[align=center:186a8ee52a][font=Comic Sans MS:186a8ee52a] [size=18:186a8ee52a][color=red:186a8ee52a] BRIAN W. ALDISS [/font:186a8ee52a] [/size:186a8ee52a] [/color:186a8ee52a][/align:186a8ee52a]
[align=center:186a8ee52a][font=Courier New:186a8ee52a][color=brown:186a8ee52a][size=18:186a8ee52a]Sobrios sonidos matutinos
en una tierra marginal[/size:186a8ee52a][/color:186a8ee52a] [/font:186a8ee52a][/align:186a8ee52a]
[font=Webdings:186a8ee52a] [size=14:186a8ee52a] [color=darkmagenta:186a8ee52a]
El interrogador me dejó a las cuatro de la madrugada. Su ayudante me soltó los grilletes de
los tobillos y desconectó los dos arcos voltaicos que habían estado arrojando su luz cegadora sobre
mi rostro. El resplandor se amortiguó, cada vez más débil, hasta desaparecer.
El ayudante me ayudó a ponerme en pie y me condujo fuera de la sala; subí con él la escalera
de piedra hasta el amplio pasadizo donde el conocido olor de azufre se hacía más penetrante, y
ascendí los peldaños de madera pelada hasta mi habitación del primer piso. Cuando mi
acompañante se marchó, di unos pasos tambaleantes hasta la cama y me dejé caer sobre ella.
Acotación: En las horas reptilianas de la noche, el gesto consciente y el inconsciente son uno
solo.
Durante un largo rato permanecía allí, con las piernas abiertas y dobladas en el borde de la
cama y tocando el suelo con los pies. Me habían golpeado en el rostro y las magulladuras extendían
los contornos irregulares de mi cabeza hasta el infinito, de manera contradictoria. Un pómulo
ardiente estaba cobijado contra el elevado techo mientras que la zona sensible bajo los párpados
abarcaba un lugar donde había trinos de pájaros. ¿Y no había también una música, no suave sino
firme —Khaldy por un violín comedido—, sonando en alguna caverna inundada donde latía mi
corazón?
Transcurrió un lapso que calculé en 2n (x-me)2, que pasó arrastrándose ante mi colchón como
una serpiente herida. Su conclusión fue la señal para ponerme en pie a duras penas y acudir a la
ventana.
Me acomodé allí en la silla de mimbre, asido al alféizar y observando las formas sumergidas de
oscuridad a través del cristal. El alféizar de madera estaba sólidamente colocado y desgastado por
el tiempo y por el uso, como un viejo rostro humano. La ventana tenía postigos interiores de
madera, clavados a la pared de modo que nunca cerraran. Su pintura verde azulada, de un tono
pálido enfermizo, estaba llena de burbujas. La ventana constaba de dos partes iguales que habían
sido pensadas para abrirse hacia afuera. Estaban cerradas con clavos. Al otro lado de la ventana
había unos barrotes de metal.
La ventana había soportado muchos cambios de estación y de régimen. En otra época había
acogido huéspedes en un hotel; ahora, guardaba prisioneros. En otros tiempos, acudían visitantes para
tomar las malolientes aguas del balneario. Hoy, sus ocupantes tenían que apurar una medicina más
amarga.
Acotación: Ojos y ventanas permanecieron sellados con razón.
Tal vez me quedé dormido junto a la ventana. El Interrogador no había vuelto pero tenía a
sus aliados, que hablaban por él en mi psique cuando estaba ausente.
—¿Sabes qué tengo en la mano?
—No.
—¿Qué parece?
—Parece papel.
—Bien, ¿y qué hay en ese papel?
—¿Algo escrito?
—¿Escrito por quién?
—Si me dejas verlo, quizá pueda contestar a eso.
—¿Escrito por quién?
—Por mí.
—Es tu diario de ayer. Ya sabes que tienes orden de escribir mil palabras cada día. Aquí sólo hay
novecientas seis. ¿Por qué?
—Me quedé sin palabras.
—Podemos ralentizar otra vez tus ritmos circadianos...
—¡No!
—Léeme lo que has escrito.
Me entregó la hoja y leí a trompicones mi tosca escritura.
«Uno recuerda varias cosas sin saber qué es lo que recuerda. Como estar reunido con
alguien a quien querías. A quien quieres. O no estar reunido. Una suerte de añoranza anónima
por conseguir el querido abrazo de la mujer. Un abrazo. Un querido abrazo. En el alféizar está
todo escrito que esto no tiene nada de cautividad, tal vez soy más libre aquí que en mi casa
cuando contemplo ese pedazo de madera. Ya lo he escrito antes y pienso en mi esposa,
asomándome a esa otra ventana al verla hablando con algún otro hombre. Tal vez fuera el
panadero, le pagamos una vez por semana. Las piernas de la mujer en el pequeño patio pálido
con matorrales verdes cuyo nombre he olvidado. Subía entretejida por el costado y era mi gran
momento de felicidad contemplarla y ver todo lo que tenía que dejar. Ella, en esa ciudad colosal,
manteniéndose. Pero, ¿no es eso también un tiempo vacío, o nos encontramos a nosotros mismos
en la separación? Me refiero a que esto es sólo hoy pero que existe otro lugar que todos
conocemos donde no es sólo hoy y donde cosas como la separación y el castigo y el dolor no
tienen cabida. Un lugar aquí sin nada de sobrenatural justo en este alféizar de clausura...»
