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Los hombres fracasados
Los hombres fracasados
Autor:
BRIAN W. ALDISS
Fecha:
13 del 05 de 2008
Leido:
2786
Veces
—¡Aquí hay demasiada gente! —exclamó en voz alta—. ¡Hay demasiada gente! ¡Hay demasiada...
[size=18:7a01b35f15][color=red:7a01b35f15] Los hombres fracasados [/color:7a01b35f15] [/size:7a01b35f15]
[size=15:7a01b35f15][color=brown:7a01b35f15] —¡Aquí hay demasiada gente! —exclamó en voz alta—. ¡Hay demasiada gente! ¡Hay demasiada GENTE! Se volvió en redondo, la boca abierta, el rostro contraído como un limón exprimido, y estuvo a punto de derribar a un transeúnte que pasaba a su lado. El transeúnte hizo una inclinación, le sonrió con aire comprensivo y siguió adelante, con ojos que decían claramente: «Déjalo estar; es uno de esos pobres diablos que acaban de desembarcar» —Hay demasiada gente —repitió Surrey Edmark a sus espaldas. Era de noche. Se encontraba de pie, sin sombrero, bañado por el resplandor de las luces de New Orchard Road y aturullado por el incesante fluir de la vida cosmopolita de Singapur en torno de él. Gente. Miles de personas, palpables; bastaba extender suavemente una mano para tocar la alpaca, la seda, el nylon y el satén, lisos, estampados o con chillones floreados. Si uno gritaba, ¿cuántas de aquellas orejas sucias, limpias, rosadas, morenas, atractivas o desagradablemente moldeadas llegarían a captar sus decibelios? No, se dijo, nada de gritos, por favor. Estas personas que pululan como fantasmas a tu alrededor son reales, y no les gustaría. Y también es muy real tu médico, que aún no te consideraba en condiciones de abandonar la sala de observación; no le gustaría nada saber que te habías puesto a gritar en plena calle. Y tú mismo, ¿hasta qué punto eres real? ¿Hasta qué punto es todo real cuando acabas de recibir una prueba irrefutable de que todo está acabado? Acabado de veras: envuelto, empaquetado, descartado y olvidado. Era preciso evitar estos angustiosos pensamientos. Necesitaba encontrar un sitio tranquilo donde sentarse en paz y respirar hondo. Debía engañarlos a todos; debía ocultarles aquella sensación muerta y quemada que notaba en su interior; sólo entonces podría regresar a casa. Pero también debía tratar de ocultársela a sí mismo, y eso exigía más astucia. Una impresión de futilidad le había acribillado como un haz de partículas alfa, y se sentía descompuesto. Surrey divisó una esquina un poco más adelante. Se dirigió hacia ella con alivio y se alejó de la muchedumbre por un pasaje angosto y oscuro. Pasó ante tres mujeres de vestidos cortos que fumaban juntas, más allá, un tipo vomitaba contra un seto de alheña. Y se veía también un café con un rótulo que rezaba: «El Iceberg» En su exterior, en una mal iluminada galería, había mesas y sillas, todas vacías. Surrey subió los dos peldaños y se acomodó pesadamente en una de las sillas. Aquello era un lujo. Había poca luz y Surrey estaba solo. Dentro del café había gente cenando, y una chica cantaba acompañándose con un instrumento de cuerda parecido a un laúd. Aunque la letra le resultaba incomprensible, la melodía era sencilla y nostálgica, y la voz de la muchacha le transmitía más que la propia música; cerró los ojos y dejó que la peonza girase en su interior, la peonza de sus emociones. La muchacha dejó de cantar repentinamente, como si se hubiera cansado, y salió a la galería para contemplar la noche. Surrey abrió los ojos y la miró. —Ven a charlar conmigo —le dijo. Ella volvió altivamente la cabeza hacia la penumbra donde él estaba sentado y en seguida apartó de nuevo la vista. Sin duda no era la primera vez que recibía una invitación como aquella. Surrey apretó los puños, lleno de frustración: ahí estaba él, solitario en el espacio y en él tiempo, necesitado de... Oh, cierto que nada podía curarlo, pero existían bálsamos... La soledad que manaba en su interior le obligó a hablar de nuevo. —Soy de la nave —anunció, incapaz de reprimir una nota de súplica. Al oír eso, la muchacha se acercó y tomó asiento ante él. Era china y lucía el inmemorial vestido con cortes a los lados de su raza, con grandes margaritas que se perseguían sobre los suaves contornos de su cuerpo. —Lo ignoraba, desde luego —comenzó—, pero en los ojos