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El decamerón-Octava Jornada
El decamerón-Octava Jornada
Autor:
Giovanni Boccaccio
Fecha:
20 del 05 de 2008
Leido:
1522
Veces
YA en la cumbre de los más altos montes aparecían, el domingo por la mañana, los rayos de la surgiente luz y partidas...
[size=18:74a1b6c3ea][color=red:74a1b6c3ea] Octava Jornada [/color:74a1b6c3ea] [/size:74a1b6c3ea]
[size=15:74a1b6c3ea][color=fuchsia:74a1b6c3ea] COMIENZA LA OCTAVA JORNADA DEL DECAMERON, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE LAURETA, SE RAZONA SOBRE CUALQUIER BURLA QUE O LA MUJER AL HOMBRE O EL HOMBRE A LA MUJER O UN HOMBRE A OTRO SE HACEN CON FRECUENCIA. YA en la cumbre de los más altos montes aparecían, el domingo por la mañana, los rayos de la surgiente luz y, partidas todas las sombras, manifiestamente las cosas se conocían, cuando la reina, levantándose, con su compañía primeramente un tanto sobre las hierbecillas llenas de rocío anduvieron, y luego hacia la mitad de tercia, visitando una iglesia vecina, en ella oyeron el divino oficio; y volviéndose a casa, luego que con alegría y fiesta hubieron comido, cantaron y bailaron un tanto y luego, licenciados por la reina, quien quiso ir a descansar, pudo hacerlo. Pero habiendo el sol pasado ya el círculo meridiano, cuando a la reina plugo, para el acostumbrado novelar sentados todos junto a la bella fuente, por mandato de la reina así comenzó Neifile: NOVELA PRIMERA Gulfardo toma dineros prestados de Guasparruolo, y concertándose con la mujer de éste para acostarse con ella a cambio de ellos, se los da; y luego, en presencia de él, dice que se los dio a ella, y ella dice que es verdad Si así ha dispuesto Dios que deba yo dar comienzo a la presente jornada con mi historia, ello me place; y por ello, amorosas señoras, como sea que mucho se ha dicho de las burlas hechas por las mujeres a los hombres, una hecha por un hombre a una mujer me place contar, no ya porque yo entienda con ella censurar lo que el hombre hizo, o de decir que a la mujer no le estuvo bien empleado, sino por alabar al hombre y reprochar a la mujer, y por mostrar que también los hombres saben burlarse de quienes creen en ellos, como son burlados por aquellas en quienes ellos creen. Aunque, quien quisiese hablar más propiamente, lo que debo contar no llamaría burla sino que llamaría pago, porque como sea que toda mujer debe ser honestísima y guardar su castidad como su vida, y no dejarse ir a mancharla por razón alguna, y no pudiendo esto, sin embargo, completamente hacerse como se debería por nuestra fragilidad, afirmo que es digna del fuego aquella que a esto por dinero llega; mientras que quien por amor (conociendo sus fuerzas grandísimas) llega a ello, por un juez no demasiado riguroso merece ser perdonada, como, hace pocos días, mostró Filostrato que había sucedido a doña Filipa en Prato. Había en Milán un tudesco a sueldo cuyo nombre fue Gulfardo, arrogante en su persona y muy leal a aquellos a cuyo servicio se ponía, lo que raras veces suele suceder a los tudescos; y porque era, en los préstamos de dinero que se le hacían, lealísimo pagador, muchos mercaderes habría encontrado que por pequeño rendimiento cualquier cantidad de dinero le habrían prestado. Puso éste, viviendo en Milán, su amor en una señora muy hermosa llamada doña Ambruogia, mujer de un rico mercader que tenía por nombre Guasparruolo Cagastraccio, el cual era asaz conocido suyo y amigo; y amándola muy discretamente, sin apercibirse el marido ni otros, le pidió un día hablar con ella, rogándole que le pluguiera ser cortés con su amor, y que él estaba por su parte presto a hacer lo que ella le ordenase. La señora, luego de muchos discursos, vino a la conclusión de que estaba presta a hacer lo que a Gulfardo pluguiera si de ello se siguiesen dos cosas: una que esto no fuese manifestado por él a nadie; la otra que, como fuese que ella tuviera para alguna hacienda suya necesidad de doscientos florines de oro, quería que él, que era rico, se los diese, y después, siempre estaría a su servicio. Gulfardo, oyendo la codicia de ésta, asqueado por la vileza de quien creía que fuese una mujer valerosa, en odio cambió su ardiente amor; y pensó que tenía que burlarla, y le mandó a decir que de muy buena gana, y que aquello y toda otra cosa que ella quisiese le placería; y por ello que le mandase a decir cuándo quería que fuese a ella, que se los llevaría, y que nunca nadie sabría de esta cosa sino un compañero suyo de quien se fiaba mucho y que siempre andaba en su compañía en lo que hiciese. La señora, como una mala mujer, al oír esto estuvo contenta, y le mandó a decir que Guasparruolo su marido debía, de allí a pocos días, ir por sus negocios hasta Génova, y entonces ella se lo haría saber y le mandaría a buscar. Gulfardo, cuando le pareció oportuno, se fue a Guasparruolo y le dijo así. -Tengo que hacer un negocio para el que necesito doscientos florines de oro, los cuales quiero que me prestes con el interés con que sueles prestarme otros. Guasparruolo dijo que de buena gana, y en el momento le contó los dineros. De allí a pocos días Guasparruolo se fue a Génova, como la señora había dicho; por la cual cosa, la señora mandó a decir a Gulfardo que viniese a ella y le trajese los doscientos florines de oro. Gulfardo, tomando a su compañero, se fue a casa de la señora, y encontrándola que lo esperaba, la primera cosa que hizo fue ponerle en la mano los doscientos florines de oro, estando viéndolo su amigo, y así le dijo: -Señora, tened estos dineros y se los daréis a vuestro marido cuando vuelva. La señora los tomó, y no se apercibió de por qué Gulfardo hablaba así, sino que creyó que lo hacía para que su compañero no se percatase de que ella se daba a él por dinero; por lo que dijo: -Lo haré con gusto, pero quiero ver cuántos son. Y echándolos sobre una mesa y encontrando que eran doscientos, muy contenta los volvió a guardar; y se volvió a Gulfardo, y llevándolo a su alcoba, no solamente aquella vez, sino otras muchas, antes de que su marido volviese de Génova, con su persona le satisfizo. Vuelto Guasparruolo de Génova, enseguida Gulfardo habiéndole hecho espiar para asegurarse de que estaba con su mujer, se fue a verlo y, en la presencia de ella, le dijo: -Guasparruolo, los dineros que el otro día me prestaste, no los necesité, porque no pude hacer el trato para el que los tomé; y por ello se los traje aquí enseguida a tu mujer y se los di, y por ello cancelarás mi cuenta. Guasparruolo, vuelto a su mujer, le preguntó si los había recibido. Ella, que allí veía al testigo, no lo pudo negar, sino que dijo: -Cierto que los recibí, y no me había acordado todavía de decírtelo. Dijo entonces Guasparruolo: -Gulfardo, estoy contento; idos con Dios, que yo arreglaré bien vuestra cuenta. Ido Gulfardo, y la mujer quedando burlada, le dio al marido el deshonesto precio de su maldad; y así el sagaz amante gozó sin costo de su avara señora. NOVELA SEGUNDA El cura de Varlungo se acuesta con doña Belcolor, le deja en prenda un tabardo, y pidiéndole un mortero, se lo devuelve y le manda a pedir el tabardo dejado en prenda; se lo devuelve la buena mujer con unas palabras de doble sentido. Alababan por igual los hombres y las señoras lo que Gulfardo hecho había a la ansiosa milanesa, cuando la reina, a Pánfilo volviéndose, sonriendo le ordenó que siguiese; por la cual cosa Pánfilo comenzó: Hermosas señoras, se me ocurre contar una historieta contra aquellos que continuamente nos ofenden sin poder por nosotros ser ofendidos de la misma manera; es decir, contra los curas, los cuales contra nuestras mujeres han predicado una cruzada, y les parece no de otra manera haber ganado la indulgencia plenaria cuando a una pueden humillar bajo ellos que si de Alejandría hubieran traído a Aviñón al sultán maniatado. Lo que los desdichados seglares no les pueden hacer a ellos, aunque en sus madres, sus hermanas, sus amigas y sus hijas (con no menos ardor que ellos asaltan a sus mujeres) venguen sus iras. Y por ello entiendo contaros un amartelamiento campesino, más propio de risa por la conclusión que largo en palabras, del cual también podréis recoger