Era sólo un recuerdo. El tiempo había transcurrido. Lo que creía haber dicho tal vez lo
hubiese dicho el día anterior; o tal vez lo diría hoy. Quizás escribí lo mismo todos los días en los
umbrales delirantes de la tortura.
En la jarra junto al alféizar había un poco de agua. Tomé un sorbo y lo dejé fluir por la
rendija al interior de mi boca quebrada.
Acotación: La memoria es una anormalidad de la mente, la mente es una anormalidad del
cuerpo. Estas anormalidades son fundamentales en las dificultades humanas y deben ser
aprovechadas.
Con la llegada del amanecer, al otro lado de la ventana cobraban forma las siluetas. Gente y
cosas despertando. Una linterna mortecina pasó encendida bajo mi ventana, una sílaba mal
pronunciada entre los infinitos idiomas de las sombras. Una extraña agitación recorrió los nervios
de mi columna vertebral. Un día más en la Tierra interminable, gente levantándose de la cama,
envolviéndose en ropas de abrigo, marchándose al trabajo con el aliento acre tras la noche bajo
las mantas. Los órdenes natural y social combinados. Sirvientes y soldados, siempre los primeros en
levantarse. Los que ahora pasaban bajo los barrotes de mi ventana debían ser sirvientes.
En el plazo de una hora, me traerían el desayuno, me bañarían y me curarían las lesiones de la
noche anterior.
Al otro lado de la ventana, se levantó una breve brisa al amanecer. Los árboles sin podar
formaban una avenida desde la parte de atrás del hotel hasta el lago, a través del descuidado jardín.
Los árboles se agitaban. Yo no. Yo seguí repantigado donde estaba, con la barbilla apoyada en la
áspera superficie granulosa del alféizar.
Mi corazón latía. Con esto bastaba.
Mientras recuperaba mis fatigados sentidos, empecé a pensar de nuevo en escapar. Ya había
escapado de Petrovaradin; también podría hacerlo de Tilich. Tenía que huir hoy.
Acotación: Rotación axial. Dieta de planes del nuevo día.
Una parte del frío del exterior se filtraba a través de la ventana y mitigaba mi dolor de cabeza.
Mis sentidos fueron arrastrados a regiones donde no podía seguirlos. Figuras semihumanas se
movían entre una sustancia muy parecida a la luz del día. Una luz mortecina. Inaudibles entre los
árboles. Unas figuras semiagachadas. Empujando una barca a un río bien aceitado. Hogueras de
campamento. Fortificaciones bajas coronando altozanos sembrados de piedras. Cazos, unos perros,
carne a medio cocer, los dos sexos. Dientes, brazos y piernas, gestos antiguos de amor y de guerra,
un peto de bronce. Una figura vestida con una túnica, arrodillada, cantando.
Cuando volví a levantarme, la luz brillaba ya en el exterior y pude ver las montañas, que aún
lucían su manto de nieve aunque un nuevo verano asiático estaba a punto de visitar la llanura.
Sobrios sonidos matinales en torno del viejo balneario. Un brillo mortecino en el lago indicaba
dónde se reflejaba el cielo. Cuando me trajeron aquí, una gruesa capa de hielo cubría el lago. En los
descuidados jardines, las hojas muertas seguían en el suelo, rancias entre las nuevas flores: la
putrefacción y la nueva vida convertidas en una misma cosa. Pronto, los tres jinetes saldrían en
sus monturas. Me levanté para observar.
En la gaveta junto a la cama había papel y lápiz. Por una vez, tuve ganas de completar mi
cuota diaria de palabras, mi tarea. Saqué ambas cosas, decidido a hacer el acto mágico, a realizar
una pálida imitación de la realidad con veintiocho letras como juegos malabares.
Por último, escribí: «Todo arte» Taché las palabras. «Todas las artes.» Sí. «Todas las artes intentan
recrear un amanecer.»
¿Era eso cierto? ¿Qué amanecer?
«Más allá de mis horizontes se alza el Estado Único. Sus calles cubren la mayor parte del globo
habitado. Yo soy parte de él. Él es parte de mí. El hombre lo hizo para gobernar a la humanidad.
¿Podemos rebelarnos contra él... cuando tal vez sea el mejor arreglo? Mi pequeña familia es una
unidad. Mis hijos son sólo niños, pueden ser muertos por otros, pueden matar a otros. El Estado
Único está enfocado hacia...» ¿Cómo podría expresarlo? «Hacia futuros posibles.»
Setenta y tres palabras. Descansé. Mi intención era escribir con sinceridad, pero todas las
palabras son mentiras porque sólo pueden representar uno de muchos niveles del ser. Como cada
día al amanecer, rompí a llorar, enfrentado con los vastos letargos de Asia.
Acotación: Sólo en el movimiento hay representación real.
Los tres jinetes cabalgaron intrépidamente hacia el nuevo día. Oí sus monturas antes de que
se hicieran visibles. Los establos quedaban a cierta distancia hacia la izquierda, ocultos a mis ojos.
En el patio resonaron unas pezuñas. Después, entraron en mi campo de visión y se encaminaron
hacia el lago, espoleando a los caballos hacia un sendero que se extendía por una de las orillas.
Los hombres llevaban gorros de borrego, chaquetas de cuero y pantalones de lana negra, con
fusiles cortos cruzados a la espalda. Eran guardianes. Estarían de vigilancia en algún lugar en los
límites de la llanura durante todo el día y volverían al caer la noche. Jamás se les podía ver desde
los terrenos del hotel, salvo cuando salían o regresaban. Nunca les vi las caras, excepto por la tarde.
