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El árbol de saliva
El árbol de saliva
Autor:
BRIAN W. ALDISS
Fecha:
15 del 05 de 2008
Leido:
2638
Veces
—La cuarta dimensión me preocupa mucho—dijo el joven rubio, con un tono apropiado de...
[size=18:26c2b99af3][color=red:26c2b99af3] El árbol de saliva [/color:26c2b99af3] [/size:26c2b99af3]
[size=15:26c2b99af3][color=brown:26c2b99af3] No hay palabras ni lenguaje, pero las voces se oyen entre ellos. Salmo 19 —La cuarta dimensión me preocupa mucho—dijo el joven rubio, con un tono apropiado de seriedad. —Ajá —dijo su amigo mirando el cielo nocturno. —Me parece que hay muchas pruebas en estos días. ¿No crees que se la ve de algún modo en los dibujos de Aubrey Beardsley? —Ajá—dijo su compañero. Los dos jóvenes están de pie en una loma baja, al este de la somnolienta ciudad inglesa de Cottersall, mirando las estrellas, y a veces se estremecen a causa del helado mes de febrero. No tienen mucho más de veinte años. El que se preocupa de la cuarta dimensión se llama Bruce Fox. Es alto y rubio y trabaja como oficial segundo de una firma de abogados de Norwich: Prendergast y Tout. El otro, que hasta ahora sólo ha emitido un ajá o dos aunque es en verdad el héroe de este relato, se llama Gregory Rolles. Es alto y moreno, de ojos grises, bien parecido e inteligente. Rolles y Fox se han prometido a sí mismos pensar con amplitud, distinguiéndose (por lo menos así lo creen ellos) del resto de los ocupantes de Cottersall en estos últimos días del siglo diecinueve. —¡Ah, cae otro!—exclamó Gregory, apartándose al fin del dominio de las interjecciones. Señaló con un dedo enguantado la constelación del Auriga. Un meteoro cruzó el cielo como un copo desprendido de la Vía Láctea y murió en el aire. —¡Hermoso!—dijeron los dos jóvenes, juntos. —Es curioso —dijo Fox Prolongando su discurso con unas palabras que los dos usaban muy a menudo—, las estrellas y las mentes de los hombres han estado siempre muy unidas, aún en los siglos de ignorancia antes de Charles Darwin. Siempre parecieron desempeñar un papel oscuro en los asuntos humanos. A mi me ayudan a pensar con amplitud, ¿a ti no, Greg? —¿Sabes lo que pienso? Pienso que algunas de esas estrellas pueden estar habitadas. Por gente, quiero decir —respiró pesadamente, abrumado por sus propias palabras—gente... quizá mejor que nosotros, maravillosa, que vive en una sociedad justa. —Ya sé, ¡socialistas! —exclamó Fox. En este punto no compartía el pensamiento avanzado de su amigo. Había escuchado en la oficina al señor Tollt, quien sabía muy bien cómo estos socialistas, de los que tanto se oía ahora, estaban destruyendo las bases de la sociedad. ¡Estrellas pobladas por socialistas! —¡Mejor que estrellas pobladas por cristianos! Bueno, si hubiese cristianos en las estrellas ya hubiesen enviado misioneros aquí a predicar el evangelio. —Me pregunto si alguna vez habrá viajes planetarios como dicen Nunsowe Greene y Monsieur Jules Verne... —empezó a decir Fox, pero la aparición de un nuevo meteoro lo interrumpió en la mitad de la frase. Como el anterior este meteoro parecía venir aproximadamente de la constelación del Auriga. Viajaba lentamente, era de color rojo, y crecía acercándose. Los dos jóvenes gritaron a la vez y tomaron al otro por el brazo. La magnífica luz ardía en el cielo y ahora un aura roja parecía envolver un núcleo anaranjado más brillante. Pasó por encima de la loma (más tarde discutieron si no habían oído un leve zumbido) y desapareció detrás de un monte de sauces, iluminando un momento los campos. Gregory fue el primero en hablar. —Bruce, Bruce, ¿viste eso? ¡no era un meteoro! —¡Tan grande! ¿Qué será? — ¡Quizá un visitante de los cielos! —Eh, Greg, tiene que haber caído cerca de la granja de tus amigos, los Grendon, ¿no te parece? —¡Tienes razón! Mañana le haré una visita al viejo señor Grendon y veré si él o su familia saben algo. Siguieron hablando, excitados, golpeando el suelo con los pies y ejercitando los pulmones. Era la conversación de dos jóvenes optimistas e incluía mucha especulación que comenzaba con frases como \"No sería maravilloso que...\" o \"Supongamos que...\" Al fin se echaron a reír, burlándose de todas aquellas ideas absurdas. —¿Verás a toda la familia Grendon mañana? —dijo Fox tímidamente. Parece probable, si esa nave planetaria roja no se los ha llevado ya a un mundo mejor. —Seamos sinceros, Greg. Tú vas a ver realmente a la bonita Nancy Grendon, ¿no es cierto? Gregory palmeó risueñamente a su amigo. —No estés celoso, Bruce. No hay motivo. Voy a ver al padre, no a la hija. Nancy es mujer, pero el viejo es progresista, y eso me interesa más por ahora. Nancy es hermosa, en verdad, pero el padre... ah, ¡el padre es eléctrico! Riendo, se estrecharon alegremente las manos. En la granja de los Grendon las cosas estaban bastante menos tranquilas, como Gregory descubriría pronto. Gregory Rolles se despertó antes de las siete, como era su costumbre. Estaba encendiendo el pico del gas y deseando que el señor Fenn (el panadero dueño de la casa) instalase pronto luz eléctrica cuando unas rápidas asociaciones de ideas lo llevaron a pensar otra vez en el portentoso fenómeno de la noche anterior. Se entretuvo un momento en imaginar las posibilidades que abría el \"meteoro\" y decidió ir a ver al señor Grendon antes de una hora. Tenia la suerte de poder decidir a sus años cómo y dónde pasaría el día, pues su padre era una persona adinerada. Edward Rolles había tenido la fortuna de conocer a Escoffier, en los años de la guerra de Crimea, y con la ayuda del notable chef había lanzado al mercado una levadura, \"Eugenol\" de gusto más agradable que los productos rivales, y de efectos menos deletéreos, que había obtenido un considerable éxito comercial. Como resultado, Gregory estudiaba en una de las universidades de Cambridge. Se había graduado ya y ahora tenía que elegir una carrera. ¿Pero qué carrera? Había adquirido —no tanto en clase como en sus charlas con otros estudiantes—cierta comprensión de las ciencias; había escrito algunos ensayos bien recibidos, y había publicado algunos poemas. Se inclinaba por lo tanto hacia las letras, y la inquieta impresión de que en la vida había mucha miseria, fuera de las clases privilegiadas, lo habían llevado a pensar seriamente en una carrera política. Tenía también conocimientos firmes de teología, pero (y de esto por lo menos estaba seguro) no se sentía atraído por el sacerdocio. Mientras decidía su futuro, había venido a vivir, aquí, lejos de la familia, pues nunca se había entendido bien con su padre. Esperaba que la vida campesina de la Anglia Occidental le inspirara un volumen titulado provisionalmente Paseos con un naturalista socialista donde expresaría simultáneamente todas sus ambiciones. Nancy Grendon, que manejaba bien el lápiz, podría dibujarle un emblemita para la página del titulo... Quizá hasta pudiera dedicarle el volumen a un autor amigo, el señor Herbert George Wells... Se vistió con ropa de abrigo, pues la mañana era fría y nublada, y bajó a los establos del panadero. Ensilló la yegua, Daisy, montó y tomó el camino que el animal conocía bien. El terreno se elevaba ligeramente alrededor de la granja, y la zona de la casa era como una islita entre pantanos y arroyos que hoy devolvían al cielo unos tonos grises y apagados. A la entrada del puentecito la puerta estaba entornada como siempre. Daisy se abrió paso entre el barro hacia los establos y Gregory la dejó allí, entretenida con la avena. La perra Cuff y el cachorro ladraron ruidosamente alrededor de los talones de Gregory, como de costumbre, y el joven caminó hacia la casa palmeándoles las cabezas. Nancy apareció corriendo antes que Gregory llegara a la puerta de la casa. —Hubo mucho alboroto aquí; anoche, Gregory dijo la muchacha, y Gregory notó complacido que ella se había decidido al fin a llamarlo por el nombre. ¡Una cosa brillante! Yo ya me acostaba cuando se oyó el ruido y vino luego la luz. Corrí a la ventana a mirar y vi esa cosa grande parecida a un huevo que se hundía en el estanque. La voz de Nancy, particularmente cuando estaba excitada, tenía