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Un loco y despiadado asesino dará fin a su vida, pero no antes sin confesar lo que le llevó a pecar con tanta brutalidad |
Confiteor Deo Omnipotenti Beatae Mariae semper Virgini Beato Michaeli archangelo Sanctis apostolis Omnibus sanctis Era muy temprano, los cánticos de la iglesia volaban por el ambiente de las calles de Florencia. Se mezclaban con el frío y el rocío de la mañana, despertando a los más madrugadores e, incluso, a los más rezagados a quedarse bajo las mantas. Domingo, aún siendo día festivo, las calles estaban abarrotadas de transeúntes que iban desde la Plaza San Lorenzo hasta el Mercado de Paja. Los ciudadanos caminaban todos en una misma dirección; todos y sin excepción caminaban a paso forzado a Misa. Algunos, se quedaban a medio camino para visitar la Academia; serían extranjeros. Otros, con el tiempo justo, se acercaban a la Catedral. La misa no había dado comienzo, los bancos se iban llenando con lentitud y las colas en los confesionarios iban en aumento. Entre todo ese ambiente, oraciones y cánticos eclesiásticos se entonaban con disimulo y, luego, con ímpetu. El santuario estaba adornado con rosas blancas y un dulce olor a incienso rondaba los alrededores. Los asientos estaban casi totalmente ocupados, pero el párroco no aparecía por ninguna parte para dar tan importante eucaristía. Su ausencia comenzó a preocupar a los monaguillos y demás; así que uno de ellos decidió ir en su busca a su casa, la más lejana de la ciudad. Mientras, los demás sacerdotes continuaron en los abarrotados confesionarios y, de esta manera, no inutilizar la espera. Llegó el momento en que todos los ciudadanos que habían asistido a la iglesia estuvieron sentados, metidos de lleno en sus oraciones. Entonces, la puerta principal se abrió; y de ella apareció una figura que resaltaba por la luz que entraba desde la rendija de la puerta. Por desgracia de muchos, no eran el sacerdote y su acompañante, sino un cristiano más. Éste iba envuelto en una toga arañada y vieja, atada con un cordel y con una capucha que ocultaba su rostro. Aún así, sus brillantes ojos eran posibles de ver a través de tanta sombra. El hombre iba descalzo, y sus pies mostraban heridas y suciedad. Ninguna persona del recinto quedó indiferente a la presencia del visitante, mas supusieron que sería un pastor extranjero que había recorrido durante horas caminos y sendas. Sin titubear, humedeció sus manos y su frente con el agua de la pila; y, no sin dedicarle una mirada al Cristo del altar, se dirigió al confesionario. El sacerdote lo esperaba impaciente y quería despachar al pastor pronto. Éste se arrodilló delante del habitáculo y se descubrió la cara quitándose la capucha que la cubría. Era un hombre relativamente joven; su pelo era oscuro y desaliñado, su tez era morena, provenía seguramente del Sur; sus ojos oscuros estaban hundidos en la carne y resultaban tristes; tenía una cicatriz en su mejilla izquierda; y poseía una sonrisa blanca. El sacerdote esperó la iniciativa del extranjero, pero éste se tomó su tiempo mientras recitaba una serie de murmuraciones imposibles de comprender. Finalmente, comenzó a hablar: - Ave María, purísima. – dijo lentamente con una voz ronca y profunda. - Sin pecado concebida. – dijo el cura. Su preocupación por la tardanza de la busca del monaguillo le hacía sudar. - Verá padre – comenzó a decir muy resuelto el pastor - , sé que usted tiene prisa con acabar con esto pronto. Aún así debe entender que una simple frase enumerando mis actos y pecados no sería suficiente. – una leve mueca surgió de entre los labios del extraño -. Y, aunque no tenga tiempo para contarle todo lo que yo quisiera, pues me persiguen; intentaré que usted y Dios conozcan mis malos actos y sean perdonados. Aunque él, – señaló al techo – los conoce muy bien. - Muy bien – el interés del confesor había brotado entre tanta angustia y una leve brisa le produjo escalofríos ante esos ojos tan misteriosos -. Aceptaré sus premisas o, por lo menos, hasta que de comienzo la misa. Confesión General, pues. - Perfecto. – la mueca acabó por ser una sonrisa triunfal en el rostro del hombre. – En ese caso, padre, déjeme contarle, en resumidas cuentas, la historia de mi vida