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TEXTO:
-
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Infestación
Infestación
Autor:
BRIAN W. ALDISS
Fecha:
28 del 09 de 2008
Leido:
22859
Veces
He aquí lo que hizo Marigold Amery la mañana en que regresó el jaskiferianni de la familia Amery. Preparó el desayuno ..
[align=center:beecddac8a][font=Comic Sans MS:beecddac8a] [size=18:beecddac8a][color=red:beecddac8a] BRIAN W. ALDISS [/font:beecddac8a] [/size:beecddac8a] [/color:beecddac8a][/align:beecddac8a] [align=center:beecddac8a][font=Courier New:beecddac8a][color=brown:beecddac8a][size=18:beecddac8a] Infestación [/size:beecddac8a][/color:beecddac8a] [/font:beecddac8a][/align:beecddac8a] [font=Webdings:beecddac8a] [size=14:beecddac8a] [color=darkmagenta:beecddac8a] He aquí lo que hizo Marigold Amery la mañana en que regresó el jaskiferianni de la familia Amery. Preparó el desayuno para su madre, Doris Meszoly, que estaba postrada en cama, antes de ocupar su asiento a la cabecera de la mesa. La acompañaron en el desayuno su marido, Héctor Amery, y su hermana menor, Viola, viuda de Parkinson-Hill. Era sábado, de modo que ni Héctor ni Viola trabajaban. Marigold se acercó a dar un beso a Héctor cuando éste entró procedente de la piscina del jardín. Más tarde, fue de compras al supermercado del centro en el Porsche y se reunió con su amiga Mary-Rose Cargill para tomar un café. Regresó a casa, telefoneó a su hijo en Manchester y se sentó al sol en el jardín para leer El lobo estepario de Hesse por quinta vez. Había leído la novela por primera vez años atrás, en una traducción al español publicada en Buenos Aires; Marigold vivía por aquel entonces con un músico mayor que ella que le había enseñado muchas cosas. El libro de Hesse era una herencia del músico. Marigold leyó de nuevo las palabras del lobo estepario y su indiferencia ante la vida de los burgueses y aquel «último extremo de soledad que enrarece la atmósfera del mundo burgués» Qué cierto, pensó, y se preguntó por qué aquella amarga certeza la reconfortaba. Fue en ese momento cuando el jaskiferianni se materializó en su interior, casi derribándola del asiento con una fría dosis de sobresalto. —Entra, maldito veneno —dijo, como si murmurar una bienvenida hiciera menos irritante aquella violación de su intimidad. Para entonces, Marigold se sentía más intrigada que atemorizada por aquel ser. Se cubrió los ojos con una mano mientras partes frías de aquella cosa se deslizaban entre su conciencia. El ser la hizo levantarse y caminar por el jardín contemplando las plantas antes de arrojarla de nuevo al sillón. La mantuvo inmóvil allí durante media hora mientras ella trataba de susurrarle la 39 de Mozart pero, ¿estaría escuchándola? Marigold siguió allí con el libro al lado. El jaskiferianni la dejó sin la menor señal de su partida, salvo una críptica imagen de unas cosas grises apiladas, enrolladas sin fin. ¿Qué eran? ¿El ser en sí? ¿Su mundo? No disponía de clave alguna respecto a la escala. Tal vez acababa de ver momentáneamente una enorme estructura dentro de la cual vivía el ser. O tal vez sólo era una imagen de una pequeña zona de la piel. Si aquel ser tenía piel. La imagen resultaba maravillosa en su propio misterio. Dejó a un lado la repulsión y la atracción que sentía, para maravillarse ante la vida: no solamente allí, sino también el otro lugar inalcanzable... en el corazón galáctico, Más allá incluso que el vuelo del pensamiento de Hermann Hesse. Y, dado que los jaskiferianni resultaban tan inimaginables, todos los gobiernos de la Tierra se estaban reuniendo sin dirección ni arte para encontrar alguna manera de destruirlos. Y, probablemente, de destruir también a la familia Amery, si resultaba necesario. A las doce y media, Marigold escuchó el sonido del Toyota de su hermana en el camino de entrada. Sin duda, Viola volvía de dar una vuelta para verse con su amigo más reciente, un creativo mayor que ella; Marigold aprobaba la relación, mientras que Jeremy