como fruto que a los curas no hay que creerles siempre en todo. Digo, pues, que en Varlungo, pueblo asaz cercano de aquí, como todas vosotras o sabe o puede haber oído, hubo un valeroso sacerdote (y gallardo en su persona) al servicio de las damas que, aunque leer no supiese mucho, sin embargo, con mucho bueno y santo palabreo, los domingos al pie del olmo recreaba a sus parroquianos; y mejor visitaba a sus mujeres (cuando ellos se iban a alguna parte) que ningún otro cura que hubiera habido allí, llevándoles cosas de la fiesta y agua bendita y a veces algún cabo de vela a su casa, dándoles su bendición. Ahora sucedió que, entre las demás parroquianas suyas que primero le habían gustado, una sobre todas le gustó que tenía por nombre doña Belcolor , mujer de un labrador que se llamaba Bentivegna del Mazzo, la cual en verdad era una agradable y fresca rusticaza, morenota y maciza y más apropiada para poder moler que ninguna otra; y además de ello era la que mejor sabía tocar el címbalo y cantar El agua va por el barranco y conducir el corro y el saltarelo, cuando se terciaba, de todas las vecinas que tuviese, con un bueno y elegante moquero en la mano. Por las cuales cosas, el señor cura se encaprichó por ella tanto que andaba delirante y todo el día andaba correteando para poder verla; y cuando el domingo por la mañana la sentía en la iglesia, decía un kyrie y un Sanctus esforzándose bien en mostrarse un gran maestro de canto, que parecía un asno que rebuznase mientras que, cuando no la veía allí, salía del lance con bastante facilidad; pero lo sabía hacer tan bien que Bentivegna del Mazzo no se apercibía, ni aún ninguna vecina que ella tuviese. Y para poder gozar más del trato de doña Belcolor, de cuando en cuando le mandaba obsequios, y una vez le mandaba un manojillo de ajos frescos, que tenía los más hermosos del barrio en un huerto suyo que labraba con sus manos, y otra vez una canastilla de habas, y ahora un manojillo de cebollas de mayo o de escalonias; y cuando le parecía oportuno mirándola con rostro adusto, con blandura la reprendía, y ella un tanto salvaje, fingiendo no darse cuenta, se iba a otra parte desdeñosamente; por lo que el señor cura no podía venir al asunto. Ahora, sucedió un día que, andando el cura en pleno mediodía de un lado a otro por el barrio, sin ir a ningún sitio, se encontró con Bentivegna del Mazzo con un burro muy cargado, y dirigiéndole la palabra, le preguntó dónde iba. A quien Bentivegna repuso: -A fe mía, sire , que en verdad voy hasta la ciudad para un trasunto mío, y le llevo estas cosas a sir Bonacotti de Cinestreto, que mi ayuda para no sé qué me ha mandado a pedir para una comparación del parentorio, por su pericolator el juez del dificio. El cura, contento, dijo: -Haces bien, hijo; vete con mi bendición y vuelve pronto; y si vieses por casualidad a Lapuccio o Naldino, no se te vaya de la cabeza decirles que me traigan aquellas correas para los mayales. Bentivegna dijo que lo haría; y viniéndose hacia Florencia, pensó el cura que era el momento de ir a la Belcolor y de probar fortuna; y echándose al camino, no paró hasta que estuvo en su casa, y entrando adentro, dijo: -Dios os guarde; ¿quién vive? Belcolor, que había subido al desván, al oírlo dijo: -Oh, sire, sed bienvenido; ¿qué hacéis por ahí con este calor? El cura repuso: -Así Dios me guarde, que me vengo a estar un rato contigo, porque me he encontrado con tu hombre que se iba a la ciudad. Belcolor, bajando, se sentó y comenzó a escoger simientes de unas coles que su marido había cogido poco hacía. El cura comenzó a decirle: -Bien, Belcolor, ¿vas a hacerme siempre morir de esta manera? Belcolor comenzó a reírse y a decir: -¿Qué os hago? Dijo el cura: -No me haces nada, pero no me dejas hacerte lo que yo querría y Dios mandó. Dijo Belcolor: -Ah, vaya, vaya: ¿pues los curas hacen tales cosas? El cura repuso: -Mejores las hacemos que los demás hombres, ¿pues por qué no? Y te digo más, que nosotros hacemos mucho mejor trabajo; ¿y sabes por qué? Porque molemos sólo cuando el caz está colmado. Pero, en verdad, muy para tu provecho, si te estás quieta y me dejas hacer. Dijo Belcolor: -¿Y qué provecho iba yo a sacar de ahí, que sois todos más avaros que el demontre? Entonces dijo el cura: -No lo sé; tú pide, ¿quieres un par de escarpines, o quieres una cinta del pelo o quieres un buen cinturón de estambre?, o lo que quieras. Dijo Belcolor: -¡Basta, hermano! Esas cosas las tengo; pero si me amáis tanto, ¿por qué no me prestáis un servicio y yo haré lo que queráis? Entonces dijo el cura: -Di lo que quieras y lo haré de buena gana. Belcolor dijo entonces: -Tengo que ir a Florencia el sábado a entregar una lana que he hilado y a llevar a arreglar el telar; y si me prestáis cinco liras, que sé que las tenéis, recogeré en el usurero mi saya color púrpura y el cinturón de fiesta que traje de dote, que veis que no puedo ir de romería ni a ningún lugar porque no lo tengo; y luego siempre haré lo que queráis. Repuso el cura: -Así Dios me dé salud como que no las llevo encima; pero créeme que, antes que llegue el sábado, haré que las tengas de muy buena gana. -Sí -dijo Belcolor-, todos prometéis mucho y luego no lo mantenéis: ¿creéis que vais a hacerme como le hicisteis a Biliuzza, que se fue con el dominus vobiscum? Por Dios que no lo haréis, que ella es una mujer perdida a cuenta de ello; ¡si no las tenéis, idos a buscarlas! -¡Ah! -dijo el cura-, no me hagas ahora ir hasta casa, que ves que tengo tan derecha la suerte y hasta que no hay nadie, y tal vez cuando volviese habría aquí alguien que lo impediría; y no sé cuándo va a ponérseme tan bien como ahora. Y ella dijo: -Basta: si queréis ir, iros; si no, aguantaos. El cura, viendo que no estaba dispuesta a hacer nada que él quisiera sino salvum me fac y él lo quería hacer sine custodia, dijo: -Mira, tú no me crees que te las traiga; para que me creas te dejaré en prenda este tabardo mío de paño turqués. Belcolor levantó la vista y dijo: -Así este tabardo, ¿y qué vale? Dijo el cura: -¿Cómo qué vale? Quiero que sepas que es de dulleta y hasta de trelleta, y hay en nuestro pueblo quien lo tiene por de cuadralleta; y no hace todavía quince días que me costó en Lotto el revendedor mis buenas siete liras, y me ahorré unas cinco liras por lo que me dijo Buglietto del Erta que sabes que es tan entendido en estos paños turqueses. -¡Ah!, ¿es así? -dijo Belcolor-, así me ayude Dios como que nunca lo hubiese pensado; pero dádmelo como primicias. El señor cura, que tenía la ballesta cargada, quitándose el tabardo se lo dio; y ella que lo hubo guardado, dijo: -Sire, idos a aquella cabaña, que allí nunca entra nadie. Y así hicieron; y allí el cura, dándole los más dulces besazos del mundo y haciéndola pariente de Dios Nuestro Señor, con ella un gran rato se solazó; luego, yéndose en sotana, que parecía que viniese de oficiar en unas bodas, se volvió a sagrado. Allí, pensando que cuantos cabos de vela recogía en todo el año de oferta no valían la mitad de cinco liras, le pareció haber hecho mal, y se arrepintió de haber dejado el tabardo y comenzó a pensar en qué modo podía recuperarlo sin costos. Y porque era un tanto maliciosillo, pensó muy bien qué debía hacer para recuperarlo, y lo hizo; porque al día siguiente, que era fiesta, mandó a un muchacho de un vecino suyo a casa de esta doña Belcolor y le pidió que le pluguiera prestarle su mortero de piedra, porque almorzaba con él Binguccio del Poggio y Nuto Buglietti, y que quería hacer una salsa. Belcolor se lo mandó; y cuando llegó la hora de almorzar, el cura mandó averiguar cuándo se ponían a la mesa Bentivegna del Mazzo y Belcolor, y llamado su monaguillo, le dijo: -Coge aquel mortero y devuélvelo a Belcolor, y dile: «Dice el sire que os lo agradece mucho, y que le devolváis el tabardo que el muchachito os dejó en prenda». El monaguillo fue a casa de Belcolor con el mortero y la encontró con Bentivegna a la mesa almorzando, y dejando allí encima el mortero, dio el recado del cura. Belcolor, al oírse pedir el tabardo quiso contestar; pero Bentivegna, con mal gesto, dijo: -¿Desde cuándo le tomas nada en prenda al sire? Voto a Cristo