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El amante de Lady Chatterley-Cap.19
El amante de Lady Chatterley-Cap.19
Autor:
D. H. Lawrence
Fecha:
19 del 05 de 2008
Leido:
1096
Veces
Querido Clifford, me temo que lo que tú preveías ha sucedido. Me he...
[size=18:c1ded5d71e][color=red:c1ded5d71e] El amante de Lady Chatterley-Cap.19 [/color:c1ded5d71e] [/size:c1ded5d71e]
[size=15:c1ded5d71e][color=pink:c1ded5d71e] Querido Clifford, me temo que lo que tú preveías ha sucedido. Me he enamorado realmente de otro hombre y espero que aceptes el divorcio. Estoy viviendo ahora con Duncan en su piso. Ya te dije que estuvo con nosotras en Venecia. Lo siento tremendamente por ti, pero trata de tomarlo con calma. Realmente tú ya no me necesitas, y yo no puedo soportar la idea de volver a Wragby. Lo siento mucho. Pero trata de perdonarme, divórciate de mí y busca a alguien mejor que yo. Yo no soy la mejor persona para ti. Soy demasiado impaciente y egoísta, supongo. Pero no puedo volver a vivir contigo. Todo esto me llena de una enorme pena por ti. Pero si no te dejas arrastrar por los nervios, verás que no es tan horrible. En realidad yo no te importaba personalmente. Así que perdóname y líbrate de mí. A Clifford no le sorprendió interiormente recibir aquella carta. Interiormente hacía mucho que sabía que ella iba a abandonarle. Pero se había resistido absolutamente a admitirlo de forma externa. Por eso, y exteriormente, para él supuso un golpe terrible aquella carta. En la superficie había mantenido hasta entonces la serenidad de su confianza en ella. Así es como somos. Utilizamos la fuerza de voluntad para eliminar de la aceptación de nuestra consciencia el conocimiento intuitivo. Y ello causa un estado de temor, de aprensión, que hace que el golpe sea diez veces peor cuando nos alcanza. Clifford se volvió histérico como un niño. Le dio un susto terrible a la señora Bolton cuando le vio sentado en la cama, lívido y lelo. -Pero, Sir Clifford, ¿qué es lo que le pasa? ¡Ninguna respuesta! Estaba horrorizada, pensando que podía haber sufrido un ataque. Se acercó rápidamente a él, le palpó la cara y le tomó el pulso. -¿Duele? Trate de decirme dónde le duele. ¡Dígamelo! Silencio. -¡Por Dios, por Dios! Telefonearé a Sheffield al doctor Carrington, y le diré al doctor Lecky que venga en cuanto pueda. Iba ya hacia la puerta cuando él dijo con voz hueca: -¡No! Ella se detuvo y le miró. Su cara estaba amarilla, sin expresión, como la cara de un idiota. -¿Quiere decir que prefiere que no avise al médico? -¡Eso! No quiero que venga -dijo la voz sepulcral. -Pero Sir Clifford, está usted enfermo y yo no me atrevo a cargar con la responsabilidad. Tengo que avisar al médico, o me echarán a mí la culpa. Una pausa, y luego la voz inexpresiva dijo: -No estoy enfermo. Mi mujer no volverá. Era como si fuera una estatua la que hubiera hablado. -¿Que no volverá? ¿Quiere decir su excelencia? -la señora Bolton se acercó un poco a la cama-. ¡Oh, no puedo creerlo! Puede usted confiar en su excelencia, volverá. La estatua de la cama siguió imperturbable, aunque empujó la carta hacia los pies de la cama. -¡Léala! -dijo la voz fúnebre. -¡Pero si es una carta de su excelencia! Estoy segura de que ella no quema que lea una carta dirigida a usted, Sir Clifford. Puede usted contarme lo que dice, si lo desea. -¡Léala! -repitió la voz. -Bien, si tengo que hacerlo, lo hago por obedecerle, Sir Clifford -dijo ella. Y leyó la carta. -Bueno, me sorprende su excelencia -dijo-. ¡Había prometido tan firmemente que volvería! La cara de la cama pareció profundizar en su expresión de abstraimiento furioso pero inmóvil. La señora Bolton la observó y comenzó a preocuparse. Sabía con qué tenía que enfrentarse: histeria masculina. El cuidado de las tropas le había hecho aprender algo sobre aquella enfermedad tan desagradable. Estaba un poco molesta con Sir Clifford. Cualquier hombre sensato se habría dado cuenta de que su mujer estaba enamorada de otro e iba a abandonarle. Incluso estaba segura de que Sir Clifford no tenía interiormente ninguna duda al respecto, sólo que se negaba a admitirlo. Si lo hubiera admitido y se hubiera preparado para cuando llegara el momento, o si lo hubiera admitido y hubiera plantado cara con su mujer contra la situación, se habría portado como un