había demostrado una influencia estabilizadora sobre la pobre Viola. Marigold llevaba un caftán verde y dorado. Recogió el libro y pasó al interior de la casa. Las dos hermanas se dirigieron al estudio conservatorio de Marigold donde, en un caballete, se hallaba su último cuadro sin terminar. Allí charlaron de cosas sin importancia mientras Marigold tomaba un vodka y Viola un agua mineral. Héctor sacó la cabeza de su estudio y las llamó. Las mujeres acudieron junto a él. Héctor se quedó sonriendo alternativamente a una y a otra desde el umbral, tocándose la verruga que tenía bajo la oreja derecha con gesto nervioso. Empezaron los preparativos para el almuerzo. La campanilla de la madre de Marigold sonó y Marigold subió lentamente la escalera para ver qué quería la anciana. Marigold Amery era una persona resuelta de rostro ancho y franco. Su piel tenía un tono más bien dorado, incluidas las pecas. Gozaba de la admiración general y tenía muchos conocidos, aunque pocas amistades íntimas. Le gustaba vestir espléndidamente. Su padre, ya fallecido, era húngaro de nacimiento. Acababa de celebrar su cuarenta aniversario la semana anterior y, aunque su nombre como pintora no era demasiado conocido, la Tate Gallery había adquirido recientemente una obra suya. Notó que el jaskiferianni empezaba a actuar de nuevo en su interior, en el instante de sentarse junto a su madre agonizante. He aquí lo que hizo Viola Parkinson-Hill la mañana en que regresó el jaskiferianni de la familia Amery. Viola despertó con un sobresalto a las cinco de la madrugada, consciente de que el ser de otro mundo había vuelto y se abría paso en su interior, absorbiendo hasta su última experiencia igual que un gato lame la leche de un platillo. Viola permaneció tendida en la cama, desnuda, indecisa entre la repulsión y una especie de placer que iba más allá de todo cuanto había conocido. El jaskiferianni la sacó de la cama y le hizo ponerse algunas ropas. Viola no escogió cuáles. Estaba imposibilitada para hacer cualquier cosa que no fueran los deseos del extraño ser. En algunos asuntos —incluso cuestiones triviales, a veces, como qué zapatos ponerse—, se mostraba muy firme; en otros, parecía indefinido o indiferente. La luz del alba aún era mortecina y lechosa. La mansión estaba envuelta en el silencio y los trinos de los pájaros. Un gato siamés ocupaba el rellano, vigilante; incluso él había sido infestado. Viola bajó la escalera, cruzó la casa, sacó el coche del garaje y condujo temerariamente hasta la costa. El mar quedaba a apenas treinta kilómetros. Durante todo el trayecto, mantuvo un pulso mental con aquella cosa fría que ocupaba su interior, diciéndole que no se metería en el mar, que no sabía nadar, que odiaba el mar y probablemente se ahogaría. De nada sirvió. El jaskiferianni la condujo igual que ella conducía el Toyota, sin consultas, rascando a veces las marchas. Y vino luego la humillación de tener que desnudarse en una playa pública, de quedarse desnuda y lanzarse al agua. Por fortuna, sólo un par de buscadores de gusanos compartía la arena brillante con ella, a bastante distancia. Al jaskiferianni le encantaba el agua. Le gustaban las olas grandes. Viola tuvo que pasarse media hora entrando y saliendo, arrastrada por las grandes olas rompientes hasta casi ahogarse. Con el ser dentro de ella, podía nadar perfectamente. El mar del Norte era gris, salado, inquieto, helado. Por fin, aquella cosa le permitió secarse, vestirse y volver a casa en el coche. El jaskiferianni desapareció cuando Viola estaba a apenas un kilómetro por la carretera, como si se sintiera impaciente ante la lentitud de aquel medio de transporte. Al irse, dejó un punto de negrura en su mente. Viola lo llamó negrura, aunque sabía que se trataba de otra cosa. Tal vez era un regalo que el ser de otro mundo había querido hacerle. Detuvo el Toyota en el arcén y se recostó en el asiento a recuperarse de la experiencia. En cierto modo, el muy cerdo había estado gracioso. Tal vez ella