el tono cantarín de las gentes de Norfolk. —¡El meteoro! —exclamó Gregory—. Bruce Fox y yo mirábamos los hermosos aurigas que llegan siempre en febrero, y de pronto vimos uno muy grande que le pareció que había caído por aquí cerca. —Bueno, casi aterriza sobre la casa —dijo Nancy. Estaba muy bonita esta mañana, con los labios rojos, las mejillas brillantes, y los rizos castaños todos alborotados. En ese momento apareció la madre con delantal y gorra y echándose rápidamente un mantón sobre los hombros. —¡Nancy, entra, no te quedes ahí helándote de ese modo! Qué cabeza loca eres, muchacha. Hola, Gregory, ¿cómo marchan las cosas? No pensé que lo veríamos hoy. Entre y caliéntese. —Buenos días, señora Grendon. Nancy me está contando de ese meteoro magnífico de anoche. —Fue una estrella errante, según dijo Bert Neckland. Yo no sé, pero sí le aseguro que asustó a los animales. — ¿Se puede ver algo en el estanque? Déjame que te muestre—dijo Nancy. La señora Grendon entró en la casa. Caminaba lenta y pausadamente, muy tiesa, y con una nueva carga. Nancy era su única hija. Había un hijo menor, Archie, un muchacho terco que había peleado con su padre y ahora era aprendiz de herrero en Norwich. La señora Grendon había tenido otros tres hijos, que no sobrevivieron a esa sucesión alternada de nieblas y vientos ásperos del este que eran los inviernos típicos de Cottersall. Pero ahora la mujer del granjero estaba grávida de nuevo, y le daría a su marido otro hijo cuando llegara la primavera. Mientras se acercaba al estanque con Nancy, Gregory vio a Grendon que trabajaba con sus dos hombres en los campos del oeste. Ninguno alzó la mano para saludarlo. —¿No se excitó tu padre con ese fenómeno de anoche? —Sí ¡pero sólo en ese momento! Salió con la escopeta y Bert Neckland fue con él. Pero no había nada más que unas burbujas en el estanque y vapor encima, y esta mañana papá no quiso hablar de eso, y dijo que el trabajo no podía interrumpirse. Se detuvieron junto al estanque, una oscura extensión de agua con juncos en la otra orilla y más allá el campo abierto. Miraron la superficie ondulada y luego Nancy señaló el molino negro y alto que se alzaba a la izquierda. Las maderas del costado del molino y el aspa blanca más alta estaban salpicadas de barro. Gregory miró todo con interés. Pero Nancy seguía su propia línea de pensamientos. —¿No te parece que papá trabaja demasiado, Gregory? Cuando no está afuera ocupado en las cosas del campo se pasa las horas leyendo sus panfletos y sus libros de electricidad. Descansa sólo cuando duerme. —Ajá. No sé qué cayó aquí, pero salpicó bastante. No se ve nada ahora, bajo la superficie, ¿no es cierto? —Como eres amigo de él, mamá pensó que podrías decirle algo. Se acuesta tan tarde, a veces cerca de medianoche, y luego se levanta a las tres y media de la mañana. ¿No le hablarías? Mamá nunca le dirá nada. —Nancy, necesitamos saber qué cayó en el estanque sea lo que sea. No puede haberse disuelto. ¿Es muy profunda el agua? —Oh, no estás escuchando, ¡Gregory Rolles! ¡Condenado meteoro! —Esto es un problema de interés científico, Nancy. No te das cuenta... —Oh, problema científico, ¿eh? Entonces no quiero oír mas. Me estoy helando. Quédate tú mirando si quieres, pero yo me voy adentro. Fue sólo una piedra que cayó del cielo, eso dijeron papá y Bert Neckland anoche. Nancy se alejó rápidamente. —¡Cómo si el gordo Bert Neckland supiese algo de estas cosas! —le gritó Gregory. Miró las aguas oscuras. Eso que había llegado la noche anterior estaba todavía allí al alcance de la mano. Tenía que descubrir los restos. Se le presentaron de pronto unas vívidas imágenes: su nombre en titulares en The Morning Post, la Sociedad Real que lo nombraba miembro honorario, su padre que lo abrazaba y le pedía que regresara al hogar. Caminó pensativamente hacia el granero. Entró y las gallinas corrieron cloqueando de un lado a otro. Alzó la cabeza, esperando a que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad. Recordaba haber visto allí un botecito de remos. Quizá cuando cortejaba a su futura mujer el viejo Grendon la había llevado a pasear por el lago Oats. El bote debía de estar ahí desde hacía años. Lo arrastró fuera del granero hasta la orilla. Las maderas estaban secas, y el bote hacía agua, pero no demasiado. Sentándose con cuidado entre la paja y la suciedad, Gregory empezó a remar. Cuando estaba ya casi en el centro del estanque, dejó los remos y miró por encima de la borda. El agua estaba turbia, y no se veía nada, aunque Gregory imaginaba mucho. Mientras Gregory miraba por un lado, el bote, inesperadamente, se inclinó hacia el otro. Gregory giró en redondo. Ahora la borda izquierda tocaba casi el agua y los remos rodaron dentro del bote. Gregory no alcanzaba a ver nada pero... oía algo. Un sonido que se parecía al jadeo de un perro. Y la cosa que jadeaba as; estaba a punto de volcar el bote. —¿Qué es eso?—dijo Gregory sintiendo un frío que le subía por la espalda. El bote se bamboleó, como si algo invisible quisiera trepar a bordo. Aterrorizado, Gregory tomó un remo, y sin pensar un momento lo dejó caer de ese lado del bote. El remo golpeó algo sólido donde sólo había aire. Dejando caer el remo, sorprendido, Gregory extendió la mano. Tocó una materia blanda. Al mismo tiempo algo le golpeó con fuerza el brazo. Desde ese momento, Gregory actuó guiado sólo por el instinto La razón no cabía allí. Recogió otra vez el remo, y lo descargó en el aire, y dio contra algo. Siguió un chapoteo y el bote se enderezó tan bruscamente que Gregory casi se cae al agua. El bote se balanceaba aún cuando Gregory se puso a remar frenéticamente hacia la costa. Arrastró la embarcación fuera del agua y corrió hacia la casa. Sólo se detuvo cuando llegó a la puerta. Se sentía más sereno ahora, y el corazón ya no le saltaba aterrorizado en el lecho. Se quedó mirando la madera agrietada del porche, tratando de reflexionar en lo que había visto y en lo que había ocurrido. ¿Pero qué había ocurrido? Haciendo un esfuerzo, regresó al estanque y se detuvo junto al bote mirando la superficie oscura del agua. Nada se movía, excepto unas ondas pequeñas en la superficie. Miró el bote. Había bastante agua en el fondo. Todo lo que ocurrió, se dijo, fue que el bote casi se me da vuelta, y me dejé dominar por un miedo idiota. Meneando la cabeza, arrastró la embarcación hasta el granero. Gregory, como era su costumbre, se quedó a almorzar en la granja, pero no vio al señor Grendon hasta la hora de ordeñar. Joseph Grendon estaba acercándose a la cincuentena y era unos pocos años mayor que su mujer. Tenia una cara delgada y solemne y una barba espesa que lo hacía parecer más viejo. Tenía un aspecto de hombre grave, en verdad, pero saludó a Gregory cortésmente. Los dos esperaron juntos a que las vacas entraran en el establo. Caía la tarde. Luego fueron al granero próximo, y Grendon encendió la maquina de vapor que a su vez pondría en movimiento el generador de la chispa vital. —Huelo el futuro aquí —dijo Gregory, sonriendo. Ya había olvidado el susto de la mañana. —Ese futuro llegará sin mí. Estaré muerto en ese entonces. El granjero hablaba caminando, pausadamente, poniendo con cuidado una palabra delante de la otra. —Eso dice usted siempre. Está equivocado. El futuro se precipita. —No te lo niego, muchacho, pero no seré parte de ese futuro. Soy ya un hombre viejo. ¡Ahí viene! Esta exclamación se refería a la luz que oscilaba en la lámpara piloto. Los dos hombres miraron con satisfacción la maravillosa maquinaria. A medida que la presión del vapor aumentaba, la correa de cuero giraba más rápidamente, y la luz de la lámpara era más intensa. Aunque Gregory venía de una casa donde había luz de gas y de electricidad, se sentía mucho más excitado aquí, en pleno campo. La lámpara incandescente más cercana estaba probablemente en Norwich, a casi un día de viaje. Ahora un resplandor pálido iluminaba la estancia. Afuera, en cambio, todo parecía negro. Grendon asintió con un movimiento de cabeza, satisfecho, ajustó los quemadores de gas, y salió junto con Gregory. Ahora, apartados de la bulla de la máquina de vapor, podían oír el ruido que hacían las vacas. Comúnmente cuando las ordeñaban, las vacas estaban tranquilas. Algo las había alborotado ahora. El granjero corrió al cobertizo y Gregory lo siguió pisándole los talones. Una lámpara eléctrica irradiaba luz sobre los establos. Los animales se revolvían inquietos, con la mirada extraviada. Bert Neckland estaba tan lejos de la puerta como era posible, con su bastón en la mano, boquiabierto. —¿Qué demonios está mirando?