hombre. ¡Pero no! Lo sabía y había estado engañándose todo el tiempo, diciéndose que no era verdad. Había visto al diablo retorciendo el rabo ante él y había pretendido que eran los ángeles sonriéndole. Aquella situación de falsedad había dado como resultado esta crisis de engaños, desquiciamiento e histeria, que es una forma de locura. «Esto le pasa -pensó para sí, odiándole en parte- por pensar sólo en sí mismo. Vive tan encerrado en su propia inmortalidad, que cuando recibe una impresión fuerte es como una momia enredada en sus vendajes. ¡Mírale!» Pero la histeria es peligrosa, y ella era enfermera, era su obligación sacarle de aquel estado. Cualquier tentativa de despertar su virilidad y su orgullo sería para peor: porque su virilidad estaba muerta temporalmente, si no definitivamente. Sólo lograría irse ablandando más y más, como un gusano, para acabar más desquiciado aún. El único remedio era provocar su autocompasión. Como la Dama de Tennyson, tenia que llorar o morir. Y así la señora Bolton empezó a llorar antes que él. Se cubrió la cara con la mano y estalló en pequeños gemidos descontrolados. -¡Nunca lo hubiera creído de su excelencia, nunca! Lloraba, convocando repentinamente sus propios males y sentido de la desgracia y derramando lágrimas por sus propias penas amargas. Una vez que hubo comenzado, su llanto fue realmente auténtico, tenía no pocas razones para llorar. Clifford pensaba en cómo le había engañado la mujer, Connie, y, en el contagio de la pena, las lágrimas cubrieron sus ojos y comenzaron a resbalar por sus mejillas. Lloraba por sí mismo. Tan pronto como la señora Bolton vio las lágrimas sobre su cara ausente, enjugó sus propias mejillas con un pañuelo pequeño y se inclinó hacia él. -¡Pero no se torture, Sir Clifford! -dijo en un derroche de sentimentalismo-. ¡Vamos, no se torture, no; sólo conseguirá hacerse daño! Su cuerpo se estremeció de repente al contener sus mudos sollozos y las lágrimas se hicieron más abundantes. Ella le puso la mano sobre el brazo y sus propias lágrimas volvieron a fluir. El se estremeció de nuevo, convulsivamente, y ella le echó el brazo por el hombro. -¡Vamos, vamos! ¡Ya está, eso es! ¡No se atormente, vamos, ya está bien! ¡No se atormente! -susurraba ella bañada también en lágrimas. Y lo apretó contra sí, y echó los brazos en torno a sus fuertes hombros, al tiempo que él apoyaba la cabeza en su regazo y gemía con el temblor agitado de sus enormes hombros, mientras ella le acariciaba suavemente el pelo rubio y decía: -¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos) ¡Ya está bien! ¡Ya está bien! ¡Cálmese! ¡Trate de olvidarlo! El echó sus brazos en torno a ella y se apretó como un niño, humedeciendo la pechera almidonada de su delantal blanco y el regazo de su vestido de algodón azul pálido con sus lágrimas. Por fin se había abandonado por completo. Y así, pasado un tiempo, ella le besó y le acunó en su regazo, mientras dentro de su corazón se decía a sí misma: «¡Oh, Sir Clifford! ¡Oh, altos y poderosos Chatterley! ¡A esto es a lo que habéis llegado!» Y al final él se durmió, como una criatura. Ella se sentía agotada y se retiró a su habitación, donde se puso a reír y a llorar al mismo tiempo, vencida también por la histeria. ¡Era tan ridículo! ¡Tan horrible! ¡Caer tan bajo! ¡Qué vergüenza! Y al mismo tiempo era tan desquiciante. Después de aquello, Clifford fue como un niño en manos de la señora Bolton. La cogía de la mano y reclinaba la cabeza en su pecho; y una vez que ella le besó ligeramente, dijo: -¡Sí! ¡Béseme! ¡Béseme! Y cuando ella pasaba la esponja por su cuerpo grande y rubicundo, solía decir lo mismo: «¡Béseme!», y ella le besaba el cuerpo al azar, un poco en broma. Pasaba el tiempo tumbado con una expresión extraña y ausente, como un niño asombrado. Y la miraba con ojos abiertos e infantiles, distendido y admirándola como a una Virgen. Era un abandono absoluto por su parte, renunciando a toda su virilidad y retrocediendo a una situación de niño realmente perversa. Luego llevaba la mano a su regazo, le tocaba los pechos y los besaba entusiasmado, con el entusiasmo de la perversión, con el entusiasmo de ser niño cuando era un hombre. La señora Bolton se sentía excitada y avergonzada, le gustaba y no al mismo tiempo. Pero nunca le apartaba ni le rechazaba. Así