le caía bien. Mi Ardiente Amante de las Estrellas. Cuando el jaskiferianni había invadido por primera vez a la familia Amery y el gobierno había puesto bajo vigilancia a sus miembros, un científico —que había demostrado cierto interés personal por Viola— había propuesto la teoría de que los jaskiferianni habían evolucionado a lo largo de millones de años, desde la conciencia hasta una forma de automatismo superior, de modo muy parecido a cómo el feto humano efectúa su viaje evolutivo a una mayor complejidad desde el nivel molecular. Podía ser que los seres de otro mundo estuvieran redescubriendo en la humanidad algo que habían perdido hacía mucho. Viola pensó: Tal vez deberíamos probar a representar algún tipo de gran espectáculo para ellos, en lugar de esperar a expulsarlos. Teatro Mágico, sólo para locos. Los muy cerdos quizá sólo estaban aburridos, como el resto de nosotros. Tuvo ganas de una copa. Un buen vaso de whisky a palo seco le serviría... Le alivió ver otra vez la casa de Marigold entre los pinos. Aún era temprano, pero su hermana estaba preocupada por ella. Se consolaron mutuamente. Héctor apareció envuelto en un albornoz, sin afeitar, y los tres se sentaron juntos a desayunar. Viola se sirvió un café solo, muy cargado. Tras una ducha y un cambio de ropas, tomó el coche para visitar a su amante, un productor de prestigio que trabajaba en la BBC. Era un hombre atractivo y la soledad le había empujado a él. Hacía poco, habían colaborado en un tríptico de obras de teatro de considerable éxito y ahora estaban esbozando una continuación. El jaskiferianni regresó cuando estaban en plena discusión. Jeremy se mostró comprensivo y, al propio tiempo, envidioso; a él también le habría gustado asaltar la mente de Viola. De vuelta a casa, subió al piso de arriba a pasar un rato con su madre, con la que nunca se había llevado bien como su hermana, de carácter más fuerte. Pasó una hora con Marigold en el estudio hasta que fue la hora del almuerzo y Héctor salió de su estudio. Viola no sabía qué había podido ver una vez en él, aun teniendo en cuenta su problema con la bebida. El jaskiferianni indagó en todos los detalles de aquella relación. La mujer imaginó que aquella especie venida de otros mundos tenía una reproducción sexual y estaba permanentemente interesada por cómo lo hacían los humanos. Viola Parkinson-Hill era de constitución más delgada que su hermana mayor, más parecida a su padre húngaro, y con algo de los rasgos de éste. Tenía el rostro ancho, el rostro de la familia, con unos ojos dorados que le habían abierto mucho camino en la vida. Por lo demás, era tan morena como Marigold color caléndula. Viola padecía de una soledad devoradora. Hacía un año que su esposo había muerto, cuando el jaskiferianni le había hecho despeñar el coche por un acantilado. A Viola le satisfacía vivir temporalmente con Héctor y Marigold. Se llevaban bien, pero llevarse bien era una de las especialidades de Viola. Tenía treinta y cinco años. Incluso mientras tomaban el almuerzo, siguió notando aquella cosa infernal dentro de ella, saboreando cada bocado. Viola sabía que, cuando desapareciera, ella desearía que volviera enseguida, el muy cerdo. He aquí lo que hizo Doris Meszoly la mañana en que regresó el jaskiferianni de la familia Amery. Cuando despertó se sentía muy enferma, como de costumbre, e imaginó que había alguien junto a la cama. Cuando volvió la cabeza lentamente sin levantarla de la almohada, descubrió que no era ninguna persona sino la cortina, que Marigold había corrido un poco la noche anterior, justo antes de irse. Recordó confusamente la luz de la luna. Las cortinas colgaban desde el techo hasta el suelo. La anciana admiró sus gráciles pliegues tratando de concretar qué le recordaban. El reloj de bronce dorado, comprado por su esposo en la Viena de la preguerra, dio las nueve en la repisa sobre la chimenea. Cuando Marigold entró con una bandeja, Doris engulló sus medicinas con voracidad. No sabían ni bien ni mal. Volvía