—dijo Grendon. Neckland cerró lentamente la boca. —Nos llevamos un susto—dijo—. Algo entró aquí. —¿Vio que era? —preguntó Gregory. —No, no había nada que ver. Fue un fantasma, sí, eso un fantasma. Entró aquí y tocó a las vacas. Me tocó a mí también. Un fantasma. El granjero resopló. Un vagabundo, seguramente. No pudo verlo porque la luz estaba apagada. Neckland meneó la cabeza enfáticamente. —Se veía bastante. Le digo que vino directamente hacia mi y me tocó. —Calló y señaló el borde del establo— ¡Mire! No digo mentiras, señor. Fue un fantasma, y mire, ahí hay una huella mojada. Se acercaron y examinaron la tabla carcomida que separaba dos establos. Una mancha indefinida de humedad oscurecía la madera. Gregory recordó su experiencia en el estanque y sintió otra vez un escalofrío a lo largo de la espina dorsal. Pero el granjero dijo tercamente: Tonterías, es un poco de baba de las vacas. Bueno, siga ordeñando, Bert, y dejemos esto. Es hora de que tome mi te. ¿Dónde anda Cuff? Bert se volvió hacia Grendon con ojos desafiantes. —Si no me cree a mí quizá crea a la perra. Cuff vio también la cosa y la persiguió. Recibió una patada, pero la hizo escapar de aquí. —Veré si la encuentro dijo —Gregory. Corrió afuera y se puso a llamar a la perra. Ya era casi de noche. Aparentemente nada se movía en el patio de delante de modo que fue hacia el otro lado, sendero abajo, hacia la porqueriza y los campos, llamarlo siempre. De pronto se detuvo. Más allá, bajo los olmos, se oían unos gruñidos sordos y feroces. Era Cuff. Gregory se adelantó lentamente. En ese momento maldijo la luz eléctrica que había suprimido los faroles, y deseó también tener un arma. —¿Quién está ahí?—llamó. El granjero apareció a su lado. —¡Vamos allá! Corrieron juntos. Los troncos de los cuatro grandes olmos se recortaban claramente contra el cielo oriental, y detrás brillaba un agua plomiza. Gregory vio a Cuff y en ese instante la perra saltó en el aire, giró en redondo, y voló hacia el granjero. Grendon estiro los brazos y esquivó el golpe. Al mismo tiempo Gregory sintió un viento, como si alguien hubiese pasado corriendo, dejando en el aire un olor de barro estancado. Trastabillando, miró alrededor. La luz pálida de los cobertizos se volcaba en la senda. Más allá de la luz, detrás de los graneros, se extendían los campos silenciosos. —Mataron a mi vieja Cuff —dijo el granjero. Gregory se arrodilló junto a Grendon y examinó a la perra. No tenía ninguna herida, pero la cabeza le colgaba flojamente a un costado. —Cuff sabía qué había ahí —dijo Gregory—. Se lanzó al ataque y cayó. ¿Qué era eso? ¿Qué diablos era eso? —Mataron a mi vieja Cuff—dijo el granjero otra vez. Tomó en brazos el cadáver de la perra, se volvió, y caminó hacia la casa. Gregory se quedó donde estaba, con la cabeza y el corazón intranquilos. Se sobresaltó de pronto. Unos pasos se acercaban. Era Bert Neckland. —¿Y? ¿El fantasma mató a la perra? —Mató a la perra, ciertamente, pero era algo mucho más terrible que un fantasma. —Era un fantasma, señorito. Vi muchos en mi vida. No les tengo miedo a los fantasmas, ¿usted si? —Sin embargo, usted parecía bastante asustado en los establos, hace un minuto. El campesino se llevó los puños a las caderas. Tenía sólo dos años más que Gregory y era un joven rechoncho, de cara encendida, y una nariz roma que le daba a la vez un aire de comedia y de amenaza. —¿Sí, señorito Gregory? Bueno, usted también tiene un aspecto raro ahora. —Estoy asustado, y no me importa admitirlo. Pero sólo porque esto que vino es mucho más espantoso que cualquier espectro. Neckland se acercó un poco más a Gregory. —Si tiene tanto miedo, quizá no vuelva usted por la granja en el futuro. —Todo lo contrario. Gregory echó a andar hacia la luz, pero el hombre le cerró el camino. —Si yo fuera usted, no vendría —dijo y apoyó la frase hundiendo un codo en la chaqueta de Gregory—. Y recuerde que Nancy tenía interés mucho antes que usted llegara, señorito. —Oh, era eso. Me parece que Nancy puede decidir ella misma quien le interesa, ¿no le parece? —Yo le estoy diciendo en quién está interesada, ¿entiende? Y será mejor que no lo olvide, ¿entiende?—Subrayó el discurso con otro codazo. Gregory lo apartó colérico. Neckland se encogió de hombros y se alejó diciendo:— Las pasará peor que con un fantasma si sigue viniendo. Gregory se quedó allí, inmóvil. El hombre había hablado con una violencia contenida, y eso quería decir que había estado alimentando odio durante un largo tiempo. No sospechando nada, Gregory se había mostrado siempre cordial y había atribuido la hosquedad de Neckland a torpeza mental, recurriendo a toda su vocación socialista para salvar esa barrera. Pensó un momento en seguir a Neckland y tratar de resolver el conflicto, pero eso parecería sin duda un signo de debilidad. Siguió en cambio el camino que había tomado el granjero con el cadáver de la perra y fue hacia la casa. Aquella noche, Gregory Rolles llegó de vuelta a Cottersall demasiado tarde para encontrarse con su amigo Fox. A la noche siguiente hacía tanto frío que Gabriel Woodcock, el habitante más viejo del pueblo, profetizó que nevaría antes que el invierno terminara (una profecía no aventurada que se cumpliría antes de las cuarenta y ocho horas, impresionando así sobremanera a todos los aldeanos, a quienes les gustaba impresionarse y exclamar y decir: \"Bueno, nunca lo hubiera creído\") Los dos amigos prefirieron encontrarse en El Caminante, donde el fuego ardía más vivamente, aunque la cerveza era más débil, que en Los tres cazadores furtivos del otro extremo del pueblo. Sin omitir ninguna circunstancia dramática, Gregory relató los acontecimientos del día anterior, aunque se salteó la belicosidad de Neckland. Fox escuchó fascinado, descuidando la cerveza y la pipa. —Así son las cosas, Bruce —concluyó Gregory—. En ese estanque profundo acecha un vehículo de algún tipo, el mismo que vimos en el cielo. Y en él vive una criatura invisible de torcidas intenciones. Temo por la suerte de mis amigos, como puedes imaginar. ¿Te parece que debiéramos contárselo a la policía? —Estoy seguro de que no seria ninguna ayuda para los Grendon que el viejo Farrish anduviese por allí tambaleándose de un lado a otro —dijo Fox refiriéndose al representante local de la ley. Chupó un rato la pipa y luego bebió un largo trago del vaso—. Pero no estoy seguro, en cambio, de que hayas sacado las conclusiones exactas, Greg. Entiende que no pongo en duda los hechos, por más asombrosos que parezcan. Quiero decir que de algún modo todos estamos esperando visitas celestiales. Las luces de gas y electricidad que están iluminando las ciudades del mundo tienen que haber sido una señal para muchas naciones del espacio. Ahora saben allá arriba que nosotros también somos civilizados. Pero quisiera saber si nuestros visitantes le han hecho daño a alguien, deliberadamente. Casi me ahogan y mataron a la pobre Cuff. No veo adónde vas No se presentaron de un modo amistoso, ¿no es cierto? —Piensa en qué situación se encuentran. Si vienen de Marte o de la Luna, sabemos que esos mundos son totalmente distintos al nuestro. Deben de estar aterrorizados. Y no creo que puedas llamar acto inamistoso al hecho de que hayan querido entrar en tu bote. El primer acto inamistoso fue tuyo, cuando golpeaste con el remo. Gregory se mordió los labios. Tenia que darle la razón a Bruce. —Estaba asustado. —Y quizá mataron a Cuff porque ellos también estaban asustados. Al fin y al cabo, la perra los atacó, ¿no es así? Me dan pena esas criaturas, solas en un mundo hostil. —¿Pero por qué dices \"esas criaturas\"? Hasta ahora sólo apareció una sola, me parece. —Atiende