que me vienen ganas de darte un gran pescozón; ve y devuélveselo pronto, mala fiebre te dé, y cuida que de nada que quiera alguna vez, aunque quisiese nuestro burro, no ya otra cosa, le digas que no. Belcolor se levantó barbotando y, yendo al arcón, sacó de allí el tabardo y se lo dio al monaguillo, y dijo: -Dirás esto al sire de mi parte: «Belcolor dice que promete a Dios que no machacaréis más salsas en su mortero, que no le habéis hecho ningún honor con esto». El monaguillo se fue con el tabardo y dio el recado al sire; al que el cura, riendo, dijo: -Le dirás cuando la veas que, si no me presta el mortero yo no le prestaré el mazo; vaya lo uno por lo otro. Bentivegna creyó que la mujer había dicho aquellas palabras porque él la había reprendido, y no se preocupó por ello; pero Belcolor, que había quedado burlada, se encolerizó con el cura y le negó la palabra hasta la vendimia; después, habiéndola amenazado el cura con hacerla ir a la boca del mayor de los Luciferes, por puro miedo, con el mosto y con las castañas se reconcilió con él, y muchas veces luego estuvieron juntos de juerga; y a cambio de las cinco liras le hizo el cura poner un pergamino nuevo al címbalo y le colgó de él un cascabelillo, y ella se contentó. NOVELA TERCERA Calandrino, Bruno y Buffalmacco van por el Muñone abajo en busca del heliotropo , y Calandrino cree haberlo encontrado; se vuelve a casa cargado de piedras, la mujer le regaña y él, airado, la golpea, y a sus compañeros les cuenta lo que ellos saben mejor que él . Terminada la historia de Pánfilo, con la que las señoras habían reído tanto que todavía se ríen, la reina a Elisa ordenó que siguiese; la cual, todavía riendo, comenzó: Yo no sé, amables señoras, si me será dado haceros con una historieta mía no menos verdadera que entretenida reír tanto cuanto os ha hecho Pánfilo con la suya, pero me esforzaré en ello. En nuestra ciudad, que siempre en maneras varias y en gentes extraordinarias ha sido abundante, hubo, no hace todavía mucho tiempo, un pintor llamado Calandrino hombre simple y de costumbres bizarras, el cual la mayor parte del tiempo con otros dos pintores trataba, llamados el uno Bruno y el otro Buffalmacco hombres muy bromistas pero por otra parte avisados y sagaces, los cuales trataban con Calandrino porque de sus maneras y de su simpleza con frecuencia gran fiesta hacían. Había también en Florencia entonces un joven de maravillosa gracia y en todas las cosas que hacer quería hábil y afortunado, llamado Maso del Saggio , el cual, oyendo algunas cosas sobre la simpleza de Calandrino, se propuso divertirse de sus cosas haciéndole alguna burla o haciéndole creer alguna cosa extraordinaria; y por acaso encontrándolo un día en la iglesia de San Giovanni y viéndole estar atento mirando las pinturas y los bajorrelieves del tabernáculo que está sobre el altar de la iglesia, puesto no hacía mucho tiempo allí, pensó que le había llegado lugar y tiempo para su intención. E informando a un compañero suyo de aquello que entendía hacer, juntos se acercaron a donde Calandrino estaba sentado solo, y haciendo semblante de no verlo, juntos comenzaron a razonar sobre las virtudes de diversas piedras, de las que Maso hablaba tan autorizadamente como si hubiera sido un famoso y gran lapidario ; a los cuales razonamientos dando oídos Calandrino y luego de un rato poniéndose en pie, viendo que no era secreto, se unió a ellos, lo que mucho agradó a Maso. El cual, siguiendo con sus palabras, fue preguntado por Calandrino que dónde estas piedras tan llenas de virtud se encontraban. Maso repuso que las más se encontraban en Berlinzonia , tierra de los vascos , en una comarca que se llamaba Bengodi en la que las vides se atan con longanizas y se tiene una oca por un dinero y un pato además, y había allí una montaña toda de queso parmesano rallado en lo alto de la que había gentes que nada hacían sino macarrones y raviolis y cocerlos en caldo de capones, y luego los arrojaban desde allí abajo, y quien más cogía más tenía; y allí al lado corría un arroyuelo de vernaza del mejor que puede beberse, sin una gota de agua mezclada. -¡Oh! -dijo Calandrino-, ése es un buen país; pero dime, ¿qué hacen de los capones que ésos cuecen? Repuso Maso: -Todos se los comen los vascos. Dijo entonces Calandrino: -¿Has ido allí alguna vez? A quien Maso respondió: -¿Dices que si he estado? ¡Sí, así he estado una vez como mil! Dijo entonces Calandrino: -¿Y cuántas millas tiene? -Tiene más de un millón cantando a pleno pulmón Dijo Calandrino: -Pues debe ser más allá de los Abruzzos. -Ah, sí -dijo Maso-, así de nones . El simple de Calandrino, viendo a Maso decir estas palabras con un rostro serio y sin reírse, les daba la fe que puede darse a la verdad más manifiesta, y por tan ciertas las tenía; y dijo: -Demasiado lejos está de mis asuntos; pero si más cerca estuviese, sí te digo que iría una vez allí contigo para ver rodar a esos macarrones y darme un hartazgo de ellos. Pero dime, así seas feliz; ¿en estas comarcas no se encuentran ninguna de esas piedras maravillosas? A quien Maso repuso: -Si, dos clases de piedras se encuentran de grandísima virtud. La una son los pedruscos de Settignano y de Montisci por virtud de los cuales, cuando se hacen muelas, se hace la harina, y por ello se dice en los países de allá que de Dios vienen las gracias y de Montisci las piedras de molino; pero hay de estas piedras de amolar tan gran cantidad, que entre nosotros es poco apreciada, como entre ellos las esmeraldas, de las cuales hay allí una montaña mayor que Montemorello que relucen a la medianoche y vete con Dios; y sabe que quien puliera las muelas de molino y las hiciera engastar en anillos antes de que se las agujerease, y se las llevase al sultán, tendría lo que quisiera. La otra es una piedra que nosotros los lapidarios llamamos heliotropo, piedra de mucha mayor virtud, porque quien la lleve encima, mientras la tenga no es de ninguna otra persona visto donde no está. Entonces Calandrino dijo: -Grandes virtudes son éstas; ¿pero esa segunda dónde se encuentra? A quien Maso repuso que en el Muñone se solía encontrar. Dijo Calandrino: -¿De qué tamaño es esa piedra y qué color es el suyo? Repuso Maso: -Es de varios tamaños, que alguna es mayor, alguna menor; pero todas son de color casi como negro. Calandrino, habiendo todas estas cosas advertido para sí, fingiendo tener otra cosa que hacer, se separó de Maso, y se propuso buscar esta piedra; pero deliberó no hacerlo sin que lo supiesen Bruno y Buffalmacco, a quienes especialísimamente amaba. Se dio, pues, a ir en su busca, para que sin dilación y antes de ningún otro fueran a buscarlas, y todo el resto de aquella mañana consumió buscándolos. Por último, siendo ya pasada la hora de nona, acordándose de que trabajaban en el monasterio de las señoras de Faenza , aunque el calor fuese grandísimo, dejando toda otra ocupación, casi corriendo se fue donde ellos, y llamándoles les dijo: -Compañeros, si queréis creerme podemos convertirnos en los hombres más ricos de Florencia, porque le he oído a un hombre digno de fe que en el Muñone hay una piedra que quien la lleva encima no es visto de nadie; por lo que me parece que sin tardanza, antes que otra persona pueda ir, fuésemos a buscarla. Por cierto que la encontraremos, porque la conozco; y cuando la hayamos encontrado, ¿qué tendremos que hacer sino meterla en la escarcela e ir a las mesas de los cambistas, que sabéis que están siempre cargadas de monedas de plata y de florines, y coger cuantos queramos? Nadie nos verá: y así podremos enriquecernos súbitamente sin tener todo el santo día que embadurnar los muros del modo que lo hace el caracol. Bruno y Buffalmacco, al oírle, empezaron a reírse por dentro; y mirándose el uno al otro pusieron cara de maravillarse mucho y alabaron la idea de Calandrino; pero preguntó Buffalmacco qué nombre tenía esta piedra. A Calandrino, que era de mollera dura, ya se le había ido el nombre de la cabeza; por lo que respondió: -¿Qué nos importa el nombre, puesto que sabemos la virtud? Yo diría que fuésemos a buscarla sin más esperar. -Pero bien -dijo Bruno-, ¿cómo es? Calandrino dijo: -Las hay de