Farmacias de guardia de la provincia de Alicante.
Era una noche fría. Muy fría. Gélida. Esta ola de frío invernal parecía que no paraba de empeorar a cada día que pasaba. Faltaba poco para el amanecer y, sin embargo, este parecía que no iba a llegar nunca.
Estaba sentado en su despacho, en lo alto del generador. Esta imponente estructura de metal era la única fuente de calor de la colonia para sobrevivir a este interminable invierno. Abrió su última botella de whisky escocés. Había guardado esa botella para celebrar el día en que volvieran los días de calor. Un Macallan 15 años, madurado en maderas de roble, bien merecía ese honor. Ya solo quedaba para una última copa.
Escucho a la multitud fuera de su despacho, a los pies del generador. Hacia ya días que habían empezado las revueltas. El descontento rozaba peligrosamente el límite. Solo podía confiar en sus fieles obispos para que controlarán a las masas. Solo ellos podían ser los guardianes de la fe que se había instaurado tan solo unas semanas atrás. Benditos obispos. Nunca podría agradecerles lo suficiente por lo que estaban haciendo por él y por el futuro de todo lo que había construido. Cada vez que se habían presentado ante él en los últimos días, solo les había repetido las mismas palabras. Buen trabajo. Bien hecho. ¡Dispersad a la multitud!. Como mucho solo había escuchado una sola palabra de lo k le habían dicho previamente. La presión era demasiado fuerte.
Vacío el whisky en su copa. Los gritos de la gente seguían. Hacia días que la gente moría en las calles heladas. Hacia un día que se habían negado a volver a sus trabajos. Pobres diablos. No podía culparles por preferir morir, rodeados de su familia en un frío barracón, a morir solos en una gélida mina de carbón. Pero el carbón, ahora valiosísimo recurso, era lo único que podía evitar que murieran todos de frío. El generador necesitaba ese carbón para funcionar.
Termino de beberse la copa hasta la última gota. Se levantó. Debía salir para hacer un último comunicado a la furiosa turba. Ya se había agotado la última gota de esperanza. El fin era inevitable. Ya no tenía fuerzas para seguir luchando. Hacia días que no se le veía en público, intentando retrasar lo inevitable. Tomo aire, y cruzó las puertas hacia los gritos, el odio y la desesperación.
Se hizo un silencio sepulcral en las calles. Tan solo se oían rechinar de dientes y casi apagados quejidos. Miradas expectantes hacia un balcón. Una figura. El autoproclamado líder y mesías que había intentado, en vano, mantenerlos con esperanza y con el descontento al mínimo. Ahora se erguía ante ellos. En silencio. Recorrió la multitud con la mirada. Nunca sabrían la de veces que había recibido informes de que el carbón se había agotado en los almacenes o de qué se esperaba que bajarán las temperaturas para el día siguiente. Pero ya no había nada que se pudiera hacer. El generador se iba a apagar para siempre. Se preparó para realizar el funesto discurso. Miro al frente y tomo aire.
Entonces lo vio. Al borde de los acantilados que rodeaban la colonia. Primero fue un brillo. Después una luz. Y al final emergió. Era un imponente sol, más grande y fuerte de lo que se había visto en todos estos meses de supervivencia. Con el sol vino el calor. Ansiado y esperanzador calor. Alzó sus brazos, como si pudiera abrazar el brillante astro. La multitud se dio la vuelta y también lo vio. Todos alzaron sus brazos. Cansados trabajadores, agotados ingenieros, los pobres y desconsolados niños, hasta los pocos moribundo, tumbados sobre congeladas calles, intentaron abrazar el sol. En ese momento, como el brotar de una flor que por fin siente llegar la primavera, sus voces se alzaron en el cielo gritando como si solo fueran una. ¡Milagro! ¡Alabado sea el sol!
La supervivencia al frío había acabado. Mañana empezaría a escribirse su fábula.