Sus rostros carecían de facciones, o sólo destacaban en ellos los bigotes o las patillas.
Las cocinas quedaban a la derecha, fuera de la vista desde mi ventana, en un edificio bajo y
aislado. El sol se levantó sobre las montañas y no tardé en escuchar las pisadas de los sirvientes
fuera, en los largos pasillos donde los efluvios de los manantiales azufrados impregnaban el aire
como procedentes de un sumidero. Oí abrir otras puertas y atender a otros prisioneros, hombres
a los que nunca llegué a ver. Una llave giró en el cerrojo de mi puerta. Unas asistentas cruzaron
la sala exterior, abrieron las ventanas batientes, aparecieron con bandejas de toallas calientes y
vendajes y con una sonrisa en los ojos y en los labios. Eran unas mujeres ya viejas llenas de
amabilidad.
Empezaba otro día en Tilich.
Acotación: Todo el mundo tiene una ocupación. Es una ley y es la Ley.
Para desayunar había mermelada de cerezas con panecillos frescos, mantequilla y café. Nada
de ello era sintético, pero ya estaba acostumbrado a que lo fuera. Ni siquiera el Estado Único
llevaba establecido el tiempo suficiente para conseguir una uniformidad perfecta. En aquella zona
de Kazakstán, un estado mental... nada se establecía.
Después del baño, me sentí agotado como de costumbre. A aquella hora, siempre me
sumergía en el sueño y no despertaba hasta el mediodía. Regresé a mi habitación, pero hoy no
tenía la menor intención de descansar; hoy iba a escapar.
En los enormes baños de piedra donde, en otra época, los pacientes habían nadado y tomado
las aguas del balneario, una hilera de cubetas de hierro para las antorchas colgaba de grandes
abrazaderas sujetas a la pared. Yo había descubierto que la abrazadera que sostenía la última
cubeta de la hilera estaba floja. Trabajando en secreto durante varias mañanas mientras las
asistentas no me veían, había conseguido extraerla de la pared. La pieza tenía forma de L, con
el brazo más largo de unos treinta centímetros, y el peso suficiente. Me deshice de la cubeta
correspondiente escondiéndola detrás de uno de los baños.
Oculta en el colchón, tenía una cuerda que había robado previamente. Ahora, la saqué de su
escondite y anudé un extremo a la abrazadera.
Mis dos habitaciones, de paredes desnudas, tenían el techo muy alto. Sobre las puertas
interiores, cuando el lugar era aún balneario, habían colgado unas cortinas, que imaginé de
terciopelo, amplias y ricas. Las cortinas habían desaparecido, aunque no tenía modo de saber si
hacía mucho de ello, pues el tiempo tenía un pulso vacilante en Tilich. En cambio, la antigua
barra de la que habían colgado seguía aún en su sitio. Penosos días antes había podido asegurarme
de que, si arrastraba mi cama hasta el hueco de la puerta y me encaramaba a su cabecera metálica,
podría descolgar la barra. Ahora, procedí a hacerlo, agarrándola antes de que golpeara el suelo.
Acotación: Todo el mundo tiene una ocupación. El individuo, y no el Estado, debe decidir si las
ocupaciones tienen sentido.
Coloqué de nuevo en su sitio la cama. Llevé la silla de madera a la sala exterior y me subí a ella
con la barra de las cortinas. En el techo, a gran altura sobre mi cabeza, había una trampilla que
empujé con el extremo de la barra.
No logré moverla.
La cabeza me latía y dentro de mi boca empezó a agitarse una cosa pequeña. Tuve que
sentarme, hundiendo el rostro entre las manos. Todo aquello había sucedido con anterioridad, ¿no
era así? ¿No era ésta una actuación arquetípica? Siempre había algo encerrado y aislado de lo
demás...
La reflexión me dio fuerzas. Me acerqué al alféizar de madera donde tenía el papel y escribí en
él: «Siempre había algo encerrado y aislado de lo demás» ¿Tenía pleno sentido aquella frase... o era
una incoherencia? Me guardé el papel en el bolsillo y volví a encaramarme a la silla.
Esta vez conseguí mover la trampilla. Con gran esfuerzo, la abrí y dejé a la vista un agujero negro.
Después, volví a colocar meticulosamente la barra y la silla en sus respectivos lugares.
Me situé bajo la trampilla e hice girar la cuerda. El garfio improvisado se elevó, atado a su
extremo.
El primer intento fue fallido y estuve a punto de abrirme la cabeza: el hierro desprendió varios
fragmentos de yeso que procedí a guardar minuciosamente en un bolsillo. Por fin, logré colar el
gancho por el agujero. Con unos tirones, comprobé que estaba bien sujeto.
Ahora venía la tarea más difícil. La subida. Antes tomé fuerzas, bebí agua y me humedecí la
frente con ella. Después, empecé a ascender por la cuerda.
Durante un rato —2n (x-me)2— permanecí con los pies colgando hasta reunir la energía
necesaria para colarme por fin a través del falso techo. Me dolían los hombros y la cabeza, pero
recogí la cuerda y cerré la trampilla, una débil plancha de madera. Antes de colocarla en su sitio,
observé mi habitación desde aquella nueva perspectiva que la hacía parecer extraña. ¡El hogar! Se
me hizo un nudo en el estómago. ¡Allí quedaba la seguridad! ¡Siempre aquellas partidas!
Las rendijas del revestimiento interior bajo las tejas dejaban pasar la luz suficiente para poder
ver. A ambos lados se extendía un armazón uniforme de vigas. Me arrollé la cuerda a la cintura y
eché a andar hacia la izquierda, en dirección a los establos.