a tener el ruido en los oídos. El extraño ser, al entrar, le pareció una presencia familiar, más íntima que la de un médico. Doris no le tenía miedo. Era divertido pensar que hasta apenas un par de años antes, los seres de otros mundos no habían visitado nunca la Tierra; ahora eran parte de la vida de cualquiera, aunque sólo seis familias habían sido infestadas en Inglaterra... e, incluso éstas, sólo de vez en cuando, a intervalos impredecibles. El jaskiferianni era más bien como una visita de la Muerte. La cucharilla tintineó un tono muy agudo en el platillo mientras daba un sorbo al té. Doris se recostó de nuevo en la almohada cuando hubo probado el desayuno que le había traído Marigold. El ser de otro mundo estaba horadando entre su deteriorado almacén de recuerdos, sacándoles tal vez más partido que ella, reflexionó la anciana. —¿Está contigo, madre? —preguntó Marigold. —Se parece a la muerte —respondió Doris débilmente, contemplando a su hija de piel dorada— Está excitado. Noto que está excitado por mí... —Al cabo de un rato, añadió—: Tal vez en el lugar de donde vienen no existe la muerte. —Entonces, tienen suerte. La anciana reunió fuerzas para replicar: —No, eso no es tener suerte. Lo malo no es la muerte, sino la vejez. Cuando Marigold la hubo aseado volvió a hundirse en la cama con la vista vuelta hacia la ventana, apenas capaz de ver la lejana torre de la iglesia, brillante bajo el sol estival. Sus pensamientos divagaban. Quizás dentro de un rato se levantaría una horita para sentarse en la silla junto a la ventana. —¿Por qué no me hablas? —dijo en voz alta una, dos veces. No hubo respuesta. Viola subió antes del almuerzo y le habló de sus proyectos de escribir. Doris se había sentido secretamente conmocionada por la claridad de las descripciones sexuales en las obras anteriores de Viola y dejó vagar sus pensamientos mientras su hija menor hablaba. Tanto ella como Marigold eran tan creativas... Se preguntó cómo debía ser el corazón de la galaxia, a distancias inimaginables de la Tierra, donde todas aquellas variedades de extrañas formas de vida realizaban viajes increíbles. ¿Representaban éstas acaso un tipo superior de vida en comparación con la humilde raza terrícola, que no había llegado más allá de Marte? ¿Era la textura de su vida más rica, más compleja? De vez en cuando, el jaskiferianni le decía algo a Doris, cosa que no hacía con los demás miembros de la familia escogida. No era que la anciana le gustara especialmente, de eso estaba segura Doris; si el extraño ser se comunicaba con ella era solamente para provocar su respuesta. La anciana estaba segura de que, en una ocasión, el jaskiferianni le había contado que estaba realizando un largo viaje entre dos cúmulos estelares distantes. Su infestación en la familia Amery era el modo que tenía de pasar el tiempo hasta llegar a su destino. Los Amery no eran más que personajes en su serial por entregas. El extraño ser no tenía conciencia de que los Amery fueran reales. Doris no podía recordar si había hecho sonar la campanilla para llamar a Marigold, pero el almuerzo le llegó de todos modos, servido en la bandeja de costumbre. La anciana no lo quiso. Después de probar la sopa de apio, se dejó caer de nuevo sobre la almohada y cerró los ojos. Doris trató de recordar qué aspecto tenía la planta de apio, pero fue incapaz de hacerlo. Doris Meszoly era hija de una actriz que había sido famosa por sus papeles en comedias musicales, una dama joven que había roto muchos corazones en sus buenos tiempos antes de verse arruinada por su tercer marido, un escocés amante de las carreras de caballos. Doris fue el único fruto de su primer matrimonio, una chiquilla que creció desatendida y se convirtió en una adolescente conflictiva. Doris siguió los pasos de sus madre en los escenarios, tuvo un éxito y se casó luego con un húngaro romántico que parecía salido de uno de los musicales de su madre, salvo que no era conde y estaba en la absoluta miseria. No obstante Meszoly