un momento, Greg. Has abandonado por completo tu actitud inteligente de antes. Preconizas ahora la muerte de todas las cosas, en vez de tratar de hablar con ellas. ¿Recuerdas cuando hablabas de mundos habitados por socialistas? Trata de imaginar que estos seres son socialistas invisibles y verás cómo te parecerá más fácil tratar con ellos. Gregory se acarició la barbilla. Reconocía en su interior que las palabras de Bruce Fox lo habían impresionado mucho. Había permitido que el pánico lo dominara, y como resultado se había comportado tan inmoderadamente como un salvaje de algún rincón perdido del Imperio frente a la aparición de la primera locomotora de funcionamiento a vapor. —Será mejor que vuelva a la granja y ponga todo en orden—dijo—. Si esas cosas necesitan ayuda, la tendrán. —Eso es. Pero trata de no pensar en ellas como \"cosas\". Piensa en ellas como si fuesen... ya sé, aurigas. —Aurigas. Pero no te creas tan superior, Bruce. Si tú hubieses estado en ese bote... —Ya lo sé, querido Greg. Me hubiera muerto de miedo. —Luego de este monumento de tacto, Fox continuó:—Haz como dices. Vuelve allá, y pon todo en orden tan pronto como puedas. Estoy impaciente por conocer la nueva entrega de este misterio. No hubo nunca nada parecido, desde Sherlock Holmes. Gregory Rolles regresó a la granja. Pero los arreglos de que había hablado con Bruce se retrasaron más de lo esperado. Esto se debió, principalmente, a que los aurigas parecían haberse instalado en paz en el nuevo hogar, luego de los problemas del primer día. No habían vuelto a salir del estanque, o así le parecía a Gregory, o por lo menos no habían provocado nuevas dificultades. El joven graduado lo lamentaba de veras, pues se había tomado muy en serio las palabras de su amigo, y estaba dispuesto a probar qué benevolente y comprensivo era con estas extrañas formas de vida. Al cabo de algunos días empezó a pensar que los aurigas debían de haberse ido, tan inesperadamente como habían llegado. Luego un incidente menor le probó que no era así, y aquella misma noche, en su cuarto bien abrigado, sobre la panadería, le escribió a su corresponsal de Worcester Park, Surrey. Querido señor Wells: Debo disculparme por no haberle escrito antes, pero no había nuevas noticias acerca del asunto de la granja Grendon. Hoy, sin embargo, ¡los aurigas se mostraron otra vez! Aunque esto de \"se mostraron\" quizá no sea un término apropiado para criaturas invisibles. Nancy Grendon y yo estábamos en la huerta dando de comer a las gallinas. Hay todavía mucha nieve, y todo es muy blanco. Cuando las aves se acercaban corriendo a la batea de Nancy, note que algo se movía en el otro extremo de la huerta. No era más que un poco de nieve, que caía de la rama de un manzano, pero el movimiento atrajo mi atención y entonces vi una procesión de nieve que caía y venía hacia nosotros de árbol en árbol. Las hierbas son altas allí, y pronto advertí que un agente desconocido apartaba los tallos. Le hice notar a Nancy el fenómeno. El movimiento en las hierbas se detuvo a unos pocos metros. Nancy parecía realmente asustada, pero yo estaba decidido a mostrarme como un verdadero británico Me adelanté y dije: \"¿Quién es usted? ¿Qué quiere? Somos sus amigos, si viene usted amistosamente \". No hubo respuesta. Di otro paso adelante, las plantas se abrieron de nuevo a los lados y me pareció que los pies de la criatura debían de ser grandes. Entonces, y por el movimiento de las hierbas, descubrí que la criatura había echado a correr. Le grité y corrí detrás. Las pisadas desaparecieron del otro lado de la casa, y no pude ver ninguna huella en el barro helado del patio. Pero el instinto me empujo hacia adelante, y dejando atrás el granero me acerqué a la laguna. Entonces vi allí; sin ninguna duda, como el agua barrosa se levantaba recibiendo un cuerpo que se deslizaba lentamente. Unas astillas de hielo se apartaron cerca de la orilla inclinándome hacia adelante pude ver donde desaparecía aquel ser extraño. Hubo una agitación en el agua, y nada más. La criatura, era indudable, había bajado, zambulléndose, al misterioso vehículo de las estrellas. Estas cosas o gentes —no sé cómo llamarlas deben de ser acuáticas. Quizá vivan en los canales del planeta rojo. Pero imagíneselo, señor ¡una humanidad invisible! La idea es tan maravillosa y fantástica que parece arrancada de algún capítulo de su libro La máquina del tiempo. Envíeme por favor sus comentarios, y crea usted en mi cordura y en la precisión de mis informes. Amistosamente suyo Gregory Rolles Gregory no contó sin embargo, que Nancy se había abrazado a él más tarde, en el calor de la sala, y le había confesado que tenía miedo. Y Gregory había rechazado la idea de que estos seres fueran hostiles y había visto admiración en los ojos de la muchacha. Al fin y el cabo, pensó entonces, Nancy era una joven realmente bonita, y quizá valía la pena desafiar las iras de aquellos dos hombres tan diferentes: Edward Rolles, su padre, y Bert Neckland, el campesino. El tema del rocío maloliente se discutió una semana más tarde, a la hora del almuerzo. Gregory había ido otra vez a la granja pretextando que quería mostrarle al señor Grendon un artículo sobre electricidad. Grubby fue el primero en mencionar el tema delante de Gregory. Grubby y Bert Neckland eran toda la fuerza laboral con que contaba Joseph Grendon, pero mientras que a Neckland (suficientemente civilizado según el consenso general) se le permitía alojarse en la casa y tenía un cuarto en el altillo, Grubby, en cambio, dormía en un cuartito de adobe muy alejado del edificio principal de la granja. La miserable choza, que Grubby dignificaba llamándola \"mi casa\", se alzaba del otro lado de la huerta de modo que los ocupantes de los establos arrullaban con sus gruñidos el Sueño del rústico. —Nunca tuvimos un rocío así, señor Grendon —dijo Grubby, con tono firme, y Gregory pensó que el hombre ya debía de haber dicho algo parecido, en las horas de la mañana, Grubby nunca se aventuraba a decir nada original. —Pesado como un rocío del otoño —replico el granjero, como si continuara una discusión. Siguió un silencio, interrumpido sólo por una masticación general y los largos sorbos de Grubby, mientras todos se abrían paso entre vastos platos de conejo cocido y cereales. —No es un rocío común —dijo Grubby al cabo de un rato. —Huele a renacuajos —dijo Neckland—. O a agua estancada y podrida. Más masticación. —Debe de tener relación con el estanque —dijo Gregory—. Algún fenómeno raro de evaporación. Neckland resopló. Desde la cabecera de la mesa el granjero interrumpió sus operaciones de carga y descarga para apuntar con un tenedor a Gregory. —En eso quizá tenga usted razón. Y le diré por qué. Ese rocío ha caído sólo en nuestra propiedad. A un metro del otro lado de la cerca el camino está seco. Seco como un hueso. —Así es, señor —convino Neckland—. Yo mismo vi que el campo del este estaba todo mojado y que en el helecho del prado no había caído una gota. Es raro de veras. —Digan ustedes lo que quieran, yo nunca vi un rocío así —dijo Grubby, y pareció que había resumido los sentimientos de todos. El extraño rocío no cayó otra vez. Era un tópico de conversación limitado, y aun en la granja donde no había mucho de que hablar, se lo olvidó en unos Pocos días. Pasó el mes de febrero, ni mejor ni peor que otros febreros, y concluyó con pesadas tormentas de lluvia. Llegó marzo, dejando entrar en los campos una helada primavera. Los animales de la granja comenzaron a parir sus crías. Los nuevos animales llegaban en cantidades asombrosas, como para destruir las ideas del granjero sobre la esterilidad de su tierra. — ¡Nunca vi nada parecido! —le dijo Grendon a Gregory. Gregory no había visto nunca tampoco al taciturno granjero tan excitado. Grendon tomó al joven por el brazo y lo llevó al granero. Allí Trix, la cabra, estaba tendida en el suelo con un grupo de tres cabritos de color castaño y blanco amontonados en el flanco, mientras que un cuarto se alzaba temblando sobre las patas ahusadas. —¡Cuatro! ¿Has oído hablar alguna vez de una cabra que tuviera cuatro crías? Será bueno