llegaron a una mayor intimidad física, una intimidad pervertida, dentro de la cual él era un niño provisto de un candor aparente, de una admiración aparente, rayanos casi en la exaltación religiosa. Era la reproducción literal y perversa del «... a no ser que os hagáis como uno de estos niños». Mientras que ella era la Magna Mater, llena de fuerza y potencia, con el gran niño-hombre rubio sometido a su voluntad y a sus cuidados. Lo curioso era que cuando aquel hombre-niño que Clifford había llegado a ser, y en que se había estado convirtiendo durante años, surgió al mundo, se mostraba más agudo y más despierto de lo que había sido el verdadero hombre. Aquel hombre-niño pervertido era ahora realmente un hombre de negocios; cuando se trataba de negocios era el macho absoluto, aguzado como un alfiler, duro como un pedazo de acero. Cuando estaba entre hombres, yendo directo a lo suyo, tratando de sacar todo lo posible de las minas, era de una dureza astuta y extraña y de una absoluta seguridad. Era como si su pasividad misma ante la Magna Mater le proporcionara una especie de reflejo especial para los negocios materiales y le proveyera de una cierta fuerza enorme e inhumana. El encenagamiento de las emociones íntimas, la absoluta degeneración de su personalidad viril, parecían prestarle una segunda naturaleza, fría, casi visionaria, positiva para los negocios. En los negocios no era humano. Aquello era un triunfo para la señora Bolton. «¡Hay que ver cómo se está recuperando! -se decía orgullosa-. ¡Y todo gracias a mí! La verdad es que nunca hubiera salido adelante con esa Lady Chatterley. No era mujer para poner a un hombre en pie. Lo quería todo para ella misma.» ¡Y al mismo tiempo, en algún rincón de su retorcida alma femenina, cómo le despreciaba y odiaba! Era para ella la bestia caída, el monstruo que se arrastra. Y aunque le ayudaba y le estimulaba en lo posible, lejos, en el más remoto rincón de su antigua femineidad saludable, le despreciaba con un menosprecio sin límites. El más bajo mendigo era mejor que él. Su comportamiento con respecto a Connie era curioso. Insistía en volver a verla. Es más, insistía en que volviera a Wragby. Esto último era una fijación definitiva y absoluta. Connie se había ido con la promesa firme de volver a Wragby. -¿Pero es que servirá de algo? -decía la señora Bolton-. ¿Por qué no la deja irse y se libra de ella? -¡No! Dijo que volvería y tiene que volver. La señora Bolton dejó de llevarle la contraria. Sabía a lo que se enfrentaba. Excuso decirte el efecto que me ha hecho tu carta (escribió a Connie a Londres). Quizás puedas imaginártelo si haces un esfuerzo, aunque sin duda no te molestarás en hacer ese esfuerzo de imaginación por mí. Como respuesta sólo puedo decirte una cosa: he de verte personalmente, aquí en Wragby, antes de poder decidir nada. Prometiste firmemente volver a Wragby e insisto en que cumplas tu promesa. No creeré nada ni entenderé nada hasta verte aquí personalmente y en circunstancias normales. No necesito decirte que aquí nadie sospecha nada y que tu vuelta sería completamente normal. Y si después de que hayamos hablado de las cosas, crees seguir opinando lo mismo, no me cabe duda de que llegaremos a un acuerdo. Connie le enseñó la carta a Mellors. -Quiere empezar su venganza contra ti -dijo, devolviéndole la carta. Connie estaba callada. Le había sorprendido un tanto descubrir que tenía miedo a Clifford. La asustaba acercarse a él. Le temía como si se tratara de algo malvado y peligroso. -¿Qué puedo hacer? -dijo. -Nada, si no quieres hacer nada. Escribió tratando de rechazar la demanda de Clifford. El contestó: Si no vienes ahora a Wragby, consideraré que vas a volver en otro momento y actuaré en consecuencia. Para mí no cambiará nada. Esperaré aquí, aunque tenga que esperar cincuenta años. Estaba asustada. Era una imposición insidiosa. Ella estaba segura de que haría lo que prometía. No le concedería el divorcio y el niño sería suyo, a no ser que ella encontrara un medio de demostrar su ilegitimidad. Tras una época de inquietudes y preocupaciones, decidió ir a Wragby. Hilda iría con ella. Se lo escribió así a Clifford. El contestó: No me gusta que venga tu hermana, pero no le cerraré la puerta. No me cabe duda de que es cómplice en el abandono de tus deberes