se ganó la confianza de algunos patrocinadores londinenses y se dedicó al cine, con grandes éxitos como El que piensa y Los pretendientes apasionados, en la que su esposa encabezaba el reparto femenino. El matrimonio había tenido dos hijas, Marigold y Viola, dos muchachas bonitas y de carácter fuerte. Doris, cuya vida estaba a punto de apagarse, tenía setenta y nueve años. He aquí lo que hizo Héctor Amery la mañana en que regresó el jaskiferianni de la familia Amery. Al despertar descubrió que su esposa Marigold se había levantado ya. Bajó al jardín y deambuló por él en traje de baño. Nadó diez largos de piscina lentamente. Luego tomó una red y efectuó sus diez minutos diarios de mantenimiento en la piscina, limpiando la superficie del agua de insectos ahogados. El contacto con una masa de agua grande y silenciosa siempre le refrescaba; así sucedió esa mañana, cuando le asaltó la preocupación de la amenaza de cierre de la empresa. Héctor se disponía a guardar la red en el cuarto de filtros cuando aquella cosa obscena volvió a colocarse en su interior. La criatura se adueñó de él y le arrojó de nuevo a la piscina. Héctor luchó por resistirse y reapareció en la superficie medio ahogado. El jaskiferianni parecía gozar con el miedo que sentía su mente. ¿O quizá, sencillamente, jugaba con él como un gato haría con un pajarillo? Aquel ser de otro mundo le resultaba a Héctor más incomprensible aún que las mujeres. —Largaos de aquí —exclamó, señalando inútilmente una de las cámaras de vigilancia que cubrían toda la propiedad de los Amery. Igual que las otras cinco familias inglesas que también eran poseídas esporádicamente por aquellos jaskiferianni, todas las actividades de los Amery eran objeto de seguimiento internacional. La familia hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a ello. No obstante, Héctor se sintió profundamente deprimido. Encolerizado y deprimido. Los Amery habían permanecido libres del invasor durante un mes, desde que el ser de otros mundos obligara al hermano de Héctor a cruzar una calle de mucho tráfico hasta ser arrollado por una motocicleta. Su hermano estaba todavía en un sanatorio, aprendiendo a caminar con una pierna ortopédica. Tomó un desayuno rutinario con Marigold y Viola, la hermana de piel dorada y la morena. No era necesario anunciar que el jaskiferianni había vuelto. Todos lo sabían. Uno podía oler a los jaskiferianni. Bueno, no olerías, exactamente, pero sí detectar su proximidad mediante una especie de olfato interior que los humanos ignoraban que poseían. —Me acaban de arrojar a la piscina hace un momento —anunció a su esposa. —¿Estás bien? —Algún día vamos a pillar a esos malditos. Cuando Marigold hubo desaparecido en su expedición de compras por el pueblo, Héctor trató de hablar con Viola, aunque infructuosamente. Cuando Viola había venido a vivir con ellos tras la muerte de su marido, la muchacha estaba prácticamente alcoholizada y Héctor se había metido en la cama con ella, pues resultaba difícil resistirse al cuerpo delgado y esbelto de Viola y a su vulnerable sonrisa. Sin embargo, ahora que se abstenía de tomar bebidas alcohólicas, la muchacha ni siquiera le miraba. Estaba tan distante como su hermana. Héctor estaba seguro de que Viola aún le deseaba y que sólo se mantenía alejada de él por los escrúpulos que sentía respecto a su hermana. En todo caso, Héctor sospechaba que su cuñada estaba liada con aquel tipo aburrido de la BBC que la ayudaba a preparar los guiones. Desperdició deliberadamente la mañana encerrado en su estudio, revisando los informes de la empresa en su terminal de ordenador —cada vez parecían más pesimistas—, e hizo una llamada a larga distancia a la secretaria de la empresa. Hacía cuatro años que Héctor había tomado la arriesgada decisión de vender toda su empresa, salvo una pequeña cantidad de acciones, e invertir el capital en la floreciente empresa de su hermano, que se dedicaba a ensamblar y comercializar ERTS. Entre los dos, habían ganado una