se te nota... que eres de la nave. —Con un leve estremecimiento, preguntó—: ¿Quieres que vaya a buscarte alguna bebida? Surrey meneó la cabeza. —Con tenerte aquí sentada... Empezaba a sentirse mejor. En su interior, una voz irracional le decía: «Bueno, has pasado por una dura experiencia, pero ahora que has vuelto puedes reponerte, ¿verdad? ¿No puedes volver a ser lo que eras?» La voz solía preguntárselo con frecuencia, pero la respuesta era siempre no. La experiencia seguía extendiéndose por su interior, como un cáncer. —He oído llegar la nave —comentó la joven chica—. Vivo muy cerca de aquí, en la calle Bukit Timah, si eso te dice algo, y estaba en la ventana hablando con una amiga. Él pensó en la asombrosa claridad del sol, en el eterno olor de grasas de freír, en el ruidoso traqueteo de los robshaws, en aquella joven que charlaba con su amiga en una pequeña buhardilla..., y en el estampido orquestal de la llegada de la nave, que les hacía olvidar su conversación. Pero todo muy remoto, todo siglos atrás. —Es un ruido curioso —asintió él—. Quiero decir, el ruido de una nave al atravesar la barrera del tiempo. —Asusta a las gallinas —observó ella. Silencio. Surrey trató de encontrar otra cosa que decir, cualquier cosa que mantuviera a la muchacha sentada a su mesa, pero no halló nada que pudiera disolverse en palabras. Sin embargo, no había tenido en cuenta el factor de la curiosidad humana, que impedía marcharse a la joven. Ella volvió a preguntarle si deseaba beber algo y a continuación añadió: —¿Te servirá de algo hablarme de eso? —La misma pregunta ya insinúa la respuesta, diría yo. —Allí delante... es terrible, ¿verdad? Me refiero a que los periódicos dicen... —Vaciló con nerviosismo. —¿Qué dicen los periódicos? —inquirió él. —Bueno, ya sabes, dicen que es terrible. Pero en realidad no explican nada; parece que no acaban de entenderlo. —Esa es la clave del asunto —respondió—. Que no lo entendemos. Aunque me pasara toda la noche hablando contigo, seguirías sin entenderlo. Yo mismo seguiría sin entenderlo... La muchacha era hermosa, sentada allí con su pequeño laúd en la mano. Y él había viajado mucho más allá de su laúd y su belleza, mucho más allá de la nacionalidad y hasta de la música; todo se había disipado en el triste polvo del planeta. Todo desaparecido... definitivamente... sin dejar nada... salvo degradación. Y perplejidad. —Intentaré explicártelo —dijo Surrey por fin—. ¿Qué canción era esa que cantabas? ¿Una canción china? —No, era malaya. Es una canción antigua, muy antigua, muy antigua, llamada Terang Boelan. Habla de..., bueno, de la luz de la luna, ya me entiendes, de este tipo de cosas. Es una canción sentimental. —Ni siquiera sabía en qué idioma era, pero quizás en cierto modo la he comprendido. —Has dicho que ibas a hablarme del futuro —le recordó ella con suavidad. —Sí. Por supuesto. Lo que estamos haciendo es como una grandiosa operación de socorro. Ya sabes cómo lo llaman: la Cruz Roja Intertemporal. Es un nombre adecuado, pero cuando uno ha estado realmente... allí adelante, suena como un título vano y pretencioso. No sé, puede que no. Ya no estoy seguro de nada. Se quedó mirando la oscuridad. Iba a llover. Cuando empezó a hablar de nuevo, su voz era más firme. La C.R.I. ha sido organizada por los Paulls (le explicó a la joven china) Ese es el nombre que ellos mismos se dan, los Paulls, pero nosotros deberíamos llamarlos la élite tecnológica del siglo tres mil ciento cincuenta y siete. Eso queda muy, muy adelante; nosotros, en nuestro siglo XXIV de la era cristiana, apenas podemos imaginarlo. Nuestra nave hizo escala en su época. Era muy austera: los Paulls son gente austera. Solamente viven en las montañas al borde del océano, y han trasladado montañas a todas las costas para su propia conveniencia. Los Paulls son distintos de nosotros pero, en comparación con los que estamos ayudando, los Hombres Fracasados, somos como hermanos. El viaje por el tiempo fue inventado mucho antes de la época de los Paulls, pero fueron ellos quienes lo perfeccionaron, quienes descubrieron por casualidad la apurada situación de los Hombres Fracasados y quienes dirigen la abrumadora operación de socorro. Porque el mundo de los Paulls, con todo lo rico que es..., que