y responsabilidades. No esperes, por tanto, que muestre ningún placer al verla. Fueron a Wragby. Clifford no estaba cuando llegaron. Las recibió la señora Bolton. -¡Oh, excelencia, no se trata de la feliz vuelta al hogar que habíamos esperado! ¿O sí? -dijo ella. -¿Ah, no? -dijo Connie. ¡Así que aquella mujer lo sabía! ¿Cuánto sabía o sospechaba el resto de la servidumbre? Entró en la casa, que odiaba ahora con todas las fibras de su cuerpo. Aquella mole desproporcionada e incoherente le parecía un ser maligno, una amenaza directa contra ella. Había dejado de ser su dueña y ahora era su víctima. -No seré capaz de quedarme aquí mucho tiempo -dijo a Hilda en un susurro horrorizado. Y sufrió al entrar en su dormitorio, al volver a tomar posesión de él como si nada hubiera pasado. Le era odioso cada minuto pasado entre los muros de Wragby. No vieron a Clifford hasta que bajaron a cenar. Se había puesto un traje y una corbata negra: estaba un tanto reservado y muy en el papel de gran señor. Se comportó con una perfecta cortesía durante la comida y mantuvo una especie de educada conversación de circunstancias: pero todo parecía teñido por la locura. -¿Hasta dónde está enterada la servidumbre? -preguntó Connie una vez que la mujer hubo salido. -¿De tus intenciones? No saben nada en absoluto. -La señora Bolton lo sabe. -La señora Bolton no forma exactamente parte de la servidumbre -dijo él, cambiando de color. -Eso es igual. El ambiente fue tenso hasta después del café, cuando Hilda dijo que se iba a su habitación. Después de irse ella, Clifford y Connie permanecieron en silencio. Ninguno de los dos quería ser el primero en hablar. Connie estaba tan contenta de que no se hubiera lanzado por la vía patética, que facilitaba todo lo posible su altivez permaneciendo en silencio y con la cabeza baja, mirándose las manos. -Supongo que no te preocupa haber roto tu promesa -dijo él por fin. -No he podido evitarlo -murmuró ella. -¿Y quién puede si tú no puedes? -Me imagino que nadie. La miró con una extraña rabia llena de frialdad. Es taba acostumbrado a ella. Era como si estuviera incrustada en su mente. ¿Cómo podía dejarle ahora y destruir el entramado de su existencia cotidiana? ¿Cómo se atrevía a desequilibrar así su personalidad? -¿Y a cambio de qué quieres renunciar a todo? -insistió él. -¡Del amor! -dijo ella. La banalidad era lo mejor. -¿Amor por Duncan Forbes? Te parecía que no valía la pena cuando nos conocimos. ¿Pretendes quererle ahora más que a nada en la vida? -Una cambia -dijo ella. -¡Posiblemente! Es posible que hayas tenido un capricho. Pero todavía tienes que convencerme de la importancia del cambio. Simplemente no creo en tu amor por Duncan Forbes. -¿Y por qué tienes que creerlo? Lo único que tienes que hacer es aceptar el divorcio y no creer en mis sentimientos. -¿Y por qué tendría que divorciarme de ti? -Porque no quiero seguir viviendo aquí. Y porque realmente no te hago falta. -¡Perdóname, pero yo no cambio! Por mi parte, y puesto que eres mi mujer, preferiría que siguieras bajo mi techo con dignidad y en silencio. Dejando los sentimientos personales a un lado, y te aseguro que es mucho dejar por mi parte; es de una amargura infinita ver este orden de vida destrozado aquí en Wragby, y ver el curso normal de la vida diaria hecho trizas y todo por un capricho tuyo. Tras un período de silencio, ella dijo: -No puedo evitarlo. Tengo que irme. Estoy esperando un niño. - También él se quedó en silencio durante un tiempo. -¿Y es por el niño por lo que tienes que irte? -preguntó al fin. Ella asintió. -¿Y por qué? ¿Es que Duncan Forbes quiere tanto a su retoño? -Seguramente más de lo que tú le querrías -respondió ella. -No puede ser. Yo quiero a mi mujer y no veo razón alguna para permitir que se vaya. Si quiere tener un hijo bajo mi techo, puede hacerlo y el niño será bien acogido: siempre que se respeten la decencia y las normas establecidas. ¿Pretendes decirme que te importa más Duncan Forbes que esto? No me lo creo. Hubo una pausa. -¿Pero no te das cuenta de que tengo que dejarte y tengo que vivir con el hombre al que quiero? -¡No, no me doy cuenta! No doy nada por tu amor ni por el hombre al que quieres. No creo en esas monsergas. -Pero ya ves que yo sí. -¿Tú sí? Distinguida señora, eres demasiado lista, te lo aseguro, para