que escriba usted a los periódicos de Londres, Gregory. Pero espere a que vayamos a la porqueriza. Los chillidos que venían de las porquerizas eran más fuertes que de costumbre. Mientras descendían por el sendero, Gregory alzó los ojos hacia los olmos, de contornos verdes, y creyó descubrir una nota siniestra en los chillidos algo histérico que estaba relacionado de algún modo con el ánimo de Grendon. Los cerdos de Grendon eran de todo color, con preponderancia de animales negros. Comúnmente tenían camadas de unos diez lechones. Ahora no había ningún animal que no hubiese tenido por lo menos catorce crías. Alrededor de una cerda enorme y negra correteaban dieciocho cerdos pequeños. El ruido era tremendo, y mirando el enjambre de vida Gregory se dijo que era un disparate imaginar ahí algo sobrenatural. Sabía tan poco de la vida en las granjas. Luego de haber almorzado con Grendon y los hombres—la señora Grendon y Nancy habían ido al pueblo en el carro— Gregory fue a dar una vuelta sintiendo aún una honda y (se dijo) insensata inquietud. El sol de la tarde era pálido y no penetraba muy profundamente en las aguas del estanque. Sin embargo, mientras Gregory, de pie junto al establo de los caballo, miraba pensativamente el agua, vio de pronto que el estanque era un hervidero de renacuajos y ranas. Se acercó un poco más. Innumerables criaturas minúsculas nadaban animando el agua estancada. Un coleóptero salió de pronto de las profundidades y se apoderó de un renacuajo. Los renacuajos proporcionaban también alimento a los dos patos que nadaban con sus crías en los juncales del otro extremo del tanque. ¿Y cuántas crías tenían los patos? Una armada de patitos desfilaba entre las cañas. Durante un minuto Gregory se quedó allí, titubeando, y al fin volvió lentamente sobre sus pasos. Cruzó el patio hacia el cobertizo y ensilló a Daisy. Montó y se alejó sin despedirse de nadie. Cuando llegó a Cottersall fue directamente. a la plaza del mercado. Vio allí el carro de los Grendon, con el pony de Nancy, Hetty, entre las varas, frente a una tienda de víveres. La señora Grendon y Nancy salían en ese momento. Echando pie a tierra, Gregory llevó a Daisy por la brida y saludó a las mujeres. —Íbamos a visitar a mi amiga la señora Edwards y a sus hijas —dijo la señora Grendon. —Si usted fuera tan amable, señora Grendon, yo le agradecería que me dejase hablar en privado con Nancy. Su casera, la señora Fenn, tiene una salita en la trastienda y sé que ella nos dejaría hablar allí. Sería completamente respetable. —Me importa poco lo respetable. Que la gente piense lo que quiera, como digo siempre. Sin embargo, la señora Grendon se quedó meditando un rato. Nancy, Junto a su madre, bajaba los ojos. Gregory la miró y le pareció que la veía por primera vez Bajo el abrigo azul, de forro de piel, Nancy llevaba su vestido ajedrezado, naranja y castaño, y se había puesto un bonete en la cabeza. La piel de la cara era rosada y delicada como piel de durazno, y las largas pestañas le ocultaban los ojos oscuros. Los labios eran firmes, pálidos, bien dibujados, y se le plegaban delicadamente en las comisuras. Gregory se sentía como un ladrón, contemplando a hurtadillas la belleza de Nancy mientras ella no miraba. —Iré a visitar a la señora Edwards —dijo al fin Marjorie Grendon—. No me importa lo que hagan ustedes dos siempre que se comporten decentemente...Pero me importará, recuérdenlo, si no llegan a casa de la señora Edwards dentro de media hora. Nancy, ¿me has oído? —Sí, mamá. La panadería estaba en la calle próxima. Gregory metió a Daisy en el establo y entró con Nancy en la sala por la puerta de atrás. En esta hora del día, el señor Fenn descansaba en el primer piso y su mujer cuidaba la tienda, de modo que la salita estaba vacía. Nancy se sentó muy derecha en una silla y dijo: —Bueno, Gregory, ¿de qué se trata? Qué ocurrencia arrancarme así de mi madre en medio del pueblo. —Nancy, por favor tenia que verte. Nancy frunció los labios. —Pues vas a la granja bastante a menudo y no he notado allí que tuvieras mucho interés en verme. —Qué disparate. Siempre voy para verte, sobre todo en estos últimos tiempos. Además tú estás más interesada en Bert Neckland, ¿no es cierto? — ¡Bert Nechland! ¿Por qué he de estar interesada en ese hombre? Aunque no sería asunto tuyo si me interesara. —Es asunto mío, Nancy. ¡Te quiero, Nancy! Gregory no había pensado en declararse de este modo, pero ahora ya era tarde y atacó a fondo cruzando el cuarto y arrojándose a los pies de Nancy y tomándole las manos. —Nancy, querida Nancy, dime que te gusto un poco. Anímame de algún modo. —Eres un caballero muy fino, Gregory, y te tengo cariño, claro está, pero... —¿Pero? Nancy obsequió otra vez a Gregory bajando los ojos. —Tu posición social es muy distinta de la mía y además... bueno, tú no haces nada. Gregory se quedó mudo de sorpresa. Con el egoísmo natural de la juventud, no había pensado que Nancy pudiera rechazarlo con ninguna objeción seria, pero ahora descubría la verdad de su propia posición, por lo menos tal como la muchacha la veía. Nancy... yo... bueno, es cierto que puede parecerte que ahora no trabajo. Pero leo y estudio mucho aquí y me escribo con mucha gente famosa del mundo. Y estoy a punto de tomar una decisión muy importante acerca de mi carrera futura. Te aseguro que no soy un haragán, si es eso lo que piensas. —No, no pienso eso. Pero Bert dice que pasas muchas noches bebiendo en El caminante. —Ah, Bert lo dice, ¿eh? ¿Y qué puede interesarle a Bert que yo vaya a El caminante? ¿Qué puede interesarte a ti además? Condenado impertinente... Nancy se puso de pie. —Si no tienes otra cosa que decir además de un montón de juramentos iré a encontrarme con mi madre, si me lo permites. —Oh, Dios. Estoy confundiéndolo todo. —Gregory tomó a Nancy por la muñeca—Escúchame, querida Sólo te pido una cosa: que trates de verme desde una perspectiva favorable. Y que me permitas decir algo de la granja. Están ocurriendo cosas raras y no me gusta saber que pasas allí la noche. Todas esas criaturas que nacen, todos esos cerditos... ¡es sobrenatural! —Pues a mi padre no le parece sobrenatural, y a mi tampoco. Papá trabaja mucho, y ha criado muy bien a sus animales, y eso lo explica todo. No hay mejor granjero en muchos kilómetros a la redonda. —Oh, por supuesto, es un hombre maravilloso. Pero no fue él quien puso siete u ocho huevos en un nido de gorrión, ¿no es cierto? No fue él quien echó tantos renacuajos y mosquitos en el estanque. Este año hay algo raro en la granja, Nancy, y quiero protegerte. Gregory hablaba muy seriamente, advirtió Nancy, y además estaba muy cerca, y le apretaba ardientemente la mano. —Querido Gregory —dijo la muchacha algo ruborizada—, no sabes nada de la vida en el campo, a pesar de todos tus libros, pero me agrada que te preocupes. —Siempre me preocuparás, Nancy, hermosa criatura. — ¡Me harás enrojecer! —Sí, por favor, enrojece, pues así pareces más hermosa. Gregory abrazó a la muchacha, y cuando ella alzó la cabeza, mirándolo, la acercó aún más y la besó fervientemente. —¡Oh, Gregory! ¡Oh, Gregory! ¡Mamá está esperándome! —Otro beso. No te irás si no me das otro beso. Gregory la besó y se quedó junto a la puerta temblando de excitación. Nancy salió, susurrando: —Ven a vernos pronto. —Con el mayor de los placeres—dijo Gregory. Pero en la próxima visita hubo más miedo que placer. Cuando Gregory llegó a la granja, el carro estaba en el patio cargado con cerdos que chillaban. El granjero y Neckland trabajaban alrededor. —Tengo la oportunidad de obtener una ganancia rápida, Gregory —dijo el granjero animadamente—. Las marranas no alcanzan a alimentar a todos estos, pero los lechones son estimados en Norwich. Bert y yo los llevaremos al tren de Heigham. —¡Han crecido mucho desde la última vez! —Ah, sí. Un kilo por día. Bert, será mejor traer una red y echarla sobre el carro o se escaparán. ¡Cómo se mueven! Los dos hombres fueron hacia el granero, chapoteando. Algo aplastó el barro detrás de Gregory. Se volvió. En el estercolero, entre el establo y el carro, aparecieron las huellas de unas pisadas: dos huellas