será..., carece de los recursos necesarios para enfrentarse a esta tarea sin agotar sus fuerzas. Por eso organizaron una flota de naves temporales, la C.R.I., para reunir suministros en diversas épocas y transportarlos hacia adelante, a los Hombres Fracasados. Cinco épocas distintas colaboraron en el proyecto, bajo la dirección de los Paulls. Está el Pueblo Intermedio, como los llaman los Paulls. Es una raza de filósofos, básicamente pastoral, y nos resultaron demasiado arrogantes. Viven unos veinte mil siglos por delante de los Paulls. Oh, eso es mucho tiempo... Y luego están... ¿Pero qué importa eso? Tenían muy poco que ver con nosotros, ni nosotros con ellos. Nosotros, esta época actual, éramos los únicos de los cinco que no conocíamos el viaje temporal. Los Paulls nos eligieron porque somos una época de paz y abundancia. ¿Y sabes cómo nos llaman? Los Niños. ¡Los Niños! Nosotros, con toda nuestra aburrida sofisticación... Pero tal vez estén en lo cierto; poseen un método de razonamiento gestáltico que supera por completo nuestras más descabelladas pretensiones. Recuerdo que durante el viaje hacia allí adelante le pregunté a uno de los Paulls por qué no habían visitado antes nuestra época, y me respondió: «Pero es que sí la hemos visitado. Estuvimos en el siglo XIX y luego en el XXVI. ¡Un intervalo muy breve! Por eso sabíamos tanto acerca de ustedes» Tienen muchísima experiencia, ¿comprendes? Les basta detenerse un día en un siglo determinado para ser capaces de predecir lo que va a ocurrir en los seis o siete siglos siguientes. Supongo que se trata de una diferencia de perspectiva; algo tan sencillo como eso. Supongo que recordarás mejor que yo la llegada de los Paulls a nuestro tiempo, ya que vives en el mismo lugar. Por entonces yo estaba en casa, dedicado a un trabajo tranquilo; de no haber sido tan tranquilo, quizá no me hubiera ofrecido voluntario para la C.R.I. ¡Vaya conmoción que causaron! Y también pánico, a decir verdad. Sí, no cabe duda de que entonces nos portamos como unos niños, lo mismo que en nuestra forma de adular a los Paulls mientras recorrían las principales capitales del planeta. Durante los tres meses que les hicimos esperar aquí mientras organizábamos los suministros y el personal, debieron sentirse consumidos de impaciencia por partir, pero no lo dejaron traslucir en ningún momento. Se limitaron a dar sus nada sensacionalistas conferencias sobre la desesperada situación de los Hombres Fracasados y a sonreír para las cámaras de la tridi. Y, entretanto, iba llegando dinero para la causa y en las bodegas de la gran nave se acumulaban los alimentos enlatados y los suministros médicos. Éramos como chiquillos arrojando créditos a los mendigos de la calle: les llenamos la nave con toda clase de artefactos inútiles. ¿Para qué podía servirles una lavadora o una máquina ciclovisora a los Hombres Fracasados? Finalmente llegó el momento de partir, con todas las bandas del mundo tocando como locas, hasta que la nave despegó con un ruido tal que acalló a todos los músicos y asustó a sus gallinas... ¡Rumbo a la época de los Hombres Fracasados! —Creo que ahora sí tomaría esa copa que me ofrecías —dijo Surrey a la joven china, interrumpiendo su relato. —Desde luego. —Extendió el brazo e hizo chasquear los dedos. La mano quedó iluminada por la luz que surgía del restaurante, y el rostro en la penumbra con sus ojos fijos en los de él. —Los Paulls ya avisaron que iba a ser duro —comentó ella. —Sí. Antes de partir del aquí y ahora, nos sometieron a un entrenamiento mental bastante riguroso. Muchos de los voluntarios fueron descartados, pero yo pasé las pruebas. Me eligieron timonel. Fui el primero de la primera clase. Surrey se detuvo unos instantes, sorprendido de detectar orgullo en su propia voz. ¡Después de aquella experiencia, aún le quedaba orgullo! Pero no, no existía orgullo en él; era sólo la voz emitiendo en un viejo canal, el alma desnuda agazapada en una vieja cáscara de carácter. Llegaron las bebidas. También había una para la joven china, servida en un vaso largo y empañado; para bebería, dejó el laúd a un lado. Surrey tomó un sorbo de la suya y reanudó su narración. ¡Viajábamos hacía adelante! (prosiguió) Era como un sueño de colegial convertido