y lo que me llevó a pecar. – esa última frase retumbó en la cabeza del sacerdote como una gran amenaza Mi nombre es Domingo y, como bien dice mi nombre, pertenezco en mi totalidad a Dios. Nací en un país lejos de aquí, en una familia bien acomodada y respetable en el pueblo. Mi vida fue muy tranquila durante mi infancia y parte de la adolescencia. Dios quiso que el amor fuese el sentimiento más poderoso y nos hizo capaces de matar por él…en mi caso no es una metáfora – el extraño cerró los ojos y el clérigo advirtió una lágrima en su mejilla cortada. Éste prosiguió tras unos segundos de pausa. Un día, maldito día o santo día, no sé; en extrañas circunstancias acabé por enfrentarme a unos mercaderes rudos y fuertes que intentaban aprovecharse de una débil dama en el mercado. Pido perdón a Dios por la muerte de esos hombres que realicé por la defensa de la hermosa doncella. En esos momentos, dije al alguacil que todo había sido un accidente y me acogí a la defensa propia. Milagrosamente, recibí el perdón de ambos, del alguacil y del Señor; y, pronto, me enamoré de aquella preciosa mujer. Sus cabellos castaños volaban al ritmo de la música y sus delicados movimientos terminaron por encandilarme. Ella también supo agradecerme las manchas de sangre de aquellos grotescos hombres que reposaban en mis ropajes… y en mi alma – la voz del confeso denotaba melancolía y añoranza; y el cura comenzó a interesarse en su historia con afán. Cuando nuestro amor rozaba el cielo, nos casamos. Aquella vida era fantástica. Teníamos una casa de la que se encargaba ella con gran ilusión; yo conseguí un trabajo satisfactorio en un negocio y conocí a muchos amigos y colegas. Mi mujer se llamaba Bella, e hizo honor a su nombre hasta el último suspiro de su vida. – la voz volvió a sonar ronca y triste. El sacerdote se temía lo peor. Yo ayudaba a mi mujer en el mercado a comprar las cosas que hacían falta para la casa, - continuó - debido a que mi horario flexible me lo permitía. Era una vida magnífica. Entonces, otra mujer entró en mi vida. Se llamaba María; era la mujer del pescadero. Una mujer atractiva y muy simpática y, perdóname Señor, comencé a interesarme por ella – las palabras ahora eran de furia, odio y culpa. Pensamientos impuros circulaban por mi mente, la conciencia ardía en mi corazón… me gustaba ese calor y lo encontré de inmediato cuando me uní en cuerpo y alma con la pescadera. – los ojos del clérigo se abrieron totalmente y dejó escapar un grito ahogado. El joven se dio cuenta, sonrió y prosiguió – Dios me perdone, pero la lujuria también nos fue entregada; y, aún así, no es excusa suficiente. Una tarde, cuando fui a visitarla acompañado de rosas rojas, con la conciencia carcomida por la traición a mi Bella, caminaba por la calle y me daba la sensación de que la gente me miraba con caras extrañas. No sé si me estaba volviendo loco pero intenté centrarme en otras cosas. Entré en su casa; allí estaba, esperándome. – hizo un pausa – Pero también me esperaba el pescadero. Este me agarró y me partió alguna costilla; también me marcó para recordar ese día. – sus rudas manos pasaron rozando la cicatriz de su mejilla. El pescadero se fue… y me dejó tirado junto a su esposa. Ella me cogió e intentó limpiar mi sangre. Después… recuerdo un grito desgarrador; sólo sé que ella murió minutos después. Mi cólera por su posible traición se apoderó de mí y acabé bañado en sangre. – el sacerdote sintió tremendo horror por lo sucedido. Aún así, le impresionó más la delicadeza con lo que le contaba aquello. El asesino, intuyendo el terror del anciano, dijo -. Tranquilícese, padre. Esto aún no ha terminado. Salí corriendo de la choza, dejé la puerta abierta y los vecinos, pronto, comprendieron las causas de los gritos. Por las calles me señalaban, se iluminaban a mi paso, gotas rojas dejaba caer por el camino, sentimientos aterradores se cernían sobre mi, creía ver la Ley tras mis pasos… por el amor y la lujuria había destrozado mi vida. – hizo una nueva pausa. Había llegado a mi hogar, intenté tranquilizarme antes de entrar en casa. Bella no me esperaría tan pronto. Tenía tantas cosas que contarle, que me perdonase… Ya más calmado, abrí la puerta de la casa. No se oía nada, ni siquiera el leve cantar de los