Resultaba curioso pasar junto a las otras trampillas. Debajo de cada una de ellas yacía un
prisionero, recuperándose de su dosis de castigo.
Al llegar al extremo del tejado, me detuve, tomé asiento y descansé un poco junto a la última
trampilla. La abrí. Debajo vi el rellano superior de una escalera que conducía a la planta baja. Todo
era gris o de un blanco mortecino. Una sirvienta bajaba lentamente los peldaños; era una mujer
anciana de hombros encorvados, con un delantal blanco sobre un vestido negro. Reprimí el impulso
de llamarla.
Cuando se hizo el silencio, me deslicé por la cuerda. Me resultó imposible soltar el gancho. La
primera persona que viera la cuerda colgando daría la alarma. Eché a correr por la escalera, curva y
amplia.
Acotación: No existe partida, sólo un símbolo de partida. Nuestras idas y venidas se pierden en
algo mayor.
Encontré los establos donde calculaba. Mi rostro amoratado revelaría de inmediato mi condición
de prisionero. Había varios hombres en el patio, pero no lo bastante cerca para preocuparse por mi
presencia. Me introduje a través de la puerta del establo.
Olor a heno, a caballos y a cuero. El guardián nocturno aún no había regresado y el establo
estaba vacío de hombres. Dos ponys estaban atados al fondo del establo, tras varias cuadras vacías.
En el Estado Único no había caballos de verdad: los animales de carga eran sintéticos. Yo había
visto montar caballos auténticos bastante a menudo, en Tri-Di. Vi unas sillas de montar colgadas de
una pared, pero no sabía cómo se ajustaban al animal.
En una de las sillas había un gorro de borrego de los que usaban los guardianes. Me lo
encasqueté y me acerqué al pony más próximo, un animal de pelaje gris ratón, vientre color de
cervato y cola larga, probablemente de ascendencia mongola. Le hablé y desaté sus riendas de
un aro de hierro. ¡Qué confianza! Mientras, no dejé de prestar atención a las posibles voces de
alarma del exterior.
Saqué el pony de su cajón, me subí a un bloque de madera y monté a su lomo. Disponía de las
bridas y la crin para sujetarme. Hundí los talones en sus flancos y el inteligente animal se dirigió
hacia la puerta. Salimos al patio. Me volví y le di una palmada en la grupa.
Empezó a avanzar más deprisa. Yo lo azucé, dándole golpes en el vientre. Estábamos cruzando
el patio. Alguien me dirigió la palabra en tono amistoso, un hombre con un saco al hombro, ¡y yo
le dirigí un saludo con la mano!
El pony levantó los ollares y empezó a avanzar a medio galope hacia la llanura. Conseguí
mantenerme sobre él, agarrado a su pelaje. ¡Ahora estaba galopando! Lancé un grito de
excitación; me sentía lleno de fuerza que el caballo me transmitía. Sus músculos se estiraban y
contraían, sus patas batían el suelo, su cuello se arqueaba, su testuz tiraba hacia adelante y su crin
me rozaba los ojos, ¡pero seguí gritando! Bajo mis pies, el terreno se deslizó como una cascada de
grano y muy pronto estuvimos lejos.
Acotación: Con una verde agitación de alegría, los parásitos devoran a sus huéspedes. Es su acto de
adoración.
¡Ah, esa cabalgada y el sonido del aire en mis pulmones, en los pulmones del animal! El
movimiento fue algo único, el desplazamiento se completó en sí mismo mientras yo permanecía
montado. Conseguí mirar hacia adelante a través de mis ojos borrosos. Allá estaba el lago, orlado
de juncos pardos como una barba. Allá estaba el sendero a la llanura, bordeado de abedules; más
allá, los árboles desaparecían, tal vez no había ninguno en ciento cincuenta kilómetros, más allá
sólo la llanura, la planicie color canela extendiéndose hacia oriente, lisa hasta el pie de las
montañas. Y en la llanura —¡cerca, cerca!— tres pequeñas motas negras en movimiento. ¡La
guardia nocturna volviendo a la base!
Acotación: Cosas asiáticas.
Si pudiera escapar de los guardianes... Más allá de ellos, la llanura, la eterna llanura pelada, la
planicie donde herraduras, zapatos y llantas no dejarían jamás una huella permanente. Mientras
el caballo y yo avanzábamos hacia adelante, vi en ella un único rasgo reconocible, una sombra de
sombras, decrépita y distante. ¿Una caseta de guardia? ¿Una mina de cobre abandonada? Más allá de
la edificación, hacia el este, quedaban el Kyzyl Kum, el desierto Rojo, la depresión Turania, el mar
de Aral, la libertad en su cara más cruel, la libertad de caer finalmente arrastrando la mejilla por la
abrasiva arena planetaria.
No se trataba de que dudara de mis motivos en aquel instante de apresuramiento. Toda huida
es una huida del yo, de las obligaciones, del destino. Todas las escapadas son versiones de la
cautividad. En mi interior crecía la cosa que más deseaba evitar: la verdadera libertad.
Así pues, continué galopando a la ventura hacia los tres jinetes.
Acotación: Empieza a ver. Sólo existe un yo del cual escapar y el yo puede ser cambiado.
Yo no tenía armas. Y tampoco podía controlar el animal que montaba. Había perdido el extremo
de las bridas. Ahora únicamente podía aferrarme a la crin mientras galopábamos hacia los
guardianes acompañados de nuestro propio redoble de tambor.
