[align=center:f4370f0e46][font=Andalus:f4370f0e46][size=18:f4370f0e46][color=red:f4370f0e46]Albert Camus[/font:f4370f0e46] [/size:f4370f0e46][/align:f4370f0e46] [/color:f4370f0e46]
[align=center:f4370f0e46][font=Courier New:f4370f0e46][size=18:f4370f0e46][color=green:f4370f0e46]El extranjero-CapituloII[/size:f4370f0e46][/font:f4370f0e46][/color:f4370f0e46][/align:f4370f0e46]
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Cuando me desperté comprendí por qué el patrón tenía aspecto descontento cuando le pedí los dos días de licencia: hoy es sábado. Por decirlo así, lo había olvidado, pero se me ocurrió la idea al levantarme. Naturalmente, el patrón pensó que con el domingo tendría cuatro días de licencia, y eso no podía gustarle. Pero, por una parte, no es culpa mía que hayan enterrado a mamá ayer en vez de hoy, y, por otra parte, hubiera tenido el sábado y el domingo de todos modos. Por supuesto, esto no me impide comprender a mi patrón.
Me costó levantarme porque la jornada de ayer me había cansado. Mientras me afeitaba me pregunté qué podía hacer y resolví ir a bañarme. Tomé el tranvía para ir al establecimiento de baños del puerto. Allí me zambullí en la entrada. Había muchos jóvenes. En el agua encontré a María Cardona, antigua dactilógrafa de mi oficina, a la que había deseado en otro tiempo. Creo que ella también. Pero se había marchado poco después y no tuvimos ocasión. La ayudé a subir a una balsa y rocé sus senos en ese movimiento. Yo estaba todavía en el agua cuando ella ya se había colocado boca abajo sobre la balsa. Se volvió hacia mí. Tenía los cabellos sobre los ojos y reía. Me icé a su lado sobre la balsa. El tiempo estaba espléndido y, como bromeando, dejé ir la cabeza hacia atrás y la posé sobre su vientre. No dijo nada y quedé así. Me daba en los ojos todo el cielo, azul y dorado. Bajo la nuca sentía latir suavemente el vientre de María. Nos quedamos largo rato sobre la balsa, medio dormidos. Cuando el sol estuvo demasiado fuerte se zambulló y la seguí. La alcancé, pasé la mano alrededor de su cintura y nadamos juntos. Ella reía siempre. En el muelle mientras nos secábamos me dijo: «Soy más morena que tú.» Le pregunté si quería ir al cine esa noche. Volvió a reír y me dijo que quería ver una película de Fernandel. Cuando nos hubimos vestido pareció muy asombrada al verme con corbata negra y me preguntó si estaba de luto. Le dije que mamá había muerto. Como quisiera saber cuándo, respondí: «Ayer.» Se estremeció un poco, pero no dijo nada. Estuve a punto de decirle que no era mi culpa, pero me detuve porque pensé que ya lo había dicho a mi patrón. Todo esto no significaba nada. De todos modos uno siempre es un poco culpable.
Por la noche María había olvidado todo. La película era graciosa a ratos y, luego, demasiado tonta, en verdad. Ella apretaba su pierna contra la mía. Yo le acariciaba los senos. Hacia el fin de la función, la besé, pero mal. Al salir vino a mi casa.
Cuando me desperté, María se había marchado. Me había explicado que tenía que ir a casa de su tía. Pensé que era domingo y me fastidió: no me gusta el domingo. Me di vuelta en la cama, busqué en la almohada el olor a sal que habían dejado allí los cabellos de María, y dormí hasta las diez. Luego estuve fumando cigarrillos hasta mediodía, siempre acostado. No quería almorzar en el restaurante de Celeste como de costumbre, porque indudablemente me hubieran formulado preguntas, cosa que no me gusta. Cocí unos huevos y los comí solos, sin pan, porque no tenía más y no quería bajar a comprarlo.
Después del almuerzo me aburrí un poco y erré por el departamento. Resultaba cómodo cuando mamá estaba allí. Ahora es demasiado grande para mí, y he debido trasladar a mi cuarto la mesa del comedor. No vivo más que en esta habitación, entre sillas de paja un poco hundidas, el ropero cuyo espejo está amarillento, el tocador y la cama de bronce. El resto está abandonado. Un poco más tarde, por hacer algo, cogí un periódico viejo y lo leí. Recorté un aviso de las sales Kruschen y lo pegué en un cuaderno viejo donde pongo las cosas que me divierten en los periódicos. También me lavé las manos y, para concluir, me asomé al balcón.