fortuna: todo el mundo quería recibir imágenes de la estación en Marte y adquirir, en la misma compra, un sistema de comunicaciones más perfeccionado. Sin embargo, la infestación de diversas personas en diferentes lugares del planeta por parte de unos seres llegados de otro punto de la galaxia había cambiado el panorama bruscamente. Ahora, las ventas se acercaban a cero. Los humanos habían reaccionado a la llegada de la galaxia encerrándose de nuevo en sus hogares. Parecía que la empresa tendría que cerrar mientras el hermano de Héctor seguía aún inmovilizado. Héctor permaneció largo rato hundido en su sillón, contemplando con irritación las cifras de la pantalla del ordenador. No salió del estudio ni siquiera cuando oyó el tintinear de los vasos y llegó a sus oídos el rumor de la conversación entre Marigold y Viola. El jaskiferianni le visitó una vez más. Héctor se sintió invadido. En esta ocasión, el extraño ser le obligó a poner el video-casete de la primera obra de Viola para la televisión, El Foxtrot del deseo, le obligó a subir el volumen, le obligó a contemplar la obra una vez más. Héctor tenía la teoría que aquel ser de otro mundo, procedente de alguna cultura terriblemente utilitarista, era incapaz de distinguir entre la realidad y la ficción. Inevitablemente, su visión de la vida tenía que ser sumamente extraña, como carente de perspectiva. Pero, si se paraba a pensarlo, qué curiosa resultaba la obsesión humana por las fantasías, las mentiras y la ficción de todo tipo. Tal vez uno llegaba a la Tierra para saborear tal riqueza. Héctor escuchó la llamada de la campanilla de Doris al tiempo que el jaskiferianni le abandonaba. Se quedó en el estudio, sentado donde estaba, meditando sin hacer nada hasta la hora del almuerzo. Héctor Amery había sido un atleta famoso, gran nadador y corredor. Su rostro enjuto y bronceado tenía un aire juvenil y su cabello rubio apenas dejaba entrever alguna cana. A los veintitrés años, después de una lesión de tobillo, había entrado en el negocio de la ropa deportiva dando un nuevo impulso al decaído negocio de camisas de su padre. A los treinta, estuvo en condiciones de incorporar a un socio más joven y dedicarse a viajar. En una fiesta para residentes británicos ofrecida por los Parkinson-Hill en Buenos Aires —sir Kendal Parkinson-Hill pertenecía al cuerpo diplomático— Héctor había conocido a una pintora postexpresionista, Marigold Meszoly. La mujer había sido un milagro para él. Héctor había conseguido separarla del músico sueco con el que estaba viviendo y se había casado con ella. Ahora Héctor tenía cuarenta y tres años. El matrimonio, como la vida misma, no le había dado a Héctor todo lo que esperaba. Ello se debía, se dijo, a que había esperado demasiado de ambas cosas. Y entonces había llegado inesperadamente el jaskiferianni y había arruinado su vida. Marigold, Viola y Héctor almorzaron juntos. Héctor subió a su suegra la bandeja con su comida; después, sirvió una copa de vino de Rioja a su esposa y otra para él; su cuñada continuó con el agua mineral. Por último desconectó la pantalla mural de televisión que, al ser sábado, estaba ocupada principalmente por los deportes que ya habían dejado de interesarle. Las cámaras que les observaban desde diferentes puntos de la estancia no podían desconectarse. El objetivo de una de ellas captó a Marigold partiendo la pizza en tres. —Bueno, ya han vuelto —dijo Héctor, alzando su copa—. Y supongo que nos han ocupado a todos sucesivamente, ¿no? —El jaskiferianni era siempre «ellos»—. Los muy cerdos casi me ahogan. —Casi me ahogan a mí en el mar —asintió Viola—. Les gusta tratarnos mal. —Han vuelto —continuó Héctor—, y no sabemos por cuánto tiempo. Odio a esas malditas cosas como nunca he odiado nada en mi vida. Sería capaz de volarme la tapa de los sesos cuando ellos están dentro, si supiera que con ello nos libraríamos de su presencia. Héctor descargó su puño sobre la mesa, haciendo tintinear la vajilla y la cubertería. —Bueno, a su