distintas formas, pero todas son casi negras; por lo que me parece que debemos coger todas aquellas que veamos negras, hasta que lleguemos a ella; así que no perdamos tiempo, vamos. A quien Bruno dijo: -Pero espera. Y vuelto a Buffalmacco dijo: -A mí me parece que Calandrino dice bien; pero no me parece que sea hora de ello porque el sol está alto y da dentro del Muñone y ha secado todas las piedras; por lo que tales de ellas parecen ahora blancas, algunas que hay allí, que por la mañana, antes de que el sol las haya secado, parecen negras; y además de ello, mucha gente por diversas razones hay hoy, que es día laborable, en el Muñone, que, al vernos, podrían adivinar lo que anduviéramos haciendo y tal vez hacerlo ellos también; y podría venir a sus manos y nosotros habríamos perdido el santo por la limosna. A mí me parece, si os parece a vosotros, que éste es asunto de hacer por la mañana, que se distinguen mejor las negras de las blancas, y en día festivo, que no habrá allí nadie que nos vea. Buffalmacco alabó la opinión de Bruno, y Calandrino concordó con ellos, y decidieron que el domingo siguiente por la mañana irían los tres juntos a buscar aquella piedra; pero sobre todas las cosas les rogó Calandrino que con nadie en el mundo hablasen de aquello, porque a él se lo habían dicho en secreto. Y hablando esto, les contó lo que había oído de la comarca de Bengodi, con juramentos afirmando que era así. Cuando Calandrino se separó de ellos, lo que sobre este asunto iban a hacer lo arreglaron entre ellos. Calandrino esperó con ansiedad el domingo por la mañana; venida la cual, se levantó al salir el día y, llamando a sus compañeros, saliendo por la puerta de San Gallo y bajando al Muñone, comenzaron a andar por él abajo, buscando piedras. Calandrino iba, como más afanoso, delante y prestamente saltando ora aquí ora allí, donde alguna piedra negra veía se arrojaba y cogiéndola se la metía en el seno. Sus compañeros andaban detrás, y de vez en cuando una u otra cogían; pero Calandrino no había andado mucho camino cuando tuvo el regazo lleno; por lo que, alzándose las faldas del sayo, que no seguía la moda de Hainaut , y haciendo con ellas una amplia halda, habiéndolo sujetado bien con el cinturón por todas partes, no mucho después la llenó y semejantemente, después de algún rato, haciendo halda de la capa, la llenó de piedras. Por lo que, viendo Buffalmacco y Bruno que Calandrino estaba cargado y la hora de comer se avecinaba, según lo establecido entre ellos, dijo Bruno a Buffalmacco: -¿Dónde está Calandrino? Buffalmacco, que lo veía allí junto a ellos, volviéndose en torno, y mirando acá y allá, repuso: -No lo sé, pero hasta hace un momento estaba aquí delante de nosotros. Dijo Bruno: -¡Que hace poco! Me parece estar seguro de que ahora está en casa almorzando y nos ha dejado a nosotros en el frenesí de andar buscando las piedras negras por el Muñone abajo. -¡Ah!, qué bien ha hecho -dijo entonces Buffalmacco-, burlándose de nosotros y dejándonos aquí, ya que hemos sido tan tontos como para creerle. ¿Crees que habría alguien tan tonto como nosotros que hubiera creído que en el Muñone iba a encontrarse una piedra tan milagrosa? Calandrino, al oír estas palabras, imaginó que aquella piedra había llegado a sus manos y que, por la virtud de ella misma, aunque estuviese él presente no lo veían. Contento, pues, sobremanera de tal suerte, sin decirles nada, pensó en volver a su casa; y volviendo sobre sus pasos, comenzó a irse. Viendo esto, Buffalmacco dijo a Bruno: -¿Qué hacemos nosotros? ¿Por qué no nos vamos? A quien Bruno respondió: -Vámonos; pero juro a Dios que Calandrino no me hace ni una más; y si estuviese junto a él como lo he estado toda la mañana, le daría tal con este guijarro en el calcañar que se acordaría un mes de esta broma. Y decir estas palabras y estirar el brazo y darle a Calandrino con el guijarro en el calcañar fue todo uno. Calandrino, sintiendo el dolor, levantó el pie y comenzó a resoplar, pero luego se calló y se fue. Buffalmacco, cogiendo uno de los guijos que recogido había, dijo a Bruno: -¡Ah, mira el guijo: así le diese ahora mismo en los riñones a Calandrino! Y, soltándolo, le dio con él un gran golpe en los riñones; y en resumen, de tal guisa, ahora con una palabra y ahora con otra, por el Muñone arriba hasta la puerta de San Gallo lo fueron lapidando. Allí, arrojando al suelo las piedras que habían recogido, un tanto se detuvieron con los guardias aduaneros, los cuales, primero informados por ellos, fingiendo no verlo, dejaron pasar a Calandrino con la mayor risa del mundo. El cual, sin pararse se vino a su casa, la cual estaba junto al Canto della Macina; y tan favorable le fue la fortuna a la burla que mientras Calandrino por el río se venía y luego por la ciudad, nadie le dirigió la palabra, ya que encontró a pocos porque todos estaban almorzando. Entró, así pues, Calandrino, tan cargado, en su casa. Estaba por acaso su mujer (que tenía por nombre doña Tessa), mujer hermosa y valerosa, arriba de la escalera, y un tanto enojada por su larga demora, y viéndolo venir comenzó a decirle con reproches: -¡Ya, hermano, te trae el diablo! Todo el mundo ha comido ya cuando tú vienes a comer. Lo que oyendo Calandrino y viendo que lo veía, lleno de amargura y de dolor comenzó a gritar: -¡Ay!, mala mujer, pues eres tú, me has arruinado; pero por Dios que me las pagarás. Y subiendo a una salita y descargadas allí las muchas piedras que había recogido, furibundo corrió hacia su mujer y, cogiéndola por las trenzas, la tiró al suelo, y allí, cuanto pudo mover los brazos y las piernas tantos puñetazos y patadas le dio por todo el cuerpo, sin dejarle en la cabeza cabello o hueso encima que machacado no estuviese, nada valiéndole pedir merced con los brazos en cruz. Buffalmacco y Bruno, luego de que con los guardianes de la puerta se hubieron reído un poco, con lento paso comenzaron un poco de lejos a seguir a Calandrino; y llegados junto a su puerta, sintieron la feroz paliza que a su mujer le daba, y fingiendo que llegaban entonces, le llamaron. Calandrino, todo sudado, rojo y cansado, se asomó a la ventana y les rogó que subiesen donde estaba él. Ellos, mostrándose un tanto enfadados, subieron arriba y vieron la sala llena de piedras, y en uno de los rincones a la mujer despeinada, toda lívida y golpeada en la cara, llorar dolorosamente; y por otra parte Calandrino, desceñido y jadeante a guisa de hombre cansado, sentado. Y luego de haber mirado un rato dijeron: -¿Qué es esto, Calandrino? ¿Quieres hacer un muro, que te vemos con tantas piedras? Y además de esto, añadieron: -¿Y doña Tessa qué tiene? Parece que le has pegado; ¿qué novedades son éstas? Calandrino, cansado por el peso de las piedras y por la rabia con que le había pegado a su mujer, y con el dolor de la fortuna que le parecía haber perdido, no podía reunir aliento para pronunciar enteras las palabras de su respuesta; por lo que, dándole tiempo, Buffalmacco recomenzó: -Calandrino, si estabas airado por algo, no debías por ello escarnecernos a nosotros; que, luego de que nos indujiste a buscar contigo la piedra preciosa, sin decírselo a Dios ni al diablo nos dejaste como a dos cabrones en el Muñone y te viniste, lo que tenemos por muy gran maldad; pero por cierto que ésta va a ser la postrera que vas a hacernos. A estas palabras, Calandrino, esforzándose, repuso: -Compañeros, no os enfurezcáis: las cosas han sido de muy distinto modo del que pensabais. Yo, desventurado, había encontrado aquella piedra; ¿y queréis saber si digo verdad? Cuando primeramente os preguntasteis por mí el uno al otro, yo estaba a menos de diez brazos de vosotros, y viendo que os acercabais y no me veíais, me fui por delante de vosotros, y siguiendo un poco por delante siempre me he venido. Y empezando por un extremo, hasta el final les contó lo que habían hecho y dicho ellos, y les mostró la espalda y los calcañares cómo los habían aderezado los guijarros, y luego siguió: -Y os digo que, entrando por la puerta con todas estas piedras en el seno que aquí veis, nada me dijeron (que sabéis cuán desagradables y molestos suelen ser) los guardianes que quieren