique; ésta
me ordenaba revertir el rumbo de mis temores armados, recordar aquellos versos de Shakespeare:
La túnica sedeña en el armario yace;
Ahora es la armadura la que medra...
Era tiempo de que guardara mi ficticia armadura y rescatara la túnica de seda. Mi psique estaba
harta de armas..., pero mi temeroso yo había completado la historia haciendo que los robots se
prepararan para tiempos más arduos. Toda ficción era una racionalización similar de las batallas
internas.
Pero, ¿y si mi época conflictiva hubiese llegado a su fin... siquiera momentáneamente? ¿No era mi
obligación optar por el desarme mientras fuera posible? ¿No debía ofrecer mi gratitud a los dioses y a
mis pacientes lectores, bajo la forma de un cuento optimista? Sí, debía hacerlo mientras pudiera
mostrarles, siquiera por una vez, que el futuro quizá valiera la pena.
No era demasiado difícil de explicar y tenía bastante sentido como para que yo no necesitara
explicarlo.
Me levanté, dejando a la gata despatarrada junto al estanque, donde echaba de tanto en tanto
algún esperanzado zarpazo. Crucé la cocina hacia el estudio y empecé a sacar de los bolsillos lo que no
me hacía falta, para reemplazarlo por lo que realmente necesitaba, con la mente puesta en la
merienda al aire libre. Era un día hermoso, cálido, despejado casi por completo. Charles Carr y yo
tendríamos ganas de tomar cerveza fría. La otra pareja se encargaría de las provisiones, pero sentí la
imperiosa necesidad de asegurar las reservas de cerveza.
Mientras sacaba cuatro latas del frigorífico, el motor de éste volvió a cargar. El pobre aparato estaba
envejecido. No tenía todavía diez años de uso, pero no se puede pretender que una máquina dure
eternamente. Sólo en la ficción. Uno puede enviar una máquina animada en una nave de papel
para que atraviese papíricos años-luz, y jamás le fallará. De ello se encarga la psique. Tal vez si uno
empezaba a escribir cuentos optimistas la psique, alentada por ellos, diera en pensar de un modo
optimista, como diez años antes.
Manon bajó la escalera.
—¡Estoy buscando un poco de cerveza! —le dije.
Se había cambiado el vestido y retocado la pintura de los labios. Era precisamente el tipo de
muchacha sin la cual ningún picnic está completo. Además se mostraría encantadora con los niños de
los Carr.
—Creo que en el auto hay un abrelatas —dijo—. ¿Y qué era lo que no te gustaba en tu cuento?
Me eché a reír.
—¡Oh, no te preocupes por eso! Me parecía demasiado divorciado de la vida real, eso es
todo.
Recogí las latas y me dirigí hacia la puerta, rodeándola con un brazo cargado de cerveza.
—«¿Cómo vivir sin ti?» —recité—. «¿Cómo privarme de tu dulce charla, de tu amor querido?»
Adán a Eva, yo a ti.
—Has estado tomando cerveza, mi viejo Adán. Déjame buscar mi bolso. ¿Qué quieres decir
con eso de que tu cuento estaba divorciado de la vida real? Todavía no tenemos robots, pero sí
un frigorífico que tiene ideas propias.
—Exactamente. Y en ese caso, ¿por qué no poner el frigorífico en un cuento de cienciaficción,
y este sol maravilloso, y a ti, en vez de un puñado de robots sin gracia? Mira esa gatita
peluda que trata de pescar las carpas. Ella no tiene idea de que el día de hoy no durará
siempre, ni de que el resto de su vida no ha de ser una tarde dorada. Nosotros sabemos que
no será así, pero sería un cambio saludable escribir un cuento sobre esta dorada
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transitoriedad, y no sobre siglos enteros de angustia y de total ausencia de oxígeno, de gatos
y de mujeres atractivas.
Salimos de casa, cerré la puerta y seguí a Marión hacia el coche. Llegaríamos un poco
tarde.
Ella se echó a reír, adivinando por el tono de mi voz que todo aquello era una especie de
broma.
—Anda, pon todo eso en un cuento —dijo—. Te creo capaz. ¡A ver si lo haces!
Y aunque sonreía, sus frases sonaron a desafío.
Guardé con cuidado la cerveza en la parte trasera del coche y salimos hacia la carretera
calcinada, dispuestos a disfrutar de nuestra merienda.
(1965)
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