manera son bastante divertidos —replicó Viola, estimulada a otra de sus demostraciones de causticidad por la visión del rostro enrojecido y solemne de Héctor—. Desde luego, hacen más llevadera la soledad. Se podría hacer publicidad de los jaskiferianni como sustitutos perfectos de cualquier forma de sociabilidad. A veces te dan sustos, pero resulta toda una emoción tener algo que te conoce tan íntimamente, que sabe hasta tus secretos más guardados. —A mí me desagrada —declaró Héctor—. Me siento infestado, sencillamente. —Tal vez tus secretos son aún peores que los míos —comentó Viola con una risilla, esperando que no fuera así. Héctor golpeó de nuevo la mesa. —Esas cosas están simplemente de vacaciones y nos utilizan para su diversión. Mataron a tu marido, Viola, y casi matan a mi hermano; nos han llevado a la quiebra, te han convertido en alcohólica... y todos estamos en permanente riesgo de muerte a su capricho. ¿Cómo puedes tomártelo tan a la ligera? Es insoportable, degradante. —Disfrutaban con mis arrebatos alcohólicos. Llevan vidas muy austeras, muy abstemias. Entre ellos no se conoce el adulterio ni las juergas. Tener que viajar por el espacio debe de ser terriblemente aburrido. ¿Qué son, exponentes de una supercivilización o una especie de viajantes de comercio glorificados? Marigold terminó de engullir un pedazo de ensalada y terció en la conversación: —Es cierto que nuestras vidas están en peligro. Supongo que los jaskiferianni me producen terror pero, aún más que eso, despiertan mi curiosidad. A pesar de todos sus poderes, parecen seres simples y brutales, casi elementales. Tienen la sutileza de un ladrillo. Y, en cambio, muestran una satisfacción por el arte. —No creo que sepan qué es el arte —dijo Héctor—. Proceden de alguna horrible cultura autoritaria estelar (tal vez el centro de la galaxia sea una especie de gigantesco hormiguero) y son incapaces de distinguir entre lo real y lo imaginario. Por eso quieren ver El foxtrot del deseo tan a menudo. No llegan a entenderlo. —Esos insoportables viajes entre las estrellas... —exclamó Viola—. Un año luz debe ser terriblemente igual a otro. Me suena como si esos seres anhelaran escapar de la insoportable cualidad de su existencia y encontraran infinitamente fascinante la vida de una familia normal como la nuestra. Como apuntaba mamá, tal vez sean inmortales; ésa puede ser una carga más en sus existencias. Al fin y al cabo, un año se parece mucho a otro. —Inmortales o no, algún día pillaremos a estos malditos —aseguró Héctor. En ese instante, como si hubiera aguardado a una señal, sonó la campanilla de Doris. Dieron por concluido el almuerzo y, un rato después, Viola sirvió un café. Héctor tomó la taza de manos de su cuñada y se acercó a la ventana para contemplar con expresión sombría el jardín iluminado por el sol. Esa tarde tendría que ir a ver a su hermano. Probablemente tendrían que vender la casa. ¡Qué infortunio! Había que afrontar los hechos. Nadie quería comprar las ERST de la empresa. Un factor común entre las seis familias inglesas que sufrían la infestación de los jaskiferianni era que todas ellas poseían una Estación Receptora de Satélites en Tierra. No era que ese detalle demostrara nada, pero la gente se había asustado. Y cuando uno se enteraba de repente de que existían medios casi mágicos de comunicarse —de comunicarse realmente—, a nadie se le ocurría invertir en un artefacto caro de tecnología casera como una estación receptora. Si hubiera insistido en la ropa deportiva... Aquellos malditos... Marigold tomó el café a solas en su estudio, contemplando el esbozo de Picasso en la pared. Puso en marcha su estéreo personal y la cabeza se le llenó con la música del Don Giovanni de Mozart, en el pasaje que anuncia la proximidad del convidado de piedra. A solas en la habitación, empezó a hablar confiado en que su rostro y sus palabras serían recogidas en el CIJ, el centro de información sobre los jaskiferianni de Birmingham. —Sé que todos pensáis como