en realidad. Sin embargo, nuestro entusiasmo no tardó en ser mitigado por la monotonía. A pesar de lo que la gente suele imaginar, el viaje por el tiempo no es instantáneo. Tardamos dos meses de a bordo en llegar a la época de los Paulls, donde nos dejaron todos salvo uno de ellos para que prosiguiéramos solos el viaje hacia el futuro. Tenían que supervisar otras épocas y atender a muchos problemas de organización; aun así a veces me pregunto si no utilizaron estos problemas como una excusa para no tener que visitar la época de los Hombres Fracasados. Quizás nos juzgaran menos sensibles y, por tanto, mejor preparados para la tarea. Así que otra vez partimos hacia el futuro. El cargo de timonel era casi honorario, pues sólo implicaba desconectar la energía cuando el viaje llegaba automáticamente a su fin. Nosotros, los escasos elegidos, nos pasábamos el rato charlando, leyendo o visionando en las excelentes bibliotecas que los Paulls habían instalado. El tiempo pasaba con bastante rapidez, pero de todos modos nos sentimos contentos al llegar. ¡Contentos! La época de los Hombres Fracasados está muy lejos en el futuro: muchos cientos de millones de años hacia adelante, o miles de millones; los Paulls nunca nos revelaron la cifra exacta. ¿Importa acaso? Era muchísimo tiempo... Hay tiempo de sobra; demasiado, más del que nadie pueda necesitar jamás. Desembarcamos sobre la tierra de esa época. Como un chiquillo, yo esperaba ver..., no sé, el sol pegado al horizonte, o de color morado, o el cielo lleno de lunas, o algo igualmente espectacular; pero ninguna sombra deslucía la hermosa tierra y el planeta no había envejecido ni un día. Sólo la humanidad había envejecido. Los Hombres Fracasados eran distintos de nosotros espiritual y anatómicamente, aunque fue esto último lo primero que nos saltó a la vista. Parecían un grupo de monstruos afligidos entre montones de mercancías, y nos dieron ganas de reír. Al principio, los humoristas que había entre nosotros los llamaban «los zombies», pero en cuestión de días ya no quedó ningún humorista. Los Hombres Fracasados carecían de verdaderas manos. De sus muñecas crecían cinco dedos largos y prensiles y, cuando andaban, el dedo medio rozaba ligeramente el suelo, pues sus espaldas estaban encorvadas y sus cabezas se proyectaban hacia el frente. Para compensar esto, sus cráneos se habían alargado de un modo escafocéfalo, es decir, en forma de bote. Tampoco tenían arco ciliar ni cejas; en realidad, no tenían ningún pelo en el cuerpo, aunque los poros de la piel se alzaban como escamas y, vistos desde cierta distancia, ofrecían la apariencia de vello. Cuando miraban a alguien, sus ojos no transmitían ninguna emoción: el exceso de experiencia les confería un aire inexpresivo, como si hubieran recobrado una pavorosa inocencia. Cuando hablaban, su voz era hueca y sus frases tan breves y dolorosas como el dolor de muelas de un niño. No comprendíamos su idioma, salvo a través de los bancos de traducción electrónicos que nos habían proporcionado los Paulls. Presentaban un aspecto lamentable, pero al principio no nos sentimos excesivamente afectados; todavía no comprendíamos bien la naturaleza del problema y estábamos demasiado atareados rescatando cada vez más Hombres Fracasados de bajo tierra. Se habían establecido cuatro grandes centros de ayuda. De las otras cuatro razas que participaban en la C.R.I., dos se ocupaban de construir y equipar los sanatorios; otra, de las funciones de enfermería, alimentación y personal, y la cuarta de la rehabilitación, las comuniones y el enlace entre los distintos centros. En cuanto a nosotros —«¡los Niños!»