pájaros. Lo recuerdo muy bien… un escalofrío recorrió mi espalda, un viento helado entraba desde la puerta, hacía frío. Me dirigí a la habitación con paso vacilante y lento. Ya dentro, sorprendí a mi mujer con…con – la voz del encapuchado se entrecortó, lágrimas nacieron de sus ojos y se mordía el labio – estaba besándose con un tipo. – dijo al fin. Su voz se volvió aguda y rompió a llorar. El monje calló, esperando el terrible desenlace. – No recuerdo… nada. Un sentimiento de culpa, de traición, de cólera… Al poco tiempo también murieron. Yo no era consciente de lo que había echo. Entre magulladuras y arañazos salí estrepitosamente y cojeando de mi hogar; ya nunca volvería a tener uno. Ya, en la calle, me resguardé en un callejón y comencé a llorar. No entendía nada. Había estado martirizándome por haberla engañado… y parece ser que ella me engañó a mí. ¿Fue todo nuestro amor mentira? ¿Me utilizó? Ahora no podía preguntárselo. Mi vida… había terminado, no me quedaba nada. Es curioso como todo lo que tiene alguien desaparece una tarde. Por supuesto, mis crímenes fueron rápidamente denunciados a la justicia… y pronto, tuve que huir, vivir como un nómada; escapar de mi vida ya rota y seguir adelante sin ningún rumbo. De camino a Italia, me resguardé en un monasterio de la montaña. Allí no podían entrar, al igual que aquí tampoco – el confeso señaló la catedral, el sacerdote estaba totalmente intrigado en la historia. Pero, aún así, tenía miedo de que el asesino pudiera, de repente, matarle a él también. La curiosidad pudo más. En el monasterio, me dieron de comer, me curaron las heridas, me dieron una cama… y no preguntaron absolutamente nada. Mi desconcierto era tal… yo no conocía esa bondad; hacía tiempo que no la había sentido. Lo único que pude por agradecer esto fue ofrecerme en mi totalidad a Dios y descubrir las enseñanzas que intentó propagar en su tiempo. Así, me hice cristiano, puede que incluso más cristiano que muchos de aquí. – esas últimas palabras demostraban desprecio del criminal hacia algunos presentes. En fin, padre… - se dirigió al cura – debo ir terminando ya. Los alguaciles deben estar merodeando el lugar. Además el párroco estará al caer. Debo entregarme a la Justicia, para que me castiguen… aunque sé que Dios me ha perdonando. – Ahora la mirada de Domingo se dirigía al Cristo del altar – Perdóname Señor, perdona a un tonto que se obsesionó con el Amor y la Lujuria, un idiota que no supo ver que camino escoger, un imbécil que no puede rectificar. Al menos, se me recordará con lo que pase dentro de unos minutos. - ¿Se refiere a su ejecución? – el sacristán no pudo evitar más la curiosidad; llevaba demasiado tiempo callado. - Usted esté atento a lo que suceda ahora – una terrible pero débil carcajada caló los huesos del confesor. Se levantó con dificultad y se dirigió a la salida. Justo cunado estaba saliendo por la puerta, se cruzó con el párroco y el monaguillo. Les dedicó una sonrisa y salió a la plaza. Allí, los Hombres de la Ley dieron pronto con él. Lo capturaron y lo mandaron ejecutar lejos de la catedral, pues la misa iba a dar comienzo. Domingo no se resistió, había soñado con aquel momento varias veces y no le daba ninguna satisfacción oponerse más a lo que era su destino, vivir no le agradaba ya. Pobre iluso. El párroco entró y se disculpó con sus ayudantes. Se había quedado dormido explicablemente. Agradeció al monaguillo por las molestias que le había causado ir a buscarlo. No quiso demorarse más y comenzó con la misa. El confesor seguía preguntándose el pobre destino de aquel chalado que iban a matar, al pobre loco que iban a castigar con la misma moneda con la que él había destruido su vida ya. En el momento álgido de la misa, el momento de comulgar; ningún ciudadano quedó sin tomar El Cuerpo de Dios. Entonces, de repente, todos comenzaron a asfixiarse. El aire no llegaba a sus pulmones; las gentes se iban muriendo mientras rezaban; la confusión y la duda se mezclaban con los agónicos gritos agonizantes. Pronto todos murieron…pero el monje no tomó la ostia. Entre lágrimas veía como todos fallecían. Confundido y, sin saber porqué, volvió al confesionario. Allí, Domingo le había dejado un pequeño obsequio: un frasco de somnífero y otro de veneno. |