mirar todo, y además de esto, he encontrado por la calle a muchos de mis compadres y amigos, los cuales siempre suelen dirigirme algún saludo e invitarme a beber, y no hubo ni uno que me dijese media palabra, como quienes no me veían. Al final, llegando aquí a casa, este diablo de esta maldita mujer se me puso delante y me vio, porque, como sabéis, las mujeres hacen perder la virtud a todas las cosas; de lo que yo, que podía decirme el hombre más venturoso de Florencia, he quedado el más desventurado: y por ello le he pegado tanto cuanto he podido mover las manos y no sé qué, me detiene en cortarle las venas, ¡que maldita sea la hora en que primero la vi y cuando vino a esta casa! Y encendiéndose de nuevo en ira, quería levantarse para volver a pegarle de nuevo. Buffalmacco y Bruno, oyendo estas cosas, ponían cara de maravillarse mucho y con frecuencia confirmaban lo que Calandrino decía, y sentían tan grandes ganas de reír que casi estallaban; pero viéndole furioso levantarse para pegar otra vez a su mujer, saliendo a su encuentro lo retuvieron diciéndole que de estas cosas ninguna culpa tenía su mujer, sino él que sabiendo que las mujeres hacían perder su virtud a las cosas no le había dicho que se guardase de ponérsele delante aquel día; de la cual precaución Dios le había privado o porque la suerte no debía ser suya o porque tenía en el ánimo engañar a sus compañeros, a los cuales, cuando se dio cuenta de haberla encontrado debía descubrirla. Y luego de muchas palabras, no sin gran trabajo reconciliando con él a la doliente mujer, y dejándolo melancólico en la casa llena de piedras, se fueron. NOVELA CUARTA El preboste de Fiésole ama a una mujer viuda; no es amado por ella y, creyendo acostarse con ella, se acuesta con una criada suya, y los hermanos de la señora hacen que su obispo lo descubra . Había llegado Elisa al fin de su historia, no sin gran placer de toda la compañía habiéndola contado, cuando la reina, volviéndose a Emilia, le mostró que quería que ella, después de Elisa, la suya contase; la cual, prestamente, comenzó así: Valerosas señoras, cuán solicitadores de nuestros pensamientos son los curas y los frailes y todo clérigo, en muchas historias de las contadas recuerdo que se ha demostrado; pero porque nunca podría hablarse de ello tanto que no quedase mucho más por decir, yo, además, entiendo contaros una sobre un preboste el cual, a pesar de todo el mundo, quería que una noble señora viuda le amase, quisiera ella o no; la cual, como muy sabia, le trató tal como se merecía. Como todas vosotras sabéis, Fiésole, cuya colina podemos desde aquí ver, fue una ciudad antiquísima y grande, aunque hoy esté toda derruida, y no por ello ha dejado de tener obispo propio y todavía lo tiene. Allí, cerca de la iglesia mayor, tenía una noble señora viuda, llamada doña Piccarda, una posesión con una casa no muy grande; y porque no era la mujer más acomodada del mundo, allí vivía la mayor parte del año, y con ella dos hermanos suyos, jóvenes muy de bien y corteses. Ahora, sucedió que frecuentando esta señora la iglesia mayor y siendo todavía asaz joven, y hermosa y agradable, se enamoró de ella tan ardientemente el preboste de la iglesia, que nada más veía aquí ni allí, y luego de algún tiempo fue tan atrevido que él mismo dijo a esta señora su deseo, y le rogó que estuviese contenta de su amor y de amarlo como él la amaba. Era este preboste ya viejo de años pero jovencísimo de juicio, petulante y altanero, y de sí mismo pensaba todo lo mejor, con modos y costumbres llenos de afectación y desagrado, y tan cargante y fastidioso que nadie había que le quisiera bien; y si alguien le quería poco era esta señora misma, que no solamente no le quería nada sino que lo odiaba más que a un dolor de cabeza. Por lo que, como prudente, le repuso: -Señor, que vos me améis debe serme muy grato, y yo debo amaros y os amaré de buen grado; pero entre vuestro amor y el mío ninguna cosa deshonesta debe suceder jamás. Sois mi padre espiritual y sois sacerdote, y ya os aproximáis mucho a la vejez, las cuales cosas os deben hacer honesto y casto; y por otra parte yo no soy una niña a quien estos enamoramientos sienten ya bien, y soy viuda, que sabéis cuánta honestidad se espera de las viudas; y por ello, tenedme por excusada, que del modo en que me requerís no os amaré nunca ni así quiero ser amada por vos. El preboste, no pudiendo aquella vez sacar de ella otra cosa, no se dio por desmayado y vencido al primer golpe, sino que usando de su arrogante osadía la solicitó muchas veces con cartas y con embajadas, y aun por sí mismo cuando a la iglesia la veía venir; por lo que, pareciéndole este tábano demasiado pesado y demasiado enojoso a la señora, pensó en quitárselo de encima del modo que merecía, puesto que de otro no podía; pero no quiso hacer cosa alguna que primero no razonase con sus hermanos. Y habiéndoles dicho lo que el preboste hacía con ella y también lo que ella entendía hacer, y recibiendo de ellos plena autorización, de allí a pocos días volvió a la iglesia como acostumbraba; y en cuanto la vio el preboste, vino a ella, y como solía hacer, de modo confianzudo entró con ella en conversación. La señora, viéndole venir y mirando hacia él, le puso alegre gesto, y retirándose a un lado, habiéndole el preboste dicho muchas palabras del modo acostumbrado, la señora luego de un gran suspiro dijo: -Señor, yo he oído muchas veces que no hay ningún castillo tan fuerte que, siendo combatido todos los días, no llegue a ser tomado alguna vez; lo que veo muy bien que me ha sucedido a mí. Tanto unas veces con dulces palabras y otras con bromas y otras con otras cosas me habéis cercado, que me habéis hecho romper mi propósito; y estoy dispuesta, puesto que tanto os agrado, a ser vuestra. El preboste, todo contento, dijo: -Señora, mucho os lo agradezco y a decir verdad, me he maravillado mucho de cómo os habéis resistido tanto, pensando que nunca me ha sucedido esto con ninguna; así he dicho yo algunas veces que, si las mujeres fuesen de plata no valdrían ningún dinero porque ninguna resistiría el martillo . Pero dejemos esto: ¿cuándo y dónde podremos estar nosotros juntos? A lo que la señora repuso: -Dulce señor mío, cuándo podría ser la hora que más os agradase porque yo no tengo marido a quien tenga que dar cuenta de mis noches; pero dónde no sé pensarlo. Dijo el cura: -¿Cómo no? ¿Y vuestra casa? Repuso la dama: -Señor, sabéis que tengo dos hermanos jóvenes, los cuales de día y de noche vienen a casa con sus amistades, y mi casa no es muy grande, y por ello no podría ser, salvo que quisieseis estar allí como si fuerais mudo sin decir palabra ni resollar, y en la oscuridad, a modo de ciego; si quisierais hacerlo así se podría, porque ellos no entran en mi alcoba; pero está la suya tan al lado de la mía que no se puede decir ni una palabrita tan bajo que no se oiga. Dijo entonces el preboste: -Señora, que no quede por ello por una noche o dos, en tanto yo piense dónde podemos estar en otra parte con más comodidad. La señora dijo: -Señor, esto es cosa vuestra, pero una cosa os ruego, que esto quede tan secreto que no se sepa nunca una palabra. El preboste dijo entonces: -Señora, no temáis por ello, y si puede ser, haced que esta noche estemos juntos. -Me place -y dándole indicaciones de cómo y cuándo venir debía, se fue y se volvió a su casa. Tenía esta señora una criada, que no era demasiado joven y que tenía el rostro más feo y más contrahecho que nunca se vio; que tenía la nariz muy aplastada y la boca torcida y los labios gruesos y los dientes mal compuestos y grandes, y tiraba a bizca, y nunca estaba sin los ojos malos, y de un color verde y amarillo que parecía que no en Fiésole sino en Sinagalia había pasado el verano; y además de todo esto, era coja y un tanto manca del lado derecho. Y se llamaba Ciuta, y porque tan lívida cara tenía, por todos era llamada Ciutazza ; y aunque fuese contrahecha en la figura, era, sin embargo, bastante maliciosa. A la cual, la señora llamó, y le dijo: -Ciutazza, si quieres hacerme un servicio esta noche, te daré una buena camisa nueva. Ciutazza, oyendo mentar la camisa, dijo: -Señora, si me