—, nuestra misión consistía en desenterrar a los Hombres Fracasados y conducirlos a los centros: ¡una tarea sencilla para una gente sencilla! Entre todos debíamos conseguir que la raza humana volviera a comenzar..., otra vez a la rutina. En total, no creo que queden más de seis millones de Hombres Fracasados en todo el planeta. Teníamos que salir a buscarlos y sacarlos de bajo tierra. Disponíamos de excavadoras especiales con palas múltiples en la parte delantera que removían lenta y cautelosamente el suelo. Los Hombres Fracasados tenían «zonas de cementerio»; así las llamábamos nosotros, al menos, aunque no habían sido concebidas como tales. Era como una pesadilla sin sentido. Trabajando día y noche, avanzábamos levantando la tierra a nuestro paso como quien remueve la superficie de un huerto abandonado. De vez en cuando, entre el humus aparecía una cara o un brazo de largos dedos, o salían a la luz un par de piernas. Entonces deteníamos la máquina y descendíamos hacia el cuerpo para excavar con palas a su alrededor. Así exhumábamos otro individuo, hombre o mujer: resultaba difícil determinarlo, pues sus características sexuales no eran muy pronunciadas. Al sacarlos se encontraban en estado de coma. Sus ojos se abrían de un modo mecánico, como si fueran muñecos, y volvían a cerrarse con un chasquido. Les administrábamos una inyección, los tendíamos en camillas y los despachábamos hacia la base. Era un trabajo verdaderamente horripilante. Tras recibir las debidas atenciones y cuidados, los cadáveres revivían. Al cabo de un mes podían levantarse y caminar por los terrenos del hospital, con sus hombros encorvados y sus grandes cabezas como botes asintiendo a cada paso. Y entonces yo hablaba con ellos y trataba de comprender. Los bancos de traducción eran de la mejor calidad posible, puesto que estaban fabricados por los Paulls. Pero adolecían de las limitaciones impuestas por nuestro propio idioma. Si los Hombres Fracasados pronunciaban su término para «sol», la máquina traducía «sol» y con eso comprendíamos el mismo concepto que ellos intentaban transmitir. Pero, más allá de los escasos hechos concretos cuya experiencia nos era común, la cosa no era tan fácil. Menos sinónimos, más matices: el problema lingüístico de siempre, pero agravado por los incontables siglos que nos separaban. Recuerdo haber abordado a una anciana durante nuestro primer período en el centro. Digo una anciana, pero por lo que yo sé muy bien podía ser una joven quinceañera; todos nos parecían ancianos. —Espero que no le moleste que la hayamos desenterrado..., quiero decir, rescatado — comenté por cortesía. —En absoluto. Ha sido un placer —respondieron los bancos por ella. Frases educadas que no significan nada en ningún idioma, pero la mejor máquina del mundo las hace parecer más tontas de lo que son. —¿Le molestaría hablar conmigo de todas estas cosas? —¿Qué objetos? —inquirieron los bancos en su lugar. Había formulado mal la pregunta. No me refería a cosas = objetos, sino a cosas = asuntos. Nuestra conversación se veía constantemente entorpecida por esta clase de confusiones; el aparato de traducción hablaba con más corrección que yo. —¿Podemos hablar de su problema? —pregunté, en un nuevo intento. —No tengo ningún problema. Mi problema ya ha sido resuelto. —Me gustaría que me hablara de eso. —¿Qué desea saber? Le diré lo que pueda. Esto, al menos, parecía prometedor. Se la veía bien dispuesta, ya que no deseosa de cooperar; hacía mucho que habían olvidado el principio de la cooperación. —¿Sabe usted que he venido desde un pasado muy remoto para ayudarles? —Los bancos tradujeron mis palabras sin el menor dramatismo. —Sí. Es muy noble por su parte interrumpir así sus vidas por nosotros —respondió ella. —Oh, no. Queremos ver a la humanidad empezar de nuevo por el buen camino. Creemos que aún no debe extinguirse. Nos alegra poder ser útiles y lamentamos que tomaran un camino equivocado. —Cuando empezamos, lo hicimos siguiendo un camino que ya otros, ustedes, habían emprendido. —No era un desafío, sino la mera constatación de un hecho. —Pero fueron ustedes quienes se desviaron. Y lo hicieron por un acto de voluntad. No los condeno, entienda; es evidente que no habrían tomado ese camino de haber sabido que les conduciría al fracaso. Cuando respondió, me pareció percibir en ella un leve enojo, probablemente todo el que le permitían sus exhaustas emociones. Su voz hueca se alzaba y se perdía mientras los bancos realizaban la traducción instantáneamente. Pero lo que decían carecía de sentido. Era algo así: —Ah, pero lo que ustedes no comprenden, porque su comprensión está completamente sin desarrollar ni empezar, es cómo se fracasa. El fracaso no es fracaso a menos que sea derrota, y esta derrota nuestra, si es que alcanzan a comprender que es en efecto un fracaso, no es más que un fallo. Un fallo