creerte eso de que estás enamorada de Duncan Forbes. Créeme, incluso ahora te importo yo más que él. ¡Así que por qué iba a tragarme esa tontería! Se dio cuenta de que en eso tenía razón. Y pensó que no podía seguir ocultándolo. -Porque no es a Duncan a quien quiero -dijo levantando los ojos hacia él-. Sólo hemos dicho que se trataba de Duncan para evitarte el disgusto. -¿Para evitarme el disgusto? -¡Sí! Porque a quien quiero de verdad, y eso hará que me odies, es a Mellors, que fue nuestro guardabosque. Si hubiera podido saltar de la silla de ruedas lo habría hecho. La cara se le puso amarilla y sus ojos centelleaban ante la catástrofe al mirarla. Luego se reclinó de nuevo en la silla, jadeante y alzando los ojos hacia el techo. Al final volvió a erguirse. -¿Quieres decir que me estás diciendo la verdad? -preguntó con aspecto desencajado. -¡Sí! Y tú sabes que es cierto. -¿Cuándo empezaste con él? -En primavera. Se quedó en silencio, como un animal atrapado. -¿Y fuiste tú la mujer que estuvo en su dormitorio? Así que en el fondo lo había sabido siempre. -¡Sí! Seguía inclinado hacia adelante en su silla, mirándola como un animal apaleado. -¡Dios mío, mereces ser eliminada de la faz de la tierra! -¿Por qué? -articuló ella débilmente. Pero él pareció no haberla oído. -¡Esa basura! ¡Ese paleto engreído! ¡Ese zarrapastroso miserable! ¡Y tú liada con él todo el tiempo, mientras vivías aquí y él era uno de mis criados! ¡Dios mío, Dios mío, y que no tenga límites la bajeza bestial de las mujeres! Estaba fuera de sí de rabia, tal como ella había previsto. -¿Quieres decir que vas a tener un hijo de un patán como ése? -¡Sí! Voy a tenerlo. -¡Vas a tenerlo! ¡O sea que estás segura! ¿Cuánto tiempo hace que estás segura? -Desde junio. Se había quedado sin habla y volvió a recuperar la expresión ausente de un niño. -Se admira uno -dijo por fin- de que sea posible que nazcan seres como ése. -¿Seres como cuál? -preguntó ella. El le dirigió una mirada siniestra sin contestar. Estaba claro que no era capaz de aceptar siquiera la existencia de Mellors en ningún tipo de relación con su propia vida. Era un odio absoluto, inexpresable e impotente. -¿Y quieres decir que te casarías con él? ¿Y llevarías ese nombre repugnante? -preguntó luego. -Sí, eso es lo que quiero. Se quedó otra vez anonadado. -¡Sí! -dijo por fin-. Eso demuestra que lo que he pensado siempre de ti era lo acertado: no eres normal, no estás en tu sano juicio. Eres una de esas mujeres medio locas, pervertidas, que sólo disfrutan con lo depravado, la nostalgie de la boue. De repente se había vuelto casi ávidamente moral, viendo en sí mismo la encarnación del bien, y en gente como Mellors y Connie la encarnación del lodo, del mal. Parecía irse desvaneciendo paulatinamente dentro de un nimbo. -¿No crees que sería mejor que nos divorciáramos y acabáramos con todo esto? -dijo ella. -¡No! Puedes ir a donde te dé la gana, pero no me divorciaré de ti -dijo con gesto de idiota. -¿Por qué no? Permaneció mudo, en el silencio de la obstinación de los imbéciles. -¿Llegarías incluso a dejar que el niño sea legalmente tuyo y tu heredero? - dijo ella. -El niño no me importa en absoluto. -Pero si es niño será legalmente tu hijo, y heredará tu título y Wragby será suyo. -Eso no me importa nada -dijo él. -¡Tiene que importarte! Evitaré, si puedo, que ese niño sea legalmente tuyo. Preferiría que fuera ilegítimo y mío sólo, si no puede ser de Mellors. -Haz lo que mejor te parezca. No había manera de hacerle cambiar. -¿Y no te divorciarás de mí? -dijo ella-. ¡Puedes utilizar a Duncan como pretexto! No hay necesidad ninguna de mencionar el nombre real. A Duncan no le importa. -Nunca me divorciaré de ti -dijo, como si estuviera remachando un clavo. -¿Pero por qué? ¿Porque yo quiero que lo hagas? -Porque hago lo que me parece, y eso no me parece. Era inútil. Subió y le contó a Hilda los resultados. -Es mejor que nos vayamos mañana -dijo Hilda- y dejar que recupere la sensatez. Así que Connie pasó la mitad de la noche recogiendo sus cosas verdaderamente privadas y personales. Por la mañana hizo que enviaran sus baúles a la estación sin decir nada a Clifford. Decidió verle sólo para despedirse, antes de la comida. Pero habló con la señora Bolton. -Tengo que decirle adiós, señora Bolton, ya sabe por