Los guardianes lanzaron silbidos, hicieron señales, se inclinaron hacia adelante en sus sillas y
avanzaron a una sobre sus ponys mientras desenvainaban las armas de sus espaldas. ¡Y yo sólo podía
aferrarme a la crin!
Mi montura galopó entre los escasos árboles, avanzando con bruscos virajes asustado o
complacido. Yo me escurría cada vez más atrás sobre su lomo sudoroso. De pronto, perdí mi asidero.
Lancé un grito. Caí.
Me vi rodando por el suelo entre montecillos de hierba. Levantándome. Corriendo.
Zigzagueando. Dando saltos. Esquivando. Atento como ciervo acosado.
... En tales momentos de crisis, te sientes en paz interiormente. Estás completo. Todo tú
funcionas al unísono, como una máquina, como el hombre y el caballo. ¡Aunque sepas que no
puedes ganar...!
Porque estaban cargando contra mí. Corriendo con pies, piernas, cuerpos, con los brazos y las
manos ocupados con sus fusiles. Los árboles me protegieron. Escuché el silbido de sus dardos a mi
alrededor mientras corría hacia el lago, hacia los juncos. Los abedules me protegieron: sus troncos
esbeltos y con la corteza a tiras, plateados, blancos, grises plateados, color canela, castaño claro,
castaño oscuro. Me abrí paso entre ellos, yo y los tres jinetes, aliados todos en un extraño ritual de
cacería.
Uno de los jinetes había aparecido delante de mí. Tiró de las riendas y apuntó. Me detuve y le
miré, mientras levantaba los brazos para cubrirme el rostro.
Una confrontación. Bajo su gorro hirsuto, sus cejas en una línea, sus ojos tenían un ademán
imperioso. La boca fruncida de determinación. Un hombre de las tribus esteparias: lo supe
enseguida por la forma de su rostro, su amplitud, sus pómulos altos y pronunciados. Mientras el
hombre apuntaba su fusil con gesto experto, me lancé sobre él con el poderoso salto de un lobo. El
hombre disparó.
Mis dedos resbaladizos asieron las riendas de su pony, y luego caí. Después, sólo tuve una breve
visión de los tablones de madera y la arpillera de una silla de montar y la textura enfangada del
suelo mientras los hombres llevaban a su presa de vuelta al triste hotel.
Acotación: Como él dice, un ritual. El ritual de la caza. Se remonta a antes de que la tribu
humana descubriera el fuego. La excitada barahúnda entre los árboles. La vieja sangre
circulando por venas contemporáneas. Bastante poco de nuestro ser ha emergido de la prehistoria.
Desnudado, explorado en busca de posibles heridas. Llevado en una furgoneta sin blindar desde
el hotel a una de las chozas aisladas al oeste del lago, donde eran custodiados los prisioneros
especiales. Obligado a beber un líquido caliente. Cualquiera que fuese la droga contenida en el
dardo que me disparó el jinete, no me había causado efectos secundarios. Estaba debilitado, pero
tenía la mente despejada mientras los sirvientes abandonaban la estancia y yo tomaba asiento en un
banco de madera pulida.
La sala estaba vacía, salvo un amplio escritorio tras el cual se sentaban dos hombres que se
miraban y un terminal de ordenador detrás del escritorio, en una mesa separada.
Los rostros de los dos hombres me resultaron conocidos. Uno era un hombrecillo pálido, de tez
fina y ojos grises. Sus gestos eran suaves e inofensivos y tenía el tic nervioso de carraspear como si se
dispusiera a hablar. Sólo era un testigo, según exigía la ley del Estado. El otro hombre era mi
Interrogador. Un toque de mongol en sus ojos y pómulos; en contraste, su nariz y sus labios eran
prominentes. Una mezcla improbable. Y su carácter, como había podido comprobar durante las largas
horas de interrogatorio, presentaba una mezcla improbable similar: sádico en parte, como
correspondía a hombres de su clase, pero no carente de imaginación. Un hombre inteligente que
disfrutaba infligiendo daño.
—Bien, 180, los guardias te han salvado de perderte —dijo—. ¿Dónde habrías ido, si te hubieran
dejado?
—No sé.
—¿A casa?
—No sé.
—¿O tenías algún plan romántico para vivir en la naturaleza?
—No sé.
—¿Viviendo con una tribu nómada el resto de tus días, tal vez?
—No sé.
Respondía con la cabeza gacha, furioso todavía. Llevaba el hedor del prony profundamente
impregnado en la ropa.
Acotación: Los hombres situados en roles antagonistas se incitan el uno al otro en secreto.
Sobre el escritorio había una vara. Yo ya la había visto antes. Cuando el hombre la asió, me
encogí involuntariamente pero continué rechazando sus preguntas. El extremo de la vara se
puso al rojo y el hombre me dio un leve toque con ella en una de las contusiones de mi rostro.
Noté encenderse un sistema de nervios insospechado y me puse a temblar, tal vez más de cansancio
que de dolor.
El Interrogador se puso en pie y dio unos pasos lentos por la estancia, contemplando
reflexivamente las losas de piedra mientras caminaba. Sus manos, cruzadas a la espalda, llevaban
asido el bastón.
—Bien, 180, al escapar llevabas contigo un pedazo de papel que ahora está en nuestro poder.
Testigo, ¿quiere leer lo que escribió en ese papel el prisionero?
El Testigo tomó una hoja arrugada del escritorio. Carraspeó y empezó a leer.