dais una camisa, me arrojaré al fuego, no ya otra cosa. -Pues bien --dijo la señora-, quiero que esta noche te acuestes con un hombre en mi cama y que lo acaricies, y guárdate de decir palabra, que no te sientan mis hermanos, que sabes que duermen al lado; y luego te daré la camisa. Ciutazza dijo: -Así dormiría yo con seis, no con uno, si hiciese falta. Venida pues la noche, el señor preboste vino, como le había sido fijado; y los dos jóvenes, como la señora había combinado, estaban en su alcoba y hacían mucho ruido; por lo que el preboste, silenciosamente y a oscuras entrando en la alcoba de la señora, se fue a la cama como ella le había dicho, y del otro lado Ciutazza, bien informada por la señora de lo que tenía que hacer. El señor preboste, creyendo tener a su señora al lado, se echó en los brazos de Ciutazza y comenzó a besarla sin decir palabra, y Ciutazza a él; y comenzó el preboste a solazarse con ella, tomando posesión de los bienes largamente deseados. Cuando la señora hubo hecho esto, ordenó a los hermanos que hiciesen el resto de lo que habían planeado; los cuales, calladamente saliendo de su alcoba, se fueron a la plaza, y fue su fortuna para lo que querían hacer más favorable de lo que ellos mismos pedían porque, siendo el calor grande, el obispo había mandado a buscar a los dos jóvenes para ir hasta su casa paseando y beber en su compañía. Pero al verlos venir, diciéndoles su deseo, con ellos se puso en camino; y entrando en un patiecillo fresco que ellos tenían donde había muchas luces encendidas, con gran placer estuvo bebiendo un buen vino de los suyos. Y habiendo bebido dijeron los jóvenes: -Señor, pues que tanto favor nos habéis hecho, que os habéis dignado visitar esta nuestra pequeña choza a la que veníamos a invitaros, queremos que os plazca ver una cosita que os querríamos mostrar. El obispo repuso que de buena gana; por lo que uno de los jóvenes, tomando en la mano una pequeña antorcha encendida y yendo por delante, siguiéndole el obispo y todos los demás, se enderezó hacia la alcoba donde el señor preboste yacía con Ciutazza, el cual para llegar pronto se había apresurado a cabalgar y había, antes de que éstos llegasen allí, cabalgado ya más de tres millas; por lo que cansado y teniendo a Ciutazza en brazos a pesar del calor, dormía. Entrando, pues, con luz en la mano el joven en la alcoba, y el obispo detrás de él y todos los otros, les fue mostrado el preboste con Ciutazza en brazos. En esto, despertándose el señor preboste, y viendo la luz y esta gente a su alrededor, avergonzándose mucho y amedrentado metió la cabeza debajo de las sábanas; al cual el obispo injurió grandemente y le hizo sacar la cabeza y ver con quién estaba acostado. El preboste, al ver el engaño de la señora, tanto por él como por el vituperio que le parecía ser, súbitamente se sintió el más dolorido hombre que jamás había existido: y por mandato del obispo, vistiéndose, a sufrir un gran castigo por el pecado cometido, bien custodiado, tuvo que irse a su casa. Quiso luego saber el obispo cómo había sucedido aquello de que aquél hubiese ido a acostarse allí con Ciutazza. Los jóvenes le contaron ordenadamente todas las cosas; lo que oyendo el obispo, mucho alabó a la señora, y también a los jóvenes que, sin querer mancharse las manos con la sangre de un sacerdote, le habían tratado como merecía. Este pecado se lo hizo el obispo llorar cuarenta días, pero el amor y la vergüenza le hicieron llorar más de cuarenta y nueve; sin contar con que, por mucho tiempo después no podía andar por la calle sin ser señalado con el dedo por los muchachitos, los cuales decían: -¡Mira al que se acuesta con Ciutazza! Lo que le dolía tanto que estuvo a punto de enloquecer; y de tal manera la valerosa señora se quitó de encima el fastidio del importuno preboste y Ciutazza ganó una camisa. NOVELA QUINTA Tres jóvenes le quitan los calzones a un juez de las Marcas en Florencia, mientras él, estando en el estrado, administraba justicia. Había dado Emilia fin a su razonar, habiendo sido la viuda alabada por todos, cuando la reina, mirando a Filostrato, dijo: -A ti te toca ahora narrar. Por la cual cosa él prestamente repuso que estaba dispuesto, y comenzó: Deleitosas señoras, el joven a quien Elisa hace poco nombró, es decir, Maso del Saggio, me hará dejar una historia que pensaba contar para contar una sobre él y algunos de sus compañeros, la cual, aunque deshonesta no sea por decirse palabras en ella que vosotras os avergonzáis de decir, no por ello deja de ser tan divertida que a pesar de todo la contaré. Como todas podéis haber oído, a nuestra ciudad vienen con frecuencia podestás de las Marcas, los cuales son generalmente hombres de ánimo apocado y de vida tan pobre y miserable que todas sus acciones no son sino cicaterías, y por su innata miseria y avaricia traen consigo a jueces y notarios que parecen hombres más bien arrancados al arado o sacados de las zapaterías que de las escuelas de leyes. Ahora bien, habiendo venido uno como podestá, entre los muchos otros jueces que trajo consigo, trajo a uno que se hacía llamar micer Niccola de San Lepidio, el cual parecía más bien un cerrajero que otra cosa: y fue puesto éste entre los demás jueces a oír las cuestiones criminales . Y como con frecuencia sucede que, aunque los ciudadanos no tengan nada que hacer en palacio a veces van por allí, sucedió que Maso del Saggio una mañana, buscando a un amigo suyo allá se fue; y acaeciéndole mirar a donde micer Niccola estaba sentado, pareciéndole que era un pajarraco raro, todo él lo iba considerando. Y como le viese el armiño todo pringoso en la cabeza, y un tintero colgado del cinto, y más largo el faldellín que la toga y otras muchas cosas todas inusitadas en un hombre ordenado y bien educado, y además de éstas, una más notable que ninguna de las otras, a su parecer, le vio, y fue un par de calzones que, estando él sentado y las ropas, por estrechez, quedándole abiertas por delante, vio que el fondo de ellos le llegaba hasta media pierna. Por lo cual, sin quedarse mucho mirándole, dejando lo que andaba buscando, comenzó una búsqueda nueva, y encontró a dos de sus compañeros, de los cuales uno tenía por nombre Ribi y el otro Mateuzzo , hombres los dos no menos ocurrentes que Maso, y les dijo: -¡Ah, si me queréis bien, venid conmigo hasta palacio, que quiero mostraros allí el más extraordinario patán que nunca habéis visto! Y yéndose con ellos a palacio, les mostró aquel juez y sus calzones. Éstos, desde lejos comenzaron a reírse de aquel asunto, y avecinándose a los escaños sobre los que estaba el señor juez, vieron que muy fácilmente podía andarse bajo aquellos escaños; y además de ello vieron rota la tabla sobre la cual el señor juez tenía puestos los pies, tanto que con gran comodidad se podía meter por ella la mano y el brazo. Y entonces dijo Maso a sus compañeros: -Quiero que le quitemos del todo esos calzones, porque con mucha facilidad se puede. Habían ya los compañeros visto cómo; por lo que, arreglando entre ellos lo que tenían que hacer y decir, a la mañana siguiente volvieron allí, y estando el tribunal muy lleno de hombres, Mateuzzo, sin que nadie lo advirtiese, entró debajo del banco y se fue derecho bajo el lugar donde el juez posaba los pies; Maso, por uno de los lados acercándose al señor juez, lo cogió por la orla de la toga, y acercándose Ribi del otro lado y haciendo lo mismo, comenzó Maso a decir: -Señor, o señores, yo os pido por Dios que antes de que ese ladroncillo que está ahí al lado se vaya a otra parte, que le hagáis devolverme un par de borceguíes míos que me ha birlado y dice que no: y los he visto, no hace todavía un mes, que les hacía echar suelas nuevas. Ribi, del otro lado, gritaba alto: -Micer, no le creáis, que es un bribonzuelo, y porque sabe que he venido a querellarme contra él por una valija que me ha robado, ha venido ahora mismo a hablar de los borceguíes que los tengo en casa desde antañazo; y si no me creéis, puedo poneros por testigo a la verdulera de al lado y a la tripera Grassa y a uno que va recogiendo la basura de Santa María de Verzaia, que lo vi cuando volvía del pueblo. Maso, por el otro