qué. Pero sé que puedo confiar en que usted no hablará. -Oh, claro que puede confiar en mí, excelencia; ha sido algo muy triste para todos nosotros, desde luego. Deseo que sea usted feliz con el otro caballero. -¡El otro caballero! Es el señor Mellors y le quiero. Sir Clifford lo sabe. Pero no diga nada a nadie. Y si un día cree usted que Sir Clifford estaría dispuesto a divorciarse de mí, comuníquemelo, por favor. Me gustaría casarme con el hombre al que quiero. -Desde luego sería lo mejor, excelencia. Puede usted confiar en mí. Seré fiel a Sir Clifford y le seré fiel a usted, porque me doy cuenta de que los dos tienen razón, cada uno a su manera. -¡Muchas gracias! Mire... querría darle esto..., si me lo acepta. Así Connie dejó Wragby una vez más y se fue con su hermana Hilda a Escocia. Mellors encontró trabajo en una granja en el campo. La intención era que él consiguiera su divorcio si era posible, aunque no fuera posible el de Connie. Y durante seis meses trabajaría en el campo para que más tarde Connie y él pudieran comprar su propia granja, a la que él dedicaría sus energías. Porque tendría que trabajar y mucho, y tendría que ganarse la vida, aunque fuera el capital de Connie el que les permitiera ponerse en marcha. De modo que tendrían que esperar hasta la primavera, hasta el nacimiento del niño, hasta que el verano comenzara a apuntar. Finca The Grange Old Heanor 29 de septiembre He entrado aquí sin grandes dificultades porque conocía a Richards, el zapador de la compañía, del ejército. Es una granja que pertenece a la compañía minera de Butler y Smitham; la utilizan para cultivar heno y avena para los caballos de la mina; no es una empresa privada. Pero tienen vacas y cerdos y todo lo demás y me pagan treinta chelines a la semana como obrero. Rowley, el granjero, me cambia de trabajo siempre que puede para que aprenda lo más posible entre ahora y las Pascuas. No he oído nada de Bertha. No sé por qué no se presentó para el divorcio, y no sé tampoco dónde está ni qué se propone. Pero si me estoy quieto hasta marzo, supongo que entonces seré libre. Y no te preocupes por Sir Clifford, decidirá librarse de ti cualquier día. Ya es mucho que te deje en paz. Me alojo en una casa antigua de Engine Row que está muy bien. El dueño se ocupa de una máquina en High Park, alto, con barba y muy ferviente de la Secta de la Capilla. La mujer es una cosita como un pajarito, que admira todo lo que le parece distinguido: habla todo el tiempo el inglés de la corte y repite incansable «permítame, por favor ...». Pero perdieron a su único hijo varón en la guerra y eso ha dejado una especie de vacío en ellos. Tienen una hija alta y desgarbada que se prepara para maestra de escuela y yo la ayudo a veces en sus lecciones, así que somos casi una familia. Son gente muy buena y casi demasiado amables conmigo. De manera que creo que estoy más mimado que tú. No me disgusta el trabajo de la granja. No es para entusiasmar, pero no aspiro a entusiasmos. Estoy acostumbrado a los caballos, y las vacas, aunque son muy femeninas, me producen un efecto tranquilizante. Cuando me siento a ordeñarlas con la cabeza apoyada en un flanco me sirve de descanso. Tienen seis «Hereford» bastante buenas. Ya se ha terminado la cosecha de la avena; fue divertido, a pesar de que he acabado con las manos bastante mal y llovió mucho. No me ocupo demasiado de la gente, pero me llevo bien con todos. Lo mejor es ignorar la mayor parte de las cosas. Las minas marchan mal; éste es un distrito minero como Tevershall, pero más bonito. A veces voy al «Wellington» a pasar un rato y charlar con la gente. Se quejan mucho, pero no van a cambiar nada. Como dice todo el mundo, los mineros de Notts-Derby tienen el corazón en su sitio. Aunque al resto de su anatomía no debe pasarle lo mismo en un mundo que ya no tiene sitio para ellos. Es gente que me gusta, aunque no son precisamente una inyección de optimismo: han perdido el antiguo espíritu del gallo de pelea. Hablan por los codos sobre la nacionalización: nacionalización de los beneficios, nacionalización de toda la industria... Pero no se puede nacionalizar el carbón y dejar las demás industrias como están. Hablan de dedicar el carbón a otros usos, lo mismo que intenta Sir Clifford. Puede que funcione aquí y allí, pero no como cosa