—Todas las artes intentan recrear un amanecer. Más allá de mis horizontes se encuentra el
Estado Único. Sus calles cubren la mayor parte del globo. Yo soy suyo. Él es mío. El hombre lo hizo para
gobernar a la humanidad. ¿Podemos rebelarnos ante él... cuando tal vez sea el mejor arreglo? Mi
pequeña familia es una unidad. Mis hijos son sólo niños, pueden ser muertos por otros, pueden
matar a otros. El Estado Único está enfocado a posibles futuros. ¿Siempre había algo encerrado y
aislado de lo demás...?
El hombre calló. El Interrogador siguió deambulando por la estancia, entonces dije:
—Un pensamiento inconexo. Tal vez está todo mal.
—¿Estás cuestionando el funcionamiento del Estado?
—Estaba cuestionando mi propio cuestionamiento.
—Tienes todo el derecho a cuestionar el Estado. Está para servirte igual que tú para servirle a él.
No estás en Tilich porque seas un traidor.
Permanecimos callados. La estancia estaba encalada. Las sombras eran grises. Recordé la
carrera entre los árboles después de caer del pony gris. La palidez de los árboles, el perfil marcado
de las cosas incoloras.
—180, ¿recuerdas por qué estás aquí?
No respondí.
—Estás aquí porque has pagado para ello, porque has pagado un curso de un mes de
sufrimientos, ¿verdad?
Asentí.
—¿Por qué lo necesitabas?
—Ya hemos hablado de eso.
—¿Por qué lo necesitabas?
—Algunas personas nacen con el cromosoma Y que les provoca tendencias criminales. Yo nací
con el cromosoma K y tengo tendencia al sentimiento de culpabilidad.
—¿Así que el castigo es una terapia para ti?
—Este lugar era antes un balneario —penoso intento de chiste.
Acotación: De las muchas tendencias e impulsos de un hombre, poco —a veces ninguno—
funcionan en pro del individuo. Incluso los conductores son muchas veces los conducidos.
—«Todas las artes tratan de recrear un amanecer.» ¿Qué pretendías decir con eso?
—No soy escritor. Tal vez recuerde otro amanecer.
—¿Qué crees que pretendías decir? —Una breve aparición de la vara.
—He estado tratando de descifrar qué soy. Qué es la gente. Qué eres tú.
—¿Y?
—Quizás... se trata de una visión anticuada... Quizás toda la sociedad sea un psicodrama.
Estamos... representando algo. Algo que no comprendemos.
—¿Religioso?
—¿Eh? No, antirreligioso, supongo. Antihumano. No puedo explicarlo, pero lo he entrevisto
fugazmente aquí... —respondí sin precisión.
Un largo silencio. El olor del pony era como un color o un rostro visto mucho tiempo atrás,
quizás cuando estaba en el rellano superior de un tramo de escalera.
—¿Tengo que recordarte que sólo quedan tres días para que termine tu mes y seas devuelto a
tu familia en Ciudad Estado Único?
—He perdido la noción del tiempo. ¿Sólo quedan tres días más?
—¿Es ésta la razón de que intentaras escapar?
Hundí la cabeza. El hombre se acercó hasta detenerse frente a mí. Yo estaba temblando otra
vez.
—Yo quería pensar... No puedes pensar de verdad en la Ciudad, con un trabajo y una familia...
Acotación: Creo que en este momento era 180 quien me interrogaba a mí, en lugar de lo
contrario.
—Tienes que volver a la Ciudad, a menos que... Ésta es la segunda vez que te has presentado
voluntariamente a un período de castigo. Muy poca gente se presenta voluntariamente para una
segunda sesión.
Con un esfuerzo, levanté mis ojos hacia los suyos. En mis oídos hubo un gran rugido,
acompañamiento de un destello de comprensión.
—¡Pero tú también lo hiciste! —exclamé.
—Lo hice... —sonrió él.
A continuación, dio media vuelta y dejó la estancia. Al salir, hizo un brusco gesto al Testigo. El
Testigo se levantó y le siguió.
Me apoyé en la pared y cerré los ojos. El sufrimiento, la mortificación, ¿era un camino a la
comprensión? ¿Comprendía yo algo? ¿Cuánto? ¿Acaso me estaban ofreciendo un empleo,
simplemente?
Por fin, me incorporé y me acerqué a un ventanuco, de los cuales había dos. Al otro lado de la
abertura había un techo inclinado, bajo el cual se refugiaba un guardián. Más allá sólo estaba la
llanura, la lisa y polvorienta llanura, factor dominante de la vida en Tilich. La montañas a lo lejos.
Inescrutables. Insolubles. Eternas. Tan transitorias como todo lo demás. Toma el pico.
Acotación: Cuando alguien empieza a preguntarse qué significa «inescrutable» en relación a las
vidas humanas, está empezando a comprender la pregunta de qué significan las vidas humanas.
Dormí confortablemente sobre el duro banco hasta que una doncella me despertó con una
bandeja donde traía el desayuno. Reconocí a la mujer. Tenía el rostro surcado de arrugas y las
manos hinchadas. Mientras depositaba la bandeja a mi lado, me dijo:
—Hoy, vino tinto, 180.
—Gracias.
—Es un placer. —¿Era realmente un placer para ella aquel trabajo servil? ¿Por qué no iba a serlo?
Comí sin pensar y apuré el vino. Cuando hube terminado, volví a la ventana y contemplé las
montañas. En la distancia, vi a uno de los guardianes montados.
Mientras estaba mirando, el Interrogador regresó.