definitivo. Pero, en cuanto a tal, es sólo cuestión de resultado, porque con el tiempo esta comprensión tiende a alimentar únicamente la comprensión del resultado del fallo; en tanto que la resolución de nuestro fallo, en contraposición al fallo... —¡Basta! —grité—. ¡No! Deje la poesía moderna o los tratados filosóficos para más adelante. Lo siento, pero todo esto no significa nada para mí. Vamos a dar por sentado que hubo alguna especie de fracaso. ¿Podrán lograr el éxito con este nuevo comienzo que les estamos ofreciendo? —No es un nuevo comienzo —objetó, de un modo bastante razonable—. Una vez se tiene el resultado, un comienzo ya no es un resultado. Se halla meramente en el resultado del fracaso, y todo lo que entra en juego es el comienzo o el fracaso, que para nosotros depende del comienzo y para ustedes del fracaso. Y sin duda se da usted cuenta de que incluso aquí el fallo depende anormalmente del comienzo del resultado, que nos afecta más que el fallo por la sencilla razón de que es el resultado. Lo que usted no ve es que la incapacidad del resultado del fallo del resultado para dar comienzo a un resultado... —¡Basta! —volví a gritar. Me dirigí a uno de los comandantes Paulls. Era lo que mi madre habría denominado «una gran persona» Le planteé que aquel asunto empezaba a obsesionarme. —A todos nos sucede lo mismo —respondió. —¡Si al menos pudiera comprender una fracción del problema! Mire, comandante, hemos viajado mucho para rescatarlos y todavía no sabemos de qué los estamos rescatando. —Pero sabemos por qué lo hacemos, Edmark. El peso de conservar la especie, de dar origen a una generación nueva y más estable, recae sobre ellos. Procure no olvidarlo, si puede. Tal vez su sonrisa fuera un punto demasiado condescendiente; me hizo recordar que también para él éramos «los Niños» —Mire —insistí con terquedad—. Si esos torpes fracasados no pueden decirnos qué les ha pasado, usted sí puede. O me lo dice, o hacemos las maletas y nos vamos a casa. ¡Le aseguro que a nuestros compañeros les da grima! Ahora, dígamelo explícitamente: ¿qué les pasa a estos zombies? El comandante se echó a reír. —No lo sabemos —contestó—. No lo sabemos, y así están las cosas. Entonces se irguió en toda su estatura, austero, «una gran persona» Se acercó a la ventana y se volvió hacia el exterior, con las manos a la espalda, y por su mirada comprendí que estaba contemplando a los Hombres Fracasados, bajo la pálida luz de la tarde. A continuación, volvió la cabeza y me dijo: —Este sanatorio fue construido para los Hombres Fracasados, pero se está llenando con el personal de rescate. Se han dejado dominar por el problema. —Lo entiendo muy bien —comenté—. Yo mismo acabaré ahí si no llego al fondo del asunto. Alzó una mano. —Eso es lo que dicen todos. Pero este asunto no tiene un fondo al que llegar; ninguno, al menos que seamos capaces de entender. O si no, quizá nosotros mismos seamos parte de él. Si pudiéramos categorizar el fracaso, ya sería un paso adelante: un fracaso religioso, espiritual, económico... —¡Así que usted también se ha contagiado! —exclamé—. Bien, ustedes disponen de naves temporales. ¡Regresen en el tiempo hasta descubrir cuál fue el problema! Era una solución tan sencilla que no lograba entender cómo había podido pasarles por alto; pero, por supuesto, no había sido así. —Lo hicimos —contestó brevemente el comandante—. Un problema mental, suponiendo que lo fuera, no puede verse. Lo único que vimos fue que los seis millones empezaban a enterrarse, cada uno por su cuenta, en esas malditas tumbas a ras de tierra. Este proceso se prolongó durante más de un siglo. Algunos de ellos llevaban trescientos años enterrados cuando los sacamos a la superficie. No, eso no sirve de nada; desde nuestro punto de vista, el problema es lingüístico. —Los bancos de traducción no sirven de nada —me lamenté, sin duda exageradamente—. Es una tarea demasiado delicada para una máquina. ¿No podría prestarme un intérprete humano? Al final, me acompañó él mismo. No quería, pero quería, ¿Cómo se las arreglaría una máquina con esta frase? Sin embargo, para ti y para mí es perfectamente comprensible. Cuando salimos afuera, una mujer, una de los Hombres Fracasados, cruzaba lentamente el patio. Tal vez fuese la