general; por lo menos yo lo dudo. Se haga lo que se haga, luego hay que venderlo. La gente es muy apática. Piensan que toda esta leche está condenada a desaparecer, y yo creo que tienen razón. Y lo mismo les pasará a ellos. Algunos de los jóvenes gritan mucho diciendo que habría que establecer un soviet, pero no están muy convencidos. Nadie está convencido de nada, excepto de que éste es un agujero sin salida. Aunque hubiera un soviet, hay que conseguir vender el carbón: y ése es precisamente el problema. Tenemos una gran población industrial y hay que darle de comer, así que hay que mantener esta puñetera noria en marcha. Hoy día las mujeres hablan mucho más que los hombres y con bastantes más cojones. Ellos parecen castrados; se dan cuenta de que esto se acaba, pero se comportan como si no hubiera nada que hacer. De cualquier manera, a nadie se le ocurre qué se podría hacer, a pesar de toda la palabrería. Los jóvenes están cabreados porque no tienen dinero que gastar. Toda su vida depende de poder gastar dinero, y ahora se encuentran sin él. Esta es nuestra civilización y nuestra educación: acostumbramos a las masas a depender por completo del gasto de dinero, y luego el dinero desaparece. Las minas están funcionando dos días o dos días y medio por semana, y no hay signos de que la cosa mejore ni siquiera en invierno. Eso significa que un hombre tiene que mantener a una familia con veinticinco o treinta chelines. Las mujeres son las que están más furiosas. Pero también son las compradoras más furiosas hoy día. ¡Si se les pudiera explicar que vivir y comprar no son lo mismo! Pero es inútil. Con sólo que estuvieran educados para vivir, en lugar de para ganar y comprar, podrían vivir muy bien con veinticinco chelines. Si los hombres llevaran pantalones rojos como te dije, no les importaría tanto el dinero; si supieran bailar, saltar y brincar, y cantar, y ser arrogantes y hermosos, no les haría falta mucho dinero. Y no dar a las mujeres otra diversión que ellos mismos y que las mujeres hicieran lo mismo por ellos. Deberían aprender a estar desnudos y ser bellos, a cantar juntos, a bailar en grupo como antiguamente, a labrar las sillas donde se sientan y a bordar sus propios emblemas. El dinero les sobraría. Esa es la única forma de solucionar el problema industrial: enseñar a la gente a que sepa vivir y viva en la belleza sin necesidad de comprar. Pero no puede hacerse. Las cabezas sólo miran hoy en una dirección. Mientras que la gran masa de la gente no debería intentar pensar siquiera, porque no pueden. Deberían vivir y dar saltos y adorar al gran dios Pan. Es el único dios apropiado para las masas, y siempre lo será. Hay una minoría que puede dedicarse a cultos más elevados si le gusta. Pero que la masa sea siempre pagana. Claro que los mineros no son paganos, ni mucho menos. Son un rebaño triste, un montón de moribundos: muertos para las mujeres, muertos para la vida. Los jóvenes se lanzan a toda velocidad en sus motocicletas, con sus chicas, y bailan jazz cuando pueden. Pero están muy muertos. Y además hace falta dinero para eso. El dinero envenena cuando se tiene y mata de hambre cuando no. Seguro que te estoy dando la lata con todo esto. Pero no quiero darte la murga hablando de mí, y además a mí no me pasa nada. No quiero pensar demasiado en ti, porque el resultado es que los dos llegamos a ser un puro revoltijo en mi cabeza. Pero, desde luego, sólo vivo para el momento en que tú y yo vivamos juntos. Estoy realmente asustado. Presiento al demonio en el aire y tratará de atraparnos a los dos. El demonio no, Mammón: que sólo es, creo yo, la voluntad colectiva de la gente que va tras el dinero y odia la vida. Sea como sea, siento que hay unas grandes manos blancas que se agitan en el aire y tratan de aferrarse a la garganta de cualquiera que trate de vivir más allá del dinero para estrangularle. Se acercan malos tiempos. ¡Se acercan malos tiempos, muchachos, se acercan malos tiempos! Si todo sigue como hasta ahora, el futuro no reserva más que muerte y destrucción para las masas industriales. Siento a veces que todo mí interior se diluye en agua, y mientras tanto ahí estás tú, que vas a tener un hijo mío. Pero no te preocupes. Por malos que hayan sido los tiempos, no han podido apagar nunca los corazones: ni siquiera el