Acotación: Conversación. Contacto humano. Almuerzo. Vino tinto. Montañas. Llanura. Colocar en
orden de importancia. Posible pregunta para nueva sesión de interrogatorio.
El Interrogador no traía la vara. Tampoco le acompañaba el Testigo, pero vi que ponía en
marcha un instrumento de grabación en el momento de entrar. Se acercó y tomó asiento en el
banco.
—¿Qué sabes de Jesucristo?
—Era un hombre que murió hace unos treinta y siete siglos.
—Quería que las personas fueran más sinceras entre ellas. Fundó una religión en otro tiempo
prohibida, hoy casi extinguida. ¿Lo sabías?
—Creo que una vez debí saberlo. ¿No existe una canción de cuna que habla de ello?
—En el transcurso de los últimos diez siglos, el Estado Único ha cometido muchos errores. La
humanidad siempre hace progresos inciertos. Uno de esos errores, no necesariamente el más grave,
residió en ignorar la diversidad del género humano. Este desliz ha sido corregido. En otro tiempo, un
hombre con tus deseos de ser castigado habría recurrido a medios antisociales porque no existían
otros para calmar tus ansias. Ahora, el Estado Único está poniendo remedio a otro de sus errores...
o, digamos, de sus actitudes miopes. —El Interrogador me miró de reojo y continuó—: Si te digo
de qué se trata, tal vez no desees volver a tu casa con tu familia. Tal vez no desees salir de aquí.
Tomé asiento en el banco junto a él.
—¿De qué se trata? —dije sin mirarle.
—El Estado se da cuenta de que la conciencia humana está cambiando, que el animal humano
está efectuando un paso cuántico. Que estamos entrando en un período en el cual más y más
individuos (y finalmente la raza entera) evolucionarán... evolucionarán a seres con una mayor
capacidad de conciencia.
No me salía la palabra. Por fin, la pronuncié en un susurro:
—¿Superhombres?
—No es ése el término que yo usaría. Sabemos que existen distintos niveles de conciencia. No
está sólo el consciente, también existe el subconsciente, con más de un nivel. Todos están
mezclándose ahora en una nueva conciencia integrada.
—...Y el Estado quiere que los individuos con esa nueva conciencia estén de su lado...
—El Estado quiere estar del lado de ellos.
A lo largo de esta conversación, mi conciencia no dejó de expandirse de una manera
totalmente extraña. Me producía una sensación de hilaridad. Pasé por las frases de nuestro diálogo
como entre unos árboles ralos, en busca del rastro auténtico. ¿Era cada conversación la sombra,
muy disminuida por la distancia, de antiguas cacerías ancestrales de las cuales dependía la vida? De
ser así, ¿podría la conversación tener otra cosa que presas etéreas? ¿O era posible que, entre las
sombras verbales, hubiera un auténtico nuevo objetivo en la tierra espectral de esa cacería
psíquica?
¿Era posible que lo hubiéramos encontrado?
¿Aquí, en Tilich?
¿Y dónde más, simultáneamente?
¿Para no ser suprimido nunca más?
Cuando vi que mi interlocutor leía la desconfianza en mis ojos, murmuré:
—¿Podemos confiar en el Estado?
Él extendió las manos en uno de sus infrecuentes gestos.
—Ni siquiera puede hacerlo el propio Estado pero, a lo largo de los siglos, ha elaborado
salvaguardas para su propio poder.
—Que puede romper...
—180, ninguno de nosotros olvida que en otro tiempo hubo siglos de derramamientos de sangre
cuando la vieja Era de la Religión llegó a su fin, cuando el Estado Único aplastó y eliminó el
capitalismo, el cristianismo y el comunismo. Desde esa época terrible, el Estado ha aprendido a no
exigir las lealtades que demandaban las crueles Tres Ces (la lealtad es el más peligroso de todos
los atributos humanos) El Estado ha madurado lo suficiente (eso creo yo, uno de sus
funcionarios) para estimular una conciencia mayor que la suya propia.
¿Era posible que hubiéramos avanzado a trompicones a través del último de los bosques
psíquicos? En el mismo instante de formularme la pregunta a mí mismo, pude percibir que la
respuesta estaba enterrada en los estratos del futuro. Antes había que formular muchas preguntas
menores; la cacería estaba lejos de terminar.
—¿Puedo preguntarte, Interrogador, qué papel juegas tú en todo esto?
—Uno muy humilde. «Balnearios» como éste han existido durante muchas generaciones. Se
ocupan de los inadaptados del Estado. Asimismo, son inadaptados quienes tienen que
gestionarlos. Éste es el verdadero nivel en el que nos igualamos, tú y yo. Sólo en tiempos
relativamente recientes se ha comprendido que los hombres con esa nueva conciencia serían, por
su naturaleza, inadaptados en la sociedad, de modo que el Estado supo dónde acudir para
encontrar a tales individuos... y comprendió que tenía unos lugares de forzamiento dispuestos para
ellos.
«Formamos parte de un núcleo reducido pero creciente, ¿comprendes?
Acotación: 180 hizo preguntas. Pero no la obvia. Sabía cuál era la respuesta obvia. A partir de
este punto, consideré que 180 se había graduado. Él es quien cree ser. En aras de la minuciosidad,
añadiré el resto de su declaración, junto con mis acotaciones.
El Interrogador se puso en pie. Yo le imité y permanecimos allí, mirándonos el uno al otro.
Recordé al guardián montado, apuntándome y con sus ojos fijos detrás del fusil.