Héctor. Os encantaría mandar al otro barrio a todos esos seres de otros mundos. Sin embargo, los jaskiferianni son visitantes que han llegado aquí voluntariamente y, en realidad, parecen menos malvados que curiosos. Ni siquiera necesitan metales raros, como algunas de las otras especies galácticas que infestan a la gente en otros sitios. Yo querría sugerirles a ustedes un enfoque distinto del problema; un enfoque que no contempla el derramamiento de sangre. Marigold permaneció en silencio un momento, dejando que fluyera la música. Al fin y al cabo —aunque mal podía una decirlo en voz alta y, desde luego, no a los hombres uniformados de Birmingham—, ¿había alguna gran diferencia entre la soledad humana y la de un jaskiferianni? ¿Ofrecían aquellos seres una vía de comunicaciones única y sin precio, caso de poder entenderla? ¿No eran todas las formas humanas de arte infestaciones del mundo material, proyectadas para adueñarse de él? Era preciso atrapar a los jaskiferianni. En el florido silencio de su estudio, Marigold añadió: —Supongo que estarán ustedes dispuestos a prestar ayuda financiera en gran escala a los Amery si damos con alguna idea brillante, ¿no? Marigold conocía la respuesta. El rostro del Controlador aparecería en la pantalla mural a no tardar. —Viola y yo crearemos una compleja obra de arte... con un poco de ayuda de nuestros amigos — expuso—. La obra será una teatralización maratoniana, mostrando en su menor detalle la complejidad de las relaciones en una familia normal como la nuestra; pero esa familia estará en comunicación con una cultura galáctica que será descrita como una presencia inmensa, aplastantemente poderosa, de gustos prosaicos, fría, asexual, inmortal... y, por tanto, carente de vida... Lo más opuesto a nuestros vulnerables y transitorios grupitos familiares... Permanente pero irremediablemente carente de alegría... —Marigold estaba improvisando mientras hablaba—. Quizás esas razas galácticas son descendientes de comunidades de insectos, gusanos, avispas, hormigas, parásitos internos, no sé... Tiendo a imaginarlos como veloces gusanos que cavan sus túneles a través del queso del hiperespacio. Tienen una tenacidad que escapa a nuestra comprensión. Pero nosotros también tenemos algo que escapa a la suya y ahí está la trampa que podemos utilizar para capturarles: una especie de epopeya de súper ciencia-ficción tan perfectamente proyectada y representada que sean incapaces de determinar si es real o no. Tal vez entonces será posible iniciar un verdadero diálogo. »Creo que ellos necesitan nuestra ayuda, y nosotros la suya. Marigold se puso a temblar mientras hablaba. No había en la tierra una raza que no tuviera su arte. Pero llevar el arte a toda una especie —tal vez a decenas de especies— que no lo conocían... Quizá la destruiría. Al menos, la cambiaría por completo. Tal vez Mozart resultaría más eficaz que las cabezas nucleares. Pensó en cómo la cultura inglesa había enriquecido el mundo... y cómo había dependido, para su enriquecimiento, de las contribuciones llegadas de todo el globo. Tal vez la galaxia llegaría a ser dependiente de la Tierra de manera parecida. Sus pensamientos la marearon y se acomodó en su sillón favorito, de junco siempre crujiente. Entonces volvió el jaskiferianni, de improviso, como unas monedas heladas cayendo en su interior. Marigold se asió a los brazos del sillón. Las notas de Don Giovanni seguían envolviéndola. Era posible que el ser leyera sus pensamientos y descubriera el plan pero, de manera intuitiva, Marigold sabía que aquellos conquistadores galácticos eran estúpidos e ignorantes en todas aquellas artes humanas en las que ella más destacaba. No iba a dejarse vencer por un gusano. Aunque el ser la matara, Pablo estaba esperando, y también Mozart. Los extraños seres robaban algo que nunca podrían tener. Había un modo de atraparlos. Y civilizarlos. (1986) [/font:beecddac8a][/size:beecddac8a] [/color:beecddac8a]
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