paralelas. Parecían imprimirse solas en el barro. Gregory sintió un escalofrío de terror sobrenatural y no se movió Las huellas se acercaron y un color gris perlado se extendió de algún modo sobre la escena. El caballo se agitó, intranquilo Las huellas llegaron al carromato, que crujió levemente, como si alguien se hubiese trepado encima. Los cerdos chillaron, aterrorizados. Uno de ellos escapó saltando por arriba de las tablas. Siguió un terrible silencio. Gregory seguía inmóvil, paralizado. Oyó un raro ruido de succión en el carro, pero no podía apartar los ojos de las huellas barrosas. No eran las huellas de un hombre sino de algo que arrastraba unos pies parecidos a las aletas de una foca. De pronto recobró la voz: —¡Señor Grendon! —gritó. Sólo cuando el granjero y Bert llegaron corriendo desde el granero, se atrevió a mirar el carro. Un último animal parecía estar desinflándose rápidamente como un globo de goma. Al fin el cuero fláccido cayó entre las pieles de los otros animales: un montón de sacos vacíos. El carro crujió. Algo chapoteó pesadamente cruzando el patio, hacia el estanque. Grendon no vio nada. Había corrido al carro y miraba alelado los cueros de los cadáveres. Neckland miraba también y al fin dijo: —¡Alguna enfermedad que los atacó de pronto! ¡Seguramente una de esas enfermedades nuevas que vienen del continente de Europa! —No es una enfermedad —dijo Gregory. Apenas podía hablar. Acababa de descubrir que en los cadáveres no había huesos—. No es una enfermedad. Miren el cerdo que está todavía vivo. Señaló el cerdo que había saltado del carro. Se había quebrado una pata y ahora yacía en la zanja a unos pocos metros, jadeando. El granjero se acercó y lo levantó. —Escapó a la enfermedad saltando —dijo Neckland— Señor Grendon, será mejor que vayamos a la porqueriza a ver cómo están los otros. —Ah, sí, quedan esos —dijo Grendon. Le alcanzó el animal a Gregory, muy serio—. No vale la pena llevar uno solo al mercado. Le diré a Grubby que desenganche el caballo mientras, podrías llevarle esta criatura a Marjorie. Por lo menos comeremos cerdo asado mañana a la noche. —Señor Grendon, esto no es una enfermedad. Llame al veterinario de Heigham para que examine los cadáveres. —No me digas cómo he de gobernar mi granja, muchacho. Ya tengo bastantes dificultades. Gregory, sin embargo, no podía mantenerse apartado. Tenía que ver a Nancy y observar además lo que ocurría en la granja. Luego del horrible incidente de los cerdos a mañana siguiente, recibió una carta de su muy admirado corresponsal, el señor H.G. Wells, que decía en uno de sus párrafos: En el fondo, no me siento ni optimista ni pesimista ante las situación. Me inclino a creer que estamos en el umbral de una época de espléndidos progresos; no hay duda de que esta época está ya a nuestro alcance. Tal vez estemos incluso próximos al \"fin del mundo\", tal y como anuncian los más sombríos profetas de fin de siglo. No me sorprendería oír que tan decisivo suceso está ya comenzando en una granja perdida cerca de Cottersall, en Norfolk, de un modo desconocido para todo el mundo, excepto para nosotros dos. No crea que no me siento aterrado por ello, aunque no pueda evitar que algo exclame en mí: \"¡Qué gran broma!\" En otras circunstancias esta carta hubiera excitado sobremanera a Gregory. Demasiado preocupado, se la metió en un bolsillo de la chaqueta y salió a ensillar a Daisy. Poco antes del almuerzo logró robarle un beso a Nancy y le plantó otro en la mejilla encendida mientras la muchacha estaba atareada en el horno de la cocina. Aparte de esto, no hubo ese día otras cosas agradables. Grendon había observado que la extraña enfermedad no había atacado a ningún otro cerdo y estaba ahora más tranquilo, aunque pensaba que la peste podía atacar de nuevo. Mientras, había ocurrido otro milagro. En los pastizales más bajos, en un cobertizo en ruinas, Grendon guardaba una vaca que esa noche había tenido cuatro terneros. No esperaba que el animal viviera, pero los terneros estaban bien, y Nancy los alimentaba con botellas de leche. El granjero se había pasado en pie toda la noche, cuidando a la vaca, y se sentó cansadamente a la cabecera de la mesa en el momento en que la señora Grendon traía de la cocina la fuente con el cerdo asado. Pronto descubrieron que el animal era incomestible. Todos dejaron caer los cubiertos. La carne tenía un sabor amargo y repugnante, y Neckland hizo el primer comentario. — ¡La enfermedad! —gruñó—. Este animal tenía también la enfermedad. Si lo comiéramos moriríamos todos en una semana. Tuvieron que contentarse con un refrigerio de carne asada, queso y cebollas, alimentos todos poco adecuados para el estado de la señora Grendon. La mujer se retiro escaleras arriba, diciéndose que había fracasado como cocinera, lloriqueando. Nancy corrió tras ella para consolarla. Luego de la desanimada comida, Gregory le habló a Grendon. —He decidido ir mañana a Norwich, donde pasaré unos días. Usted tiene problemas aquí, me parece. ¿No quiere que le atienda algún asunto en la ciudad? ¿No quiere que le busque un veterinario? Grendon le palmeó el hombro. —Sé que tienes buenas intenciones y te lo agradezco. Pero no te das cuenta, parece, que los veterinarios cuestan dinero, y luego cuando están aquí no son una gran ayuda. —Entonces permítame que haga algo por usted, Joseph, como retribución por sus atenciones. Permítame que traiga un veterinario de Norwich, a mi cargo, sólo para que eche una ojeada, nada más. —Qué terco eres, muchacho. Te diré lo que decía mi padre: si tropiezo en mis tierras con alguien a quien no he llamado sacaré la escopeta y le descargaré una andanada, como hice con aquel par de vagabundos el año pasado. ¿He sido claro? —Creo que sí. —Entonces me iré a ver la vaca. Y no te preocupes por lo que no entiendes. La visita a Norwich —un tío de Gregory tenia una casa en la ciudad— le llevó la mayor parte de la semana. Mientras recorría el abrupto camino que unía Cottersall y la granja de los Grendon, Gregory observó con sorpresa y aprensión que el campo había cambiado mucho en los últimos días. Había hojas nuevas en todos los árboles, y aun el soto parecía un sitio más alegre. Pero cuando se acercó a la granja notó que la vegetación había crecido demasiado. Los saúcos y matorrales casi ocultaban los edificios. Gregory llegó a pensar que la granja se había desvanecido misteriosamente, y espoleando a Daisy vio que el molino negro emergía detrás de unos arbustos. Los pastos eran muy altos en los prados del sur. Aun los olmos parecían más densos que antes y se alzaban amenazadoramente por encima de la casa. Los cascos de Daisy resonaban en las maderas del puentecito y Gregory vio más allá del portón del patio unas ortigas enormes y velludas que se amontonaban junto a las zanjas. Los pájaros iban en bandadas de un lado a otro. Sin embargo, Gregory tenía una impresión de muerte más que de vida. Una pesada quietud dominaba el lugar, como si una maldición hubiese eliminado el ruido y la esperanza. Gregory comprendió que esto se debía en parte a que Lardie, la perra ovejera que había reemplazado a Cuff, no corría ladrando por el patio cada vez que llegaban visitas. El patio estaba desierto. Aún las gallinas habían desaparecido. Cuando Gregory llevó a Daisy a los establos vio allí un caballo manchado y reconoció el animal del doctor Crouchron. La ansiedad de Gregory cobró caracteres más definidos. Como no había sitio en el establo llevó a Daisy hasta el pilar, a orillas del estanque, y la ató allí antes de ir a la casa. La puerta principal estaba abierta. Unos deformes dientes de león crecían invadiendo el porche. La madreselva, bastante rala hasta hacía poco tiempo, se apretaba ahora contra las ventanas más bajas. Gregory advirtió un movimiento en las hierbas y miró hacia abajo apartando la bota de montar. Un sapo enorme asomó bajo la maleza con una víbora en la boca, y miró a Gregory como preguntándose si el hombre le envidiaba o no el botín. Estremeciéndose, Gregory entró rápidamente en la casa. Unos sonidos apagados llegaban desde el primer piso. La escalera rodeaba la chimenea maciza, y una