misma con la que había hablado antes, no lo sé. Yo no la reconocí, y ella no dio muestras de reconocerme. De todos modos, la detuvimos y probamos suerte. —Pregúntele por qué se enterraron, para empezar —dije yo. El Paull tradujo y ella musitó una breve respuesta. —Dice que lo juzgaron necesario, pues favorecía la unión antes del comienzo del intento —me explicó. —Pregúntele qué unión. Un intercambio de palabras. —La unión de la unión que estaban intentando, sea eso lo que fuere. —La palabra «unión», ¿le ha sonado igual las dos veces? —Una de ellas estaba declinada, pues correspondía al posesivo —respondió el Paull—. Por lo demás, me han parecido idénticas. —Pregúntele... si pretendían convertirse en algo que no fuera humano; ya sabe, en espíritus, hadas o espectros. —Sólo tienen una palabra para «espíritu» O, mejor dicho, tienen cuatro: espíritu de alma; espíritu de lugar; espíritu abstracto, como en «espíritu de aventura», y otra clase de espíritu que no puedo definir, porque carecemos de una analogía exacta. —¡Diablos! Bueno, pruebe a ver con espíritu de alma. Un nuevo tableteo de frases melancólicas. Acto seguido, el comandante, con algo de sorpresa, tradujo: —Dice que sí, que estaban intentando alcanzar la espiritualidad. —¡Ya empezamos a llegar a alguna parte! —exclamé, pensando, muy orondo, que lo único que hacía falta era tener persistencia y un cerebro del siglo XXV. La anciana emitió de nuevo su sonsonete metálico. —¿Qué ha dicho? —inquirí, anhelante. —Dice que todavía siguen intentando alcanzar la espiritualidad. Ambos soltamos un gruñido. La pista conducía a un callejón sin salida. —Es inútil —dijo el Paull con suavidad—. Acéptelo. —¡Una última pregunta! Explíquele que no logramos comprender la naturaleza de lo que ha sucedido a su pueblo. ¿Fue alguna catástrofe? Y, en tal caso, ¿de qué naturaleza? ¿De acuerdo? —Lo intentaré. Pero no crea que no se ha intentado antes. Lo hago sólo por complacerle. El Paull transmitió sus preguntas. La mujer contestó brevemente. —Dice que fue un «antwerto» Esto significa una catástrofe para acabar con todas las catástrofes. —Bueno, al menos podemos estar seguros de algo. —Oh, sí, no cabe duda de que fracasaron, fuera lo que fuese lo que pretendían —replicó el Paull con aire sombrío. —¿Y la naturaleza de la catástrofe? —Sólo ha dicho una palabrita inocente, «struback» Por desgracia, no sabemos qué significa. —Ya veo. Pregúntele si tiene algo que ver con la evolución. —¡Amigo mío, todo esto es una pérdida de tiempo! Conozco todas las respuestas, hasta donde alcanzan, sin necesidad de hablar para nada con esta mujer. —Pregúntele si el significado de «struback» tiene algo que ver con una posible forma en que estaban evolucionando o pretendían evolucionar —insistí. Se lo preguntó. Durante un buen rato permanecimos los tres inmóviles, un improbable terceto, mientras la anciana mujer gemía su respuesta. Finalmente, quedó en silencio. —Dice que el «struback» tiene una vaga relación con la evolución —interpretó el comandante. —¿Eso es todo? —¡Dios mío! ¡Claro que no, pero viene a reducirse a eso! Ha dicho: «El tiempo se imprime en el hombre en forma de evolución» —Pregúntele si la catástrofe fue de índole religiosa, al menos en parte. Cuando ella hubo terminado de hablar, el comandante profirió una risa seca y contestó: —Quiere saber qué significa «religiosa» Y lo siento, pero no pienso quedarme aquí mientras usted se lo explica. —Pero el hecho de que desconozca este término no significa necesariamente que el fracaso o la catástrofe no fuera religioso en su esencia. —Aquí no hay nada que signifique nada —resopló airado el comandante. De pronto recordó que sólo estaba hablando con uno de los Niños y, más suavemente, prosiguió—: Suponga que en vez de viajar hacia adelante, hubiéramos ido hacia atrás en el tiempo. Suponga que encontrásemos una tribu de cazadores prehistórica. ¡Bien! Aprendemos su lenguaje. Queremos utilizar la palabra «suerte» En sus mentes supersticiosas no existe este concepto, y, por tanto, tampoco la palabra. Debemos recurrir a una alternativa que puedan comprender, como «accidente», «buen acontecimiento» o «mal acontecimiento» Eso lo entienden, desde luego, pero el significado que le dan difiere radicalmente del que