amor de las mujeres. Así que no podrán apagar mi deseo de ti, ni esa pequeña llama que existe entre tú y yo. Estaremos juntos el año que viene. Y aunque estoy asustado, creo en ti y en mí. Un hombre tiene que luchar y esforzarse por conseguir lo mejor y luego confiar en algo que esté más allá de si mismo. No hay seguridad frente al futuro, a no ser creyendo en lo mejor que llevamos dentro y en la potencia que hay por encima de todo ello. Y así yo creo en la pequeña llama que hay entre nosotros. Para mí es ahora lo único que hay de positivo en el mundo. No tengo amigos, amigos íntimos. Sólo te tengo a ti. Y esa pequeña llama es lo único que me importa ahora en la vida. Está también el niño, pero eso es algo al margen. Es mi Pentecostés, la lengua de fuego entre tú y yo. El viejo Pentecostés está fuera de lugar. Yo y Dios es un poco presuntuoso de alguna forma. Pero esa pequeña llama bifurcada entre tú y yo: ¡ésa es la cosa! Y a eso me atengo y a eso me atendré a pesar de los Cliffords, las Berthas, las compañías mineras, los gobiernos y las masas ávidas de dinero. Por eso es por lo que no me gusta empezar a pensar en ti ahora. No sirve más que para torturarme, al mismo tiempo que no significa ayuda alguna para ti. No quiero que estés separada de mí. Pero si empiezo a torturarme algo se destruye. Paciencia, siempre paciencia. Este será el cuarenta invierno de mi vida. Y no puedo hacer nada por borrar los inviernos anteriores. Pero este invierno me apoyaré en mi pequeña llama de Pentecostés y tendré algo de paz. Y no permitiré que la apague el aliento de la gente. Creo en un misterio más alto que no permite que muera siquiera la flor del azafrán. Y si tú estás en Escocia y yo en los Midlands y no puedo rodearte con mis brazos ni entrelazar mis piernas en torno a ti, tengo algo de ti a pesar de todo. Mi alma vibra contigo en la pequeña llama de Pentecostés, como la paz de joder. Jodiendo dimos vida a una llama. Hasta las flores nacen de un polvo entre el sol y la tierra. Pero es algo delicado que requiere paciencia y mucho tiempo. Por eso venero ahora la castidad, porque es la paz después del joder. Me gusta ser casto ahora. Me gusta como a los copos de nieve les gusta la nieve. Me gusta esta castidad que es la pausa de la paz de nuestro joder y que es entre nosotros como un copo de nieve de un fuego blanco bifurcado. Y cuando llegue la verdadera primavera, cuando volvamos a unirnos, podremos, jodiendo, hacer que la pequeña llama se vuelva brillante y amarilla, brillante. ¡Pero ahora no, todavía no! Ahora es tiempo de castidad; es tan maravilloso ser casto, como un río de aguas frescas en mi alma. Adora la castidad ahora que fluye entre nosotros. Es como la lluvia y el agua fresca. ¿Cómo puede gustarles a los hombres andar de aventura en aventura? Qué miseria ser como Don Juan, incapaz de lograr la paz por mucho que joda, con la pequeña llama encendida, impotente e incapaz de castidad en los frescos momentos de reposo, tan refrescantes como el descanso junto a un río. Demasiadas palabras porque no puedo tocarte. Si pudiera dormir rodeándote con mis brazos, la tinta podría quedarse en el tintero. Podríamos ser castos juntos de la misma forma que podemos joder. Pero tendremos que estar separados durante algún tiempo y es quizás la forma más sensata de actuar. Si se pudiera estar seguro... No te preocupes, no te preocupes, no debemos torturarnos. Confiemos realmente en la pequeña llama y en el dios sin nombre que impide que se extinga. Realmente hay aquí tanto de ti conmigo, que es una pena que no estés toda tú a mi lado. No te preocupes por Sir Clifford. Si no sabes nada de él, no te preocupes. No puede hacerte realmente nada. Espera y verás que al final querrá librarse de ti, expulsarte. Y si no lo hace, ya nos arreglaremos nosotros para no tropezar con él. Pero querrá. Acabará decidiendo vomitarte como algo abominable. Ahora ni siquiera soy capaz de dejar de escribir y escribir. Pero una gran parte de nosotros está ya junta y lo único que podemos hacer es dejarnos guiar por ella y encaminar nuestros pasos a encontrarnos pronto. John Thomas le da las buenas noches a Lady Jane, un poco colgajón pero con el corazón lleno de optimismo. [/color:c1ded5d71e][/size:c1ded5d71e]
FIN
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