puerta con aldabón la separaba de los cuartos bajos. Gregory no había estado nunca arriba, pero no titubeó. Abrió la puerta y subió por los escalones oscuros y casi en seguida tropezó con un cuerpo. Era un cuerpo suave, y reconoció en seguida a Nancy: La muchacha lloraba de pie en la oscuridad. Cuando Gregory la abrazó llamándola en voz baja, la muchacha se libró de él y corrió escaleras arriba. Gregory podía oír ahora más claramente los ruidos que venían del primer piso, aunque no escuchaba. Nancy alcanzó la puerta que se abría en el descanso, se precipitó en el cuarto y se encerró. Cuando Gregory probó el pestillo, oyó que Nancy echaba el cerrojo. —¡Nancy! —llamó—. ¡No te ocultes de mí! ¿Qué ha ocurrido? La muchacha no respondió. Gregory se quedó apoyado en el marco, esperando, y al rato se abrió la puerta de la habitación de al lado y el doctor Crouchron salió apretando una valijita negra. Era un hombre alto y sombrío, de cara arrugada, y asustaba de tal modo a los pacientes que muchos de ellos seguían estrictamente las prescripciones y se curaban en seguida. Aún aquí llevaba aquel sombrero de copa que tanto había contribuido a su fama en la vecindad. —¿Qué ha pasado, doctor Crouchron? —preguntó Gregory cuando el médico cerró la puerta y comenzó a bajar las escaleras—. ¿Qué ha atacado a esta casa? ¿La plaga o alguna otra cosa terrible? —¿La plaga, joven, la plaga? No, es algo mucho menos natural. El médico miró a Gregory con la cara muy tiesa, como prometiéndose no mover otra vez un músculo hasta que le preguntaran lo obvio. — ¿Por qué lo llamaron, doctor? La hora de la señora Grendon llegó esta noche—dijo el médico. Gregory se sintió inundado por una marea de alivio. ¡Había olvidado a la madre de Nancy! —¿Tuvo su bebé? ¿Fue un niño? El médico asintió con lentos movimientos de cabeza. —Dio a luz a dos niños, joven—Titubeó, torció la cara, y dijo: — Dio a luz también a siete niñas. ¡Nueve criaturas! Y todos... todos viven. Gregory encontró a Grendon afuera, del otro lado de la casa. El granjero llevaba al hombro un horcón cargado de heno y caminaba hacia el establo. Gregory le salió al paso, pero el hombre no se detuvo. —Quiero hablarle, Joseph. —Tengo mucho trabajo. Lástima que no te des cuenta. —Quiero hablarle de su mujer. Grendon no replicó. Dejó caer el heno, bruscamente, y se volvió a buscar más. Era difícil hablar en esas condiciones. Las vacas y los terneros, apretados en el establo, parecían emitir un mugido perpetuo y grave, y unos gruñidos nada propios de la especie. Gregory siguió al granjero hasta el campo, pero el hombre caminaba como un poseso. Tenía los ojos hundidos, y la boca tan apretada que casi no se le veían los labios. Gregory le puso una mano en el brazo y el granjero se soltó con un movimiento. Recogiendo otra horcón de heno se volvió hacia los cobertizos tan violentamente que Gregory tuvo que saltar a un costado. Gregory perdió la cabeza. Siguió a Grendon hasta el establo, cerró los batientes bajos de las puertas, y echó el cerrojo exterior. Cuando Grendon volvió, Gregory se le puso delante. —Joseph, ¿qué le ha pasado? Parece que ya no tuviera usted corazón. ¿No se le ocurre pensar que su mujer lo necesita en la casa? El granjero volvió hacia Gregory unos ojos curiosamente inexpresivos. Al fin habló, sosteniendo la horquilla con ambas manos, como un arma. —He estado con ella toda la noche mientras traía al mundo esos niños... —Pero ahora... —Una enfermera de Derham Cottages está con ella. Me pasé la noche a su lado. Ahora he de cuidar la granja... Todo sigue creciendo. Todo crece demasiado. Deténgase y piense... —No tengo tiempo para charlas. Grendon dejó caer la horquilla, hizo a un lado a Gregory, alzó el cerrojo, abrió la puerta. Tomando fuertemente a Gregory por el antebrazo empezó a empujarlo por los macizos de vegetación hacia los prados del sur. Las lechugas tempranas habían alcanzado allí un tamaño gigantesco. Todo brotaba impetuosamente. Grendon corrió entre las líneas de plantas, arrancando puñados de rábanos, zanahorias, cebollas de primavera, y arrojándolos por encima del hombro. —Mira, Gregory... nunca has visto nada de este tamaño, ¡y todo antes de tiempo! La cosecha será extraordinaria. ¡Mira los campos! ¡Mira la huerta!—señaló con un amplio ademán las líneas de árboles, cargados de capullos blancos y rosados—. No sé qué ocurre, pero vamos a sacarle provecho. Quizá no se repita otro año... ¡Parece un cuento de hadas! El granjero no dijo más. Dio media vuelta, como si se hubiera olvidado ya de Gregory, y con los ojos fijos en el suelo, que de pronto parecía tan fértil, caminó de vuelta a los cobertizos. Nancy estaba en la cocina. Neckland le había traído un balde de leche fresca, y la muchacha estaba tomando unos sorbos de un cucharón. —Oh, Greg, perdona que me haya escapado. Estaba tan trastornada—Nancy se acercó a Gregory, y sin soltar el cucharón le pasó los brazos por encima de los hombros, con una familiaridad que no había mostrado antes— Pobre mamá, creo que la ha trastornado eso de... eso de tener tantos chicos. Dice unas cosas muy raras que nunca oí, y me parece que se imagina que es de nuevo una niña. —No me asombra —dijo Gregory, acariciándole el pelo—. Se sentirá mejor una vez que se recobre del shock. Se besaron, y al cabo de un momento la muchacha le ofreció a Gregory un cucharón de leche. Gregory bebió y escupió en seguida, con repugnancia. —¡Agg! ¿Qué le han puesto a esta leche? ¿Neckland querrá envenenarte? ¿La has probado? ¡Es amarga como hiel! Nancy lo miró sorprendida. —Tiene un sabor un poco raro, pero no es desagradable. Déjame probar otra vez. —No, es demasiado horrible. Parece que le hubieran echado linimento del doctor Sloan. Nancy no prestó atención a las advertencias de Gregory, se llevó a los labios el cucharón de metal, sorbió, y meneó la cabeza. —Estás imaginándote cosas, Greg. Sabe un poco distinto, es cierto, pero nada más. ¿Te quedarás a comer con nosotros? —No, Nancy, tengo que irme. Me espera una carta que he de contestar hoy mismo. Llegó mientras yo estaba en Norwich. Escucha, mi encantadora Nancy, es una carta del doctor Hudson Ward, un viejo conocido de mi padre. Es director en una escuela de Gloucester, y me ofrece un puesto de maestro, en las mejores condiciones. ¡Ya ves que no estaré ocioso mucho tiempo! Riendo, Nancy se abrazó a Gregory. —¡Es maravilloso, querido! ¡Qué maestro tan atractivo serás! Pero Gloucester... queda en el otro extremo del país. Ya no vendrás nunca aquí. —No hay nada definitivo todavía, Nancy. —Estarás allí dentro de una semana, y no te volveremos a ver. Una vez que llegues a esa vieja escuela, ya no te acordarás de tu Nancy. Gregory tomó la cara de Nancy entre las manos. —¿Eres realmente mía? ¿Te importo realmente? Nancy entornó los ojos oscuros. —Greg, todo está tan confuso aquí... Quiero decir... si, me importas, me asusta pensar que quizá no te vea más. Un cuarto de hora más tarde, Gregory se alejaba montado en Daisy, muy contento, recordando las palabras que le había dicho Nancy... y sin pensar para nada en los peligros a que la había dejado expuesta. Lloviznaba ligeramente esa noche, mientras Gregory Rolles iba hacia El caminante. Su amigo Bruce Fox ya estaba en la taberna, sentado cómodamente en un abrigado rincón. Esta vez, Fox tenia más interés en proporcionar detalles acerca de la próxima boda de su hermana que en escuchar lo que Gregory quería decirle, y como al cabo de un rato llegaron algunos amigos del futuro cuñado, y se sucedieron las rondas de libaciones, la noche fue pronto despreocupada y alegre. Poco después, el aguardiente había animado también a Gregory, y se unió cordialmente a los otros. A la mañana siguiente despertó con la cabeza pesada y un humor lúgubre. El día era demasiado húmedo para salir y hacer un poco de ejercicio. Se sentó en un sillón junto a la ventana, sin decidirse a responder al doctor Hudson Ward, el director de la escuela. Somnoliento, volvió a un pequeño volumen encuadernado en cuero que había comprado en Norwich unos días antes y que trataba de serpientes. Al cabo de un rato, un pasaje le llamó particularmente la