—Ahora te dejo, 180. Tienes mucho en qué pensar. Dentro de muy poco serás escoltado de
vuelta al hotel. No olvides que esperamos las mil palabras de costumbre. Hemos llevado otra vez a tu
habitación lo que has escrito hasta ahora. ¡Hasta que volvamos a vernos!
Tras una breve inclinación de cabeza, salió de la estancia.
A solas, me quedé mirando la robusta puerta de madera que se abría entre las piedras
encaladas de la pared. Aquel hombre... ¿se creía también una especie de superhombre?
¿Imaginaba que yo trabajaría con él?
Desde ese instante, advertí cómo cambiaría la vida, y el mundo del hombre con ella, cuando
los nuevos y vertiginosos estadios de conciencia fueran utilizados y reconocidos. Pero aún quedaría
lugar para los viejos antagonismos. Como la llanura del exterior, jamás podrían hacerse fértiles. Mi
Interrogador seguía siendo mi enemigo aunque me hubiera llevado al punto de hacerme reconocer
mi propio potencial. El Interrogador olía a tortura y a azufre de medianoche. Lo único que yo
sentía por él era odio.
Acotación: Se olvida, por el momento, de que incluso la llanura conoce sus estaciones, su verano y
su invierno.
Uno de los guardianes de la casa me escoltó de regreso al hotel. Me derrumbé en la cama y caí
de inmediato en un profundo sueño.
Acotación: Su cerebro volvió a barajar sus generaciones de evidencias.
Cuando desperté, acudí al grifo de la cámara exterior y me mojé la cabeza con el agua fría.
Seguía molido. El espejo me devolvió una distorsión en el perfil familiar de mi rostro. ¿Y los ojos? El
conocimiento no es más visible que el aire. Mi modo de andar, el aliento que expelía... estos
detalles lo indicaban.
Había caído la oscuridad. De la maleza del jardín, nada quedaba. Pero en el firmamento,
muy bajos en el horizonte, aún seguían unos rayos de luz, las heces del día. ¡De este día! Un cielo
gris oscuro, una línea de luz limón brillante. En la otra dirección, las montañas aún no se habían
extinguido. Encendí la lámpara de la mesilla y me puse a escribir junto al alféizar de madera. Lo
que escribí fue: 2n (x-me)2. La broma de mi período febril.
Debajo, añadí: «La vida tenía que estar al nivel del libro de texto. Ahora, todas las directrices han
sido leídas. Arroja lejos el libro. Cambia las metáforas. La vida y el arte se hacen uno. La actuación
sigue pero ahora los actores, los críticos y el público se unen en un escenario más amplio. Abandona
las metáforas. Vívelas»
Permanecí sentado largo rato ante aquel papel. El papel ya no contenía la respuesta.
Volví a la cama y me dormí otra vez.
Los interrogatorios empezaban a las dos de la madrugada. A las dos, el hosco guardián de
costumbre acudió a despertarme. Me vestí y fui con él. Los largos pasillos estaban en silencio y a
oscuras; el guardián llevaba una linterna. Como siempre, con aquella terrible rutina, descendimos
las escaleras. El viejo olor encantador de las aguas sulfurosas. Al llegar al vestíbulo, el guardián tomó
una dirección distinta de la habitual y me condujo al exterior de la puerta principal, dejando atrás
al centinela armado.
El guardián levantó la linterna por encima de la cabeza. Instintivamente, alcé la vista a las
ventanas uniformes, medio visibles con sus líneas de barrotes.
Nos dirigimos al establo. Allí había unos hombres fumando, bebiendo en silencio, jugando a
dados ante un pequeño fuego en la sala de sillas de montar. El guardián me entregó a un oficial.
El oficial me entregó una capa gruesa y un gorro de lana. Ya tenían un pony ensillado. Me
ayudaron a montar. Un mozo me condujo hasta la puerta de la cuadra y me dirigió un irónico
saludo.
Sujetando las riendas, me puse en marcha y el animal avanzó al paso por el patio.
Una vez fuera del abrigo de los edificios, advertí la penetrante brisa nocturna que levantaba su
aliento helado. Sobre mi cabeza brillaba una tenue luna. La llanura era monótona. Ilimitada. Seguí
cabalgando. El animal y yo éramos uno.
Era en una noche así y en una noche así... en incontables, incontables noches, cuando los
hombres salían, reconfortados —gracias al movimiento— de la división reinante en sus mentes,
como la noche estaba dividida del día. En el nuevo orden que surgía, los movimientos aún tendrían
valor.
Acotación: Movimiento. Cambio. Fluidez. Hasta hoy, han estado contenidos en formas inmóviles
forjadas por el hombre. Pronto, las formas empezarán a moverse. No sólo nos conoceremos a
nosotros mismos. Veremos que todas las generaciones perdidas de ignorancia fueron motivadas
por una firmeza protectora. Se instalaron barreras. Ahora, ya no tenemos el conocimiento infinito.
Las barreras están bajando.
Si quería, podía cabalgar hasta el final de la llanura, no volver jamás. No lo deseaba. Me bastaba
con saber que existía la posibilidad. Pronto volvería al hotel, fortalecido por el simbolismo de este
galope (como bien sabían que haría los directores del hotel) Ahora entendía por qué había escrito
aquel mensaje para mí mismo: «Todas las artes intentan abarcar un amanecer»
¡Y yo estaba cabalgando en aquel amanecer! Un eco del retumbar de las pezuñas del pony, que
la noche y la distancia hacían misterioso, llegó hasta mí mientras mi montura y yo galopábamos de
regreso hacia el puñado de edificios.
(1971)
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