lado, no dejaba hablar a Ribi, gritando también; y Ribi gritaba más. Y mientras el juez estaba de pie y más cerca de ellos para oírles mejor, Mateuzzo, aprovechando la ocasión, metió la mano por el agujero de la tabla y cogió los calzones del juez por abajo, y tiró de ellos fuertemente. Los calzones salieron incontinenti, porque el juez era flaco y escurrido; el cual, sintiendo lo que pasaba y no sabiendo qué fuese, queriendo tirar de las ropas hacia adelante y taparse y sentarse, Maso de un lado y Ribi del otro sin embargo, sujetándole y gritando fuerte: -Micer, hacéis mal en no hacerme justicia y no querer oírme y querer iros a otra parte; ¡de cosa tan pequeña como ésta es no se levanta acta en esta ciudad! -y tanto con estas palabras le tiraron de las ropas que cuantos en el tribunal estaban se apercibieron de que le habían quitado las calzas. Mateuzzo, luego de que algún tiempo le hubo sujetado, dejándole, se salió fuera y se fue sin que le viesen. Ribi, pareciéndole haber hecho bastante, dijo: -¡Voto a Dios que me resarciré en la corporación! -y Maso, del otro lado, soltándole la toga, dijo: -No, pues yo volveré tantas veces hasta que os encuentre menos impedido que habéis aparecido esta mañana! -y el uno por aquí, el otro por allá, lo antes que pudieron se fueron. El señor juez, poniéndose los calzones en presencia de todo el mundo como si se levantase de la cama, y dándose cuenta entonces de lo que había pasado, preguntó dónde habían ido aquellos que de los borceguíes y de la valija se querellaban; pero no encontrándolos, comenzó a jurar por las entrañas de Cristo que tenía que conocer y saber si era costumbre en Florencia quitarle los calzones a los jueces cuando se sentaban en el estrado de justicia. El podestá, por otra parte, habiéndole oído, armó un gran alboroto; después, habiéndole mostrado sus amigos que aquello no se lo habían hecho sino para mostrarle que los florentinos sabían que en lugar de haber llevado jueces había llevado allí zopencos para que le saliese más barato, por las buenas se calló y no fue más adelante la cosa aquella vez. NOVELA SEXTA Bruno y Buffalmacco le roban un cerdo a Calandrino; le hacen hacer la prueba de buscarlo con pastas de jengibre y vino de garnacha y le dan dos de éstas, una tras de la otra, hechas de boñigas de perro contitadas con áloe, y parece que él mismo se ha quedado con él, le hacen, además, obsequiarles si no quiere que a su mujer se lo digan. No había la historia de Filostrato dado fin, la cual mucho fue reída, cuando la reina ordenó a Filomena que seguidamente narrase; la cual comenzó: Graciosas señoras, como Filostrato fue llevado a contar la historia que habéis oído por el nombre de Maso, así ni más ni menos soy llevada yo por el de Calandrino y de sus compañeros a contar otra de ellos, la cual, tal como creo, os gustará. Quién Calandrino, Bruno y Buffalmacco fueron no necesita seros mostrado por mí, que asaz lo habéis oído antes; y por ello, pasando más adelante, digo que Calandrino tenía una pequeña tierra no lejos de Florencia, que había recibido como dote de su mujer, de la cual, entre las demás cosas que le daba, sacaba cada año un cerdo; y era su costumbre que siempre en diciembre se iban allí al pueblo su mujer y él, y lo mataban y lo hacían salar allí. Ahora bien, sucedió una vez entre las otras que, no estando la mujer bien de salud, Calandrino se fue solo a hacer la matanza; la cual cosa oyendo Bruno y Buffalmacco, y sabiendo que su mujer no iba, se fueron a ver a un cura vecino de Calandrino y grandísimo amigo suyo, y a estarse con él algunos días. Había Calandrino, la mañana en que éstos llegaron allí, matado el cerdo, y viéndolos con el cura los llamó y les dijo: -Sed bienvenidos; quiero que veáis qué amo de casa soy. Y llevándolos a su casa les mostró aquel cerdo. Vieron ellos que el cerdo era hermosísimo, y le oyeron a Calandrino que lo iba a poner en salazón para su familia. Y Bruno le dijo: -¡Ah, qué bruto eres! Véndelo y disfruta los dineros: y a tu mujer dile que te lo han robado. Calandrino dijo: -No, no lo creería, y me echaría de casa; no os empeñéis, que no lo haré nunca. Las palabras fueron muchas pero de nada sirvieron. Calandrino les invitó a cenar con tal desgana que no quisieron cenar y se separaron de él. Dijo Bruno a Buffalmacco: -¿Por qué no le robamos el cerdo esta noche? Dijo Buffalmacco: -¿Pues cómo podríamos? Dijo Bruno: -El cómo bien lo veo si no lo quita del sitio donde lo tenía ahora mismo. -Pues -dijo Buffalmacco- hagámoslo: ¿por qué no vamos a hacerlo? Y luego lo disfrutaremos aquí junto con el dómine. El cura dijo que le gustaba mucho la idea. Dijo entonces Bruno: -Aquí se necesita un poco de arte. Tú sabes, Buffalmacco, qué avaro es Calandrino y con cuánto gusto bebe cuando los demás pagan; vamos y llevémoslo a la taberna; allí, que el cura haga semblante de pagar todo por invitarnos y no le deje pagar nada a él: se ajumará y luego será muy fácil porque está solo en casa. Como lo dijo Bruno, así lo hicieron. Calandrino, viendo que el cura no le dejaba pagar, se dio a la bebida, y bien que no lo necesitase mucho, se cargó bien; y siendo ya avanzada la noche cuando se fue de la taberna, sin querer cenar nada se metió en su casa, y creyendo haber cerrado la puerta, la dejó abierta y se fue a la cama. Buffalmacco y Bruno se fueron a cenar con el cura y cuando hubieron cenado, tomando los instrumentos para entrar en casa de Calandrino por donde Bruno había planeado, se fueron allí calladamente; pero encontrando la puerta abierta entraron dentro y cogiendo el cerdo, a casa del cura lo llevaron, y colgándolo, se fueron a dormir. Calandrino, habiéndosele ido el vino del cuerpo, se levantó por la mañana y, al bajar, miró y no vio el cerdo, y vio la puerta abierta; por lo que, preguntando a éste y a aquél si sabían quién le había quitado el cerdo, y no encontrándolo, comenzó a hacer un gran alboroto, ¡ay de él!, ¡desdichado de él!, que le habían robado el cerdo. Bruno y Buffalmacco, levantándose, se fueron hacia Calandrino para oír lo que decía del cerdo; el cual, al verlos, casi llorando llamándolos, dijo: -¡Ay de mí, compañeros míos, que me han robado el cerdo! Bruno, acercándose, le dijo en voz baja: -¡Maravilla que hayas sido listo una vez! -¡Ay! -dijo Calandrino-, que digo la verdad. -Dices bien -decía Bruno-, grita fuerte para que parezca que ha sido así. Calandrino gritaba entonces más fuerte y decía: -¡Cuerpo de Cristo, que digo verdad al decir que me lo han robado! Y Bruno decía: -Dices bien, dices bien; y hay que decirlo así, grita fuerte, hazte oír bien para que parezca verdadero. Dijo Calandrino: -Me harás dar el alma al enemigo; digo que no me creerás, así no me cuelguen, que me lo han robado. Dijo entonces Bruno: -¡Ah!, ¿cómo va a poder ser esto? Yo lo he visto ayer, ¿quieres hacerme creer que te lo han robado? Dijo Calandrino: -Es tal como te digo. -¡Ah! -dijo Bruno-, ¿es posible? -Ciertamente -dijo Calandrino-, es así; por lo que estoy perdido y no se como voy a volver a casa; la parienta no me creerá, y si me cree, no tendré paz con ella en todo el año. Dijo entonces Bruno: -Así me ayude Dios, eso está mal si es verdad; pero sabes, Calandrino, que ayer te enseñé yo a decir eso; no querría que tú en el mismo punto te burlases de tu parienta y de nosotros. Calandrino comenzó a gritar y a decir: -¡Ah!, ¿por qué me hacéis desesperar y blasfemar contra Dios y los santos y todo lo que existe? Os digo que esta noche me han robado el cerdo. Dijo entonces Buffalmacco: -Si es así, se debe ver el modo, si podemos, de recuperarlo. -¿Y qué modo -dijo Calandrino- podremos encontrar? Dijo entonces Buffalmacco: -Por cierto que no ha venido de la India nadie a quitarte el cerdo; alguno de estos vecinos tuyos debe haber sido, y por ello, si los pudieses reunir, yo sé hacer la prueba del pan y el queso , y veremos de un golpe quién lo ha robado. -¡Sí -dijo Bruno-, mucho vas a hacerle con pan y con queso a ciertos caballerazos que tenemos alrededor!, que estoy seguro de que alguno de ellos lo ha cogido, y se daría cuenta del caso y no querría venir. -¿Qué vamos a hacer, entonces? -dijo Buffalmacco. Repuso Bruno: -Habría que hacerse con buenas pastas de jengibre y con buen vino dulce e invitarlos a beber; no pensarían que era por eso y vendrían; y lo mismo pueden bendecirse las pastas de jengibre que el pan y el queso. Dijo Buffalmacco: -Por cierto dices verdad; y tú, Calandrino, ¿qué dices?, ¿lo hacemos? Dijo Calandrino: -Os lo ruego por el amor de Dios; que, si yo supiese quién se lo ha llevado me parecería sentirme medio consolado. -Pues venga -dijo Bruno-, estoy listo para ir hasta Florencia a por esas cosas para ayudarte, si me das los dineros. Tenía Calandrino unos cuarenta sueldos, que le dio. Bruno, yéndose a Florencia a ver a un amigo suyo boticario, compró una libra de buenas pastas e hizo hacer dos de estiércol de perro que hizo confitar con áloe recién exprimido ; después, las hizo rebozar en azúcar como estaban las otras, y para no equivocarlas ni cambiarlas les hizo poner cierta señalecita por la cual muy bien las conocía; y comprando un frasco de buen vino dulce, se volvió al pueblo con Calandrino, y le dijo: -Hace falta que mañana por la mañana invites a beber contigo a todos aquellos de quienes sospeches: es fiesta y todos vendrán de buen grado, y yo esta noche, junto con Buffalmacco, haré el encantamiento sobre las pastas y te las traeré mañana por la mañana a casa, y por tu amor yo mismo se las daré, y haré y diré lo que haya que decir y que hacer. Calandrino lo hizo así. Reunida, pues, una buena compañía entre jóvenes florentinos que estaban en el pueblo y labradores, al venir la mañana, junto a la iglesia y alrededor del olmo, Bruno y Buffalmacco vinieron con una caja de pastas y con el frasco de vino, y haciéndoles poner en corro, dijo Bruno: -Señores, me es necesario decir la razón por la que estáis aquí para que, si algo sucediese que no os agradase, no tengáis que quejaros de mí. A Calandrino, que aquí está, le quitaron ayer noche su hermoso cerdo y no puede encontrar quién se lo haya cogido; y porque otro distinto de quienes estamos aquí no se lo habrá podido quitar, él, para encontrar quién lo haya cogido os da a tomar estas pastas, una para cada uno, y de beber; y desde ahora sabed que quien haya cogido el cerdo no podrá tragar la pasta sino que le parecerá más amarga que el veneno y la escupirá; y para ello, a fin de que esta vergüenza no le suceda en presencia de tantos, es tal vez mejor que aquel que lo hubiese cogido lo diga al sire en confesión, y yo me abstendré de este asunto. Todos los que allí había dijeron que querían comer de buen grado; por lo que Bruno, poniéndolos en fila y puesto a Calandrino entre ellos, comenzando en uno de los extremos comenzó a dar a cada uno la suya; y al estar junto a Calandrino, tomando una de las perrunas, se la puso en la mano. Calandrino prestamente se la echó a la boca y comenzó a masticar, pero tan pronto como la lengua notó el áloe, Calandrino, no pudiendo soportar el amargor, la escupió. Allí todos se miraban la cara el uno al otro, para ver quién escupía la suya; y no habiendo todavía Bruno terminado de darlas no haciendo semblante de enterarse de aquello, oyó decir a sus espaldas -Vamos, Calandrino, ¿qué quiere decir esto? Por lo que, prestamente volviéndose, y viendo que Calandrino había escupido la suya, dijo: -Espérate, tal vez alguna otra cosa se la hizo escupir: ten otra. Y tomando la segunda, se la puso en la boca y proveyó a dar las otras que tenía que dar. Calandrino, si la primera le había parecido amarga, ésta le pareció amarguísima; pero, sin embargo, avergonzándose de escupirla, masticándola, un tanto la tuvo en la boca, y teniéndola comenzó a arrojar lágrimas que parecían nueces, tan gruesas eran; y por último, no pudiendo resistir más, la arrojó fuera como lo había hecho con la primera. Buffalmacco servía de beber a la compañía y a Bruno; los cuales, juntos con los demás al ver esto, todos dijeron que por cierto Calandrino se había quitado el cerdo a él mismo, y hubo muchos de ellos que ásperamente le reprendieron. Pero, luego que se hubieron ido, quedándose Bruno y Buffalmacco con Calandrino, le comenzó a decir Buffalmacco: -He estado siempre seguro de que tú mismo lo habías robado y que nos querías mostrar que te lo habían robado para no darnos de beber ni una vez con los dineros que habías sacado. Calandrino, que todavía no había escupido el amargor del áloe, comenzó a jurar que él no lo había robado. Dijo Buffalmacco: -¿Pero cuánto sacaste, socio?, dímelo de buena fe, ¿sacaste seis? Calandrino, al oír esto comenzó a desesperarse; a quien Bruno dijo: -Oye bien, Calandrino, que en la compañía hubo quien comió y bebió con nosotros y me dijo que tenías no sé dónde una jovencita que tenías a tu disposición, y le dabas lo que podías reunir, y que él estaba seguro de que le habías mandado el tal cerdo, tan buen burlador has aprendido a ser. Tú nos llevaste una vez por el Muñone abajo recogiendo piedras negras, y cuando nos hubiste embarcado te volviste, luego nos querías hacer creer que lo habías encontrado; y ahora semejantemente te crees que con tus juramentos nos haces creer igual que el cerdo, que has regalado o has vendido, te lo han robado. Ya estamos acostumbrados a tus burlas y las conocemos; no podrías gastarnos más: y por ello, para decir verdad, nos hemos pasado el trabajo de hacer el encantamiento, porque queremos que nos des dos pares de capones y, si no, se lo diremos todo a doña Tessa. Calandrino, viendo que no era creído, pareciéndole haber tenido ya bastante sufrimiento, no queriendo además el acaloramiento de su mujer, les dio dos pares de capones. Y ellos, habiendo salado el cerdo, se lo llevaron a Florencia, dejando a Calandrino cornudo y apaleado. NOVELA SÉPTIMA Un escolar ama a una señora viuda, la cual, enamorada de otro, una noche de invierno le hace sentarse sobre la nieve esperándola, a la cual él, después, por consejo suyo, todo un día de mediados de julio hace estar desnuda sobre una torre expuesta a las moscas y a los tábanos y al sol Mucho se habían reído las señoras del desdichado de Calandrino, y más se hubieran reído todavía si no hubiesen sentido enojo de ver que también le quitaban los capones los mismos que le habían quitado el cerdo. Pero luego que llegó el fin, la reina ordenó a Pampínea que contase la suya; y ella prestamente, así comenzó: Carísimas señoras, muchas veces sucede que las artimañas son con artimañas vengadas, y por ello es de poco juicio el deleitarse en escarnecer a otros. Nosotros nos hemos reído mucho (con muchas historietas contadas de las burlas que han sido hechas, de las cuales ninguna venganza que se haya tomado se ha contado; pero yo entiendo haceros sentir alguna compasión por la justa retribución hecha a una conciudadana nuestra, a la cual su burla, al ser burlada, casi con la muerte le recayó sobre la cabeza; y oírlo no os dejará de ser útil porque así mejor os guardaréis de burlaros de otro y mostraréis buen juicio. No han pasado todavía muchos años desde que hubo en Florencia una joven hermosa de cuerpo y altanera de ánimo y de linaje muy noble y en los bienes de la fortuna convenientemente abundante, y llamada Elena; la cual, habiendo quedado viuda de su marido nunca más quiso casarse, habiéndose enamorado de ella, a elección suya, un joven apuesto y cortés; y de cualquiera otra preocupación olvidada, con la ayuda de una criada suya de quien se fiaba mucho, muchas veces con él, con maravilloso deleite se daba buena vida. Sucedió en este tiempo que un joven llamado Rinieri, hombre noble de nuestra ciudad, habiendo largamente estudiado en París no para luego vender su ciencia a granel como muchos hacen, sino para saber la razón de las cosas y sus motivos (lo que óptimamente sienta a un noble) volvió de París a Florencia; y allí, muy honrado tanto por su nobleza como por su ciencia, señorilmente vivía. Pero como sucede muchas veces que quienes más entendimiento de las cosas profundas tienen más fácilmente se dejan uncir por el amor, le sucedió a este Rinieri: al cual, habiendo ido él un día por vía de entretenimiento a una fiesta, delante de los ojos se le puso esta Elena, vestida de negro como van nuestras viud
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