atención: \"La mayoría de las serpientes venenosas, con excepción de los opistoglifos, sueltan a sus victimas luego de haberles clavado los colmillos. En algunos casos las victimas mueren a los pocos segundos, y en otros la agonía se prolonga durante horas o días. La saliva de ciertas serpientes además de ser venenosa posee virtudes digestivas especiales. En la serpiente coral del Brasil, aunque no mide más de treinta centímetros de largo, estas virtudes son sobreabundantes. Cuando muerden a un animal o a un ser humano la victima muere en cuestión de pocos segundos, pero la saliva le disuelve además las partes interiores, de modo que hasta los mismos huesos se transforman en una jalea. De este modo la pequeña serpiente puede succionar a la victima como si ésta fuese una sopa o caldo por las incisiones que le ha practicado en la piel, que permanecerá intacta\". Pasó un largo rato, y Gregory se quedó sentado junto a la ventana con el libro abierto sobre las rodillas, pensando en la granja de Grendon, y en Nancy. Se reprochó a si mismo haber hecho tan poco por sus amigos y elaboró lentamente un plan de acción para la próxima visita. Pero tendría que esperar unos días. La humedad parecía haberse instalado en la región, con una firmeza desacostumbrada en esa época: últimos días de abril y primeros de mayo. Gregory trató de pensar en la carta que le escribiría al doctor Hudson Ward, en el condado de Gloucester. Sabía que debía aceptar el empleo, que en verdad no le desagradaba, pero no podría hacerlo hasta que viese a Nancy sana y salva. Al fin decidió postergar la respuesta hasta el día siguiente, y escribió entonces que le agradaría aceptar el puesto y con el sueldo convenido, pero suplicaba a la vez que le dieran una semana para pensarlo. Cuando llevó la carta a la estafeta de Los tres cazadores furtivos, aún seguía lloviendo. Una mañana la lluvia cesó de pronto, y los cielos azules y amplios de la Anglia Occidental brillaron otra vez, y Gregory ensilló a Daisy y cabalgó a lo largo del camino fangoso que había recorrido tantas veces. Cuando llegaba ya a la huerta, vio que Grubby y Neckland trabajaban en la zanja destapándola con unas palas. Los saludó y siguió adelante. Grendon y Nancy estaban en el terreno que se extendía al este de la casa. Gregory llevó la yegua al establo y fue lentamente hacia ellos, notando mientras caminaba qué seco estaba allí el terreno, como si no hubiese llovido en los últimos quince días. Pero olvidó en seguida el problema, sobresaltándose, horrorizado. Grendon estaba poniendo nueve crucecitas en nueve montones recientes de tierra. Nancy sollozaba. La muchacha y Grendon alzaron los ojos mientras Gregory se acercaba a las tumbas, pero el granjero volvió en seguida a sus tareas. —Oh, Nancy, Joseph. Lo siento tanto —exclamó Gregory—. Pensar que todos... ¿Pero dónde está el párroco? ¿Dónde está el párroco, Joseph? ¿Por qué está usted enterrándolos, sin servicio religioso ni nada? —¡Se lo dije, pero no me hizo caso! exclamó Nancy. Grendon había llegado a la última tumba. Tomó la tosca cruz de madera, la alzó por encima de su cabeza, y la clavó en el suelo como si quisiera traspasar el corazón de lo que había abajo. Sólo entonces se enderezó y habló. —No necesitamos aquí ningún párroco. No hay por qué perder tiempo. Tengo mucho trabajo. —¡Pero son sus hijos, Joseph! ¿Qué le ha pasado? —Son parte de la granja ahora, como lo fueron siempre. —Grendon se volvió recogiéndose aún más las mangas de la camisa en los brazos musculosos y partió rumbo a la zanja donde trabajaban los hombres. Gregory abrazó a Nancy y le miró, la cara bañada por las lágrimas. —¡Qué tremendos deben haber sido para ti estos últimos días! —Yo..., pensaba que te habías ido a Gloucester, ¡Greg! ¿Por qué no viniste? ¡Te esperé todos los días! —Llovía tanto y estaba todo inundado. —El tiempo ha sido hermoso desde que estuviste aquí. ¡Mira cómo ha crecido todo! —En Cottersall llovió a mares. — ¡Qué raro! Eso explica que el Oats traiga tanta agua y anegue la zanja. Aquí apenas ha lloviznado. —Nancy, ¿cómo murieron estos pobrecitos? —Preferiría no hablar de eso si no te importa. — ¿Por qué tu padre no ha llamado al párroco Landon? ¿Cómo puede ser tan duro? —No quiere que nadie de afuera se entere. Pues... oh, tengo que decírtelo, querido... Mamá... perdió la cabeza, ¡completamente! Anteayer a la noche cuando sacó al primero de ellos por la puerta de atrás... —No me estarás diciendo que ella... —Ay, Greg, ¡me lastimas los brazos! Mamá...mamá fue escaleras arriba sin que nos diéramos cuenta y... sofocó a todos los bebés uno por uno, Greg, con la mejor almohada de plumas... Gregory advirtió que Nancy perdía el color. Solícitamente, la llevó de vuelta a los fondos de la casa. Se sentaron allí, juntos, en el muro bajo de la huerta, y Gregory rumió en silencio las palabras de la muchacha. —¿Cómo está tu madre ahora, Nancy? —No habla. Papá tuvo que encerrarla en el cuarto. Anoche gritó mucho, pero esta mañana estaba más tranquila. Gregory miró aturdidamente alrededor. Le pareció que una luz moteada cubría todas las cosas, como si la sangre que le había vuelto a la cabeza le hubiera infectado la vista con un sarpullido. En los frutales los capullos habían desaparecido casi del todo, y en las ramas colgaban ya unas manzanas embrionarias. Las leguminosas se inclinaban bajo el peso de unas vainas enormes. Nancy siguió la dirección de la mirada de Gregory, y metiendo una mano en el bolsillo del delantal sacó unos rábanos brillantes y rojos, grandes como naranjas. —Prueba uno. Quebradizos, húmedos y tibios, como los mejores. Gregory aceptó distraídamente, mordió el globo tentador, y escupió en seguida. ¡Otra vez aquel sabor envilecido y amargo! —¡Oh, pero son magníficos! —protestó Nancy. —¿Ya no te basta decir \"algo raros\" y los llamas \"magníficos\"? Nancy, no te das cuenta? Algo sobrenatural y terrible está ocurriendo aquí. Lo siento, pero no veo otra salida. Tú y tu padre deben irse inmediatamente. —¿Irnos, Greg? ¿Sólo porque no te gusta el sabor de estos rabanitos magníficos? ¿Cómo podríamos irnos? ¿A dónde? ¿Ves esta casa? Mi abuelo murió aquí, y el padre de mi abuelo. Es nuestro sitio. No podemos dejarlo todo así porque si, ni siquiera luego de estas desgracias. Prueba otro rabanito. —Por amor de Dios, Nancy, ese sabor sólo podría satisfacer a un paladar completamente distinto del nuestro... Oh...—Gregory miró fijamente a la muchacha—Y quizá así es, Nancy. Te explicaré... Se interrumpió, separándose del muro. Neckland había aparecido en uno de los extremos de la casa y venía hacia ellos sucio todavía del barro de la zanja, con la camisa abierta y suelta. Traía en la mano una vieja pistola del ejército. —Dispararé si se acerca—dijo Neckland—. Esta pistola nunca falla, y está cargada, señorito Gregory. ¡Y ahora me escuchará! —¡Bert, aparte eso! —gritó Nancy. Se volvió hacia Neckland, pero Gregory la retuvo y se puso delante. —¡No sea idiota, Neckland! ¡Aparte esa pistola! —Dispararé, lo juro, dispararé si usted se mueve. —Neckland miraba a Gregory con ojos centelleantes y una expresión de resolución en la cara oscura—. Me jurará usted que se irá en seguidla de esta granja en esa yegua suya y que no vendrá jamás por aquí. —Iré a decírselo a mi padre, Bert —advirtió Nancy. —Si usted se mueve, Nancy, le aviso que le meteré una bala en la pierna a ese elegante amigo suyo. Además, poco le interesa ahora al padre de usted el señorito Gregory... Tiene otras preocupaciones. —¿Como descubrir qué ocurre aquí? —dijo Gregory—. Escuche, Neckland. Todos estamos en dificultades. Unos monstruitos horribles dominan la granja. Usted no los ve porque son invisibles, pero... La pistola atronó el aire. Mientras Gregory hablaba Nancy había echado a correr. Gregory sintió que la bala le traspasaba la tela del pantalón, sin tocarle la pierna. Furioso, se arrojó contra Neckland y lo golpeó duramente en el pecho, por encima del corazón. Cayendo hacia atrás. Neckland soltó la pistola y lanzó un puñetazo que no dio en el blanco. Gregory lo alcanzó otra vez. El o
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