nosotros pretendíamos expresar. No hemos roto la barrera, en absoluto; solamente nos hemos enmarañado aún más en ella. Eso mismo es lo que está sucediendo aquí. »Y ahora, por favor, le ruego que me excuse. Struback. Una sílaba larga y hueca seguida de un breve chasquido. Noche tras noche, le daba vueltas a esa palabra en mi mente fatigada. Llegó a convertirse en un símbolo de los Hombres Fracasados, pero nada más. Casi todos los demás fueron presa de la misma preocupación. Algunos deambulaban en una especie de trance; a otros hubo que internarlos en los pabellones. Empezaron a faltar hombres para conducir las excavadoras. Desde luego, seguían llegando refuerzos desde el presente. ¡El presente! No era así como yo lo concebía. El mundo de los Hombres Fracasados era mi presente, y también mi pasado y mi futuro. Volví a recurrir a los bancos de traducción, incapaz de aceptar la derrota. Se me había metido en la cabeza que los Hombres Fracasados estaban intentando —quizás involuntariamente— convertirse en algo más que humanos, en una especie de superhombres, y esto suscitaba en mí una intensa curiosidad. —Dígame —pregunté una vez a un anciano, hablándole por medio de los bancos—, cuando se les ocurrió por primera vez esta idea, cuando pensaron en ella, ¿se alegraron entonces? Su respuesta fue: —Donde hay fracaso sólo hay degradación. Usted no puede entender la degradación, porque usted no es uno de los nuestros. Sólo hay degradación y desgracia y usted no comprende... —¡Un momento! ¡Estoy tratando de comprender! ¿No puede ayudarme? Dígame por qué fue tan degradante, por qué fracasaron, cómo fracasaron... —La degradación fue el fracaso —contestó—. El fracaso fue el struback, el struback fue la desgracia. —¿Pretende decirme que sólo hubo desgracia, incluso al comienzo del experimento? —No hubo comienzo, sólo un final, y éste fue el resultado. Me llevé las manos a la cabeza. —El hecho de enterrarse ustedes mismos, ¿no fue un comienzo? —No. —Entonces, ¿qué fue? —Sólo fue parte del intento. —¿Qué intento? —Es usted tan tonto... ¿Es que no se da cuenta? El intento que hacíamos para la resolución del problemático problema en el resultado de nuestra resolución conjunta de resolver el problema. —¿Qué problema? —El problema —respondió cansadamente—. El problema de la resolución de este caso en el comienzo del fracaso. No importa cómo se llegue a la resolución siempre que todos los casos sean el mismo, pero en una variedad de casos el comienzo determina la solución, y el final determina arbitrariamente el comienzo del caso. Pero el factor arbitrario es inherente de por sí al comienzo del caso, y al caso en sí. Por consiguiente, nuestro caso se halla en el mismo caso, y el fracaso se debió al comienzo, pues el comienzo era nuestra resolución. Era desesperante. —¿En serio está tratando de explicármelo? —pregunté débilmente. —No, joven obtuso —replicó—. Estoy hablándole del fracaso. Ustedes son el struback. Y se alejó. Surrey miró a la joven china con aire desesperanzado. Ella tamborileó con los dedos sobre la mesa. —¿Qué quiso decir con eso de «ustedes son el struback»? —preguntó. —Cualquier cosa, o tal vez nada —replicó Surrey con fogosidad—. No habría servido de nada que le pidiera más explicaciones; no habría podido entenderlas. Ya lo ve, es demasiado complicado o demasiado sencillo para que podamos entenderlo. —Pero sin duda... —comenzó ella, y se interrumpió. —Los Hombres Fracasados sólo podían pensar en abstracciones —añadió él—. Quizás éste fuera uno de los factores que condujeron a su fracaso; no lo sé. Comprenda, el idioma es el producto más intrínseco de cualquier cultura; no puede entenderse el idioma hasta que se ha comprendido la cultura. Y, ¿cómo se puede comprender una cultura cuando se desconoce su idioma? Surrey dirigió una mirada de impotencia al pequeño laúd de la chica, que también tenía atada la lengua. De repente, el caluroso silencio de la noche fue quebrado por un poderoso estampido orquestal a un kilómetro de distancia. —Otro cargamento de enfermos de los nervios que vuelven a su casa —comentó el hombre con voz hosca—. Será mejor que vaya a ocuparse de sus gallinas. (1957) [/color:7a01b35f15][/size:7a01b35f15]
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