Mi cuarto da sobre la calle principal del barrio. Era una hermosa tarde. Sin embargo, el pavimento estaba grasiento; había poca gente y apurada. Pasó primero una familia que iba de paseo: dos niños de traje marinero, los pantalones sobre las rodillas, un tanto trabados dentro de las ropas rígidas, y una niña con un gran lazo color de rosa y zapatos de charol. Detrás de ellos, una madre enorme vestida de seda castaña, y el padre, un hombrecillo bastante endeble que conocía de vista. Llevaba sombrero de paja, corbata de lazo, y un bastón en la mano. Al verle con su mujer comprendí por qué en el barrio se decía de él que era distinguido. Un poco más tarde pasaron los jóvenes del arrabal, de pelo lustroso y corbata roja, chaqueta muy ajustada, bolsillo bordado y zapatos de punta cuadrada. Pensé que iban a los cines del centro porque partían muy temprano y se apresuraban a tomar el tranvía, riendo estrepitosamente.
Después que ellos pasaron, la calle quedó poco a poco desierta. Creo que en todas partes habían comenzado los espectáculos. En la calle sólo quedaban los tenderos y los gatos. Sobre las higueras que bordeaban la calle el cielo estaba límpido, pero sin brillo. En la acera de enfrente el cigarrero sacó la silla, la instaló delante de la puerta, y montó sobre ella, apoyando los dos brazos en el respaldo. Los tranvías, un momento antes cargados de gente, estaban casi vacíos. En el cafetín Chez Pierrot, contiguo a la cigarrería, el mozo barría aserrín en el salón desierto. Era realmente domingo.
Volví a la silla y la coloqué como la del cigarrero porque me pareció que era más cómodo. Fumé dos cigarrillos, entré a buscar un trozo de chocolate, y volví a la ventana a comerlo. Poco después el cielo se oscureció y creí que íbamos a tener una tormenta de verano. Se despejó poco a poco, sin embargo. Pero el paso de las nubes había dejado en la calle una promesa de lluvia que la volvía más sombría. Quedó largo rato mirando el cielo.
A las cinco los tranvías llegaron ruidosamente. Traían del estadio circunvecino racimos de espectadores colgados de los estribos y de los pasamanos. Los tranvías siguientes trajeron a los jugadores, que reconocí por las pequeñas valijas. Gritaban y cantaban a voz en cuello que su club no perecería jamás. Varios me hicieron señas. Uno hasta llegó a gritarme: «¡Les ganamos!» Dije: «Sí», sacudiendo la cabeza. A partir de ese instante los automóviles comenzaron a afluir.
El día avanzó un poco más. El cielo enrojeció sobre los techos y, con la tarde que caía, las calles se animaron. Pero a poco regresaban los paseantes. Reconocí al señor distinguido en medio de otros. Los niños lloraban o se dejaban arrastrar. Casi en seguida los cines del barrio volcaron sobre la calle una marea de espectadores. Los jóvenes tenían gestos más resueltos que de costumbre y pensé que habían visto una película de aventuras. Los que regresaban de los cines del centro llegaron un poco más tarde. Parecían más graves. Todavía reían, pero sólo de cuando en cuando; parecían fatigados y soñadores. Se quedaron en la calle, yendo y viniendo por la acera de enfrente. Las jóvenes del barrio andaban tomadas del brazo, en cabeza. Los muchachos se habían arreglado para cruzarse con ellas y les lanzaban piropos de los que ellas reían volviendo la cabeza. Varias que yo conocía me hicieron señas.
Las lámparas de la calle se encendieron bruscamente e hicieron palidecer las primeras estrellas que surgían en la noche. Sentía fatigárseme los ojos mirando las aceras con su cargamento de hombres y de luces. Las lámparas hacían relucir el piso grasiento y, con intervalos regulares, los tranvías volcaban sus reflejos sobre los cabellos brillantes, una sonrisa, o una pulsera de plata. Poco después, con los tranvías más escasos y la noche ya oscura sobre los árboles y las lámparas, el barrio se vació insensiblemente, hasta que el primer gato atravesó lentamente la calle de nuevo desierta. Pensé entonces que era necesario comer. Me dolía un poco el cuello por haber estado tanto tiempo apoyado en el respaldo de la silla. Bajé a comprar pan y pastas, cociné y comí de pie. Quise fumar aún un cigarrillo en la ventana, pero sentí un poco de frío. Eché los cristales y, al volverme, vi por el espejo un extremo de la mesa en el que estaban juntos la lámpara de alcohol y unos pedazos de pan. Pensé que, después de todo, era un domingo de menos, que mamá estaba ahora enterrada, que iba a reanudar el trabajo y que, en resumen, nada había cambiado.
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