[size=18:e3e8251a50][color=red:e3e8251a50] El exterior [/color:e3e8251a50] [/size:e3e8251a50]
[size=15:e3e8251a50][color=brown:e3e8251a50]
Nunca salían de la casa.
El hombre llamado Harley solía ser el primero en levantarse. A veces se daba un paseo por el
edificio con la misma ropa de dormir; la temperatura se mantenía siempre moderada, día tras
día. Después despertaba a Calvin, el hombre apuesto y corpulento que daba la impresión de poseer
una decena de talentos y nunca llegaba a demostrar ninguno. Era la única compañía que Harley
necesitaba.
Dapple, la muchacha de mortíferos ojos grises y negra cabellera, tenía el sueño ligero. El rumor
de los dos hombres al conversar bastaba para desvelarla. Entonces se levantaba e iba a despertar a
May, y bajaban juntas a preparar el desayuno. Mientras lo hacían, los otros dos ocupantes de la
casa, Jagger y Pief, iban levantándose.
Así era como comenzaban todos los «días»: no con la llegada de algo semejante a un amanecer,
sino únicamente cuando los seis habían dormido lo suficiente para volver a despertar. A lo largo del
día no realizaban ningún esfuerzo, pero, de un modo u otro, cuando regresaban a sus camas
quedaban profundamente dormidos.
La única excitación del día se producía cuando abrían por primera vez el almacén. El almacén
era un cuartito situado entre la cocina y la habitación azul. En la pared del fondo había un amplio
anaquel, y de este anaquel dependía su existencia. Allí era donde «llegaban» todos los suministros.
Lo último que hacían antes de acostarse era cerrar la puerta del cuarto vacío y, cuando volvían
por la mañana, todo lo que necesitaban —alimentos, ropa blanca, una lavadora nueva— estaba
esperándolos en el anaquel. Esto era sólo una característica aceptada de su existencia: jamás la
cuestionaban entre ellos.
Aquella mañana, Dapple y May terminaron de preparar el desayuno antes de que bajaran los
cuatro hombres. Dapple incluso tuvo que acercarse al pie de la amplia escalinata para llamarlos
antes de que apareciera Pief; por tanto, la apertura del almacén tuvo que aplazarse hasta después
de haber comido pues, aunque la apertura no se había convertido en absoluto en una ceremonia, a
las mujeres no les gustaba entrar solas. Era una de esas cosas que...
—Espero que haya tabaco —comentó Harley mientras abría la puerta—. Casi lo he terminado.
Entraron y contemplaron el anaquel. Estaba casi completamente vacío.
—No hay comida —observó May, las manos en la cintura ceñida por su delantal—. Tendremos que
racionar lo que nos queda.
No era la primera vez que ocurría una cosa así. En cierta ocasión (¿cuánto hacía? No se
preocupaban mucho de calcular el transcurso del tiempo) habían pasado tres días sin que
apareciese comida y el anaquel había permanecido vacío. Ellos habían aceptado la escasez sin
inmutarse.
—Antes de morirnos de hambre, te comeremos a ti, May —dijo Pief, y todos celebraron la broma
con breve coro de risas, aunque Pief ya había hecho el mismo comentario la última vez. Pief era un
hombrecillo recatado, no el tipo de persona que salta a la vista entre una multitud. Sus
pequeñas bromas constituían su más preciada posesión.
Solamente había dos paquetes sobre el anaquel. Uno era el tabaco de Harley; el otro una
baraja de cartas. Harley se metió el primero en el bolsillo con un gruñido y alzó el segundo en
alto, retirando los naipes de su estuche y abriéndolos en abanico para que los vieran los demás.
—¿Alguien juega? —preguntó.
—Póquer —asintió Jagger.
—Canasta.
—Gin rummy.
—Jugaremos luego —decidió Calvin—. Nos ayudará a matar el rato por la noche. —Las cartas
serían un desafío para ellos; tendrían que sentarse todos juntos, alrededor de la mesa, cara a cara.
No había nada concreto que los separase, pero, una vez solventado el insignificante asunto de
abrir el almacén, tampoco parecía haber ninguna intensa fuerza que los mantuviera juntos. Jagger
pasó la aspiradora por el vestíbulo, cruzando ante la puerta delantera que no se abría, y la llevó
escaleras arriba para limpiar los rellanos superiores; no porque la casa estuviera sucia sino,
sencillamente, porque la limpieza era algo que se hacía todas las mañanas. Las mujeres se sentaron
junto a Pief y los tres sostuvieron una deslavazada conversación acerca de cómo organizar el
racionamiento, pero después de eso perdieron todo contacto entre sí y se alejaron cada uno por su
lado. Calvin y Harley ya habían desaparecido en distintas direcciones.
La casa era un lugar de construcción irregular. Tenía muy pocas ventanas y las pocas que
había no se abrían, eran irrompibles y no dejaban pasar la luz. Todo estaba sumido en la oscuridad;
cuando alguien entraba en una habitación, una invisible fuente de luz la iluminaba: había que
introducirse en la negrura antes que ésta se desvaneciera. Todas las habitaciones estaban
amuebladas, pero con piezas inconexas que guardaban muy poca relación entre sí, como si el
cuarto careciese de un propósito definido. Las estancias preparadas para seres sin propósito suelen
dar esta impresión.
No podía discernirse ningún plan en el primero o el segundo piso, ni en los largos y vacíos
desvanes. Solamente la familiaridad podía suavizar el carácter laberíntico de cuartos y corredores.
Por lo menos, había tiempo de sobra para familiarizarse.
Harley estuvo un largo rato paseándose de un lado a otro con las manos en los bolsillos. En un
momento dado, se encontró con Dapple; la muchacha estaba graciosamente encorvada sobre una
libreta de dibujo, copiando con trazos de aficionada un cuadro que colgaba de una de las paredes
y que representaba la misma habitación en que estaba sentada. Intercambiaron unas pocas
palabras y en seguida Harley reanudó su paseo.
Algo acechaba en el borde de su mente como una araña en una esquina de su tela. Entró en lo
que llamaban el cuarto del piano y de pronto descubrió qué era lo que le tenía preocupado. Casi
furtivamente miró a su alrededor mientras se desvanecía la oscuridad y luego se volvió hacia el
gran piano. De vez en cuando aparecían cosas extrañas en el anaquel, y eran distribuidas por
distintos rincones de la casa: una de ellas reposaba en aquellos momentos sobre el piano.
Era una maqueta, pesada y de unos sesenta centímetros de altura, achaparrada, casi esférica,
con un morro puntiagudo y apoyada sobre cuatro estabilizadores. Harley sabía lo que era. Era una
nave tierra-espacio, una reproducción a escala de las voluminosas lanzaderas que ascendían hasta las
naves espaciales propiamente dichas.
Este objeto les había causado mayor inquietud que cuando el propio piano apareció en el
almacén. Sin apartar la vista de la maqueta, Harley se sentó rígidamente en el taburete del piano
e intentó desenterrar algo del fondo de su mente..., algo relacionado con naves espaciales.
Fuera lo que fuese, se trataba de algo desagradable que se le escabullía cada vez que creía
haberle puesto un dedo mental encima. Siempre se le escapaba. Si al menos pudiera comentarlo
con alguien, tal vez entonces podría inducirlo a salir de su escondite. Desagradable, amenazador,
pero aun así con una promesa imbricada en la amenaza. Si pudiera sacarlo a la superficie, afrontarlo
osadamente cara a cara, entonces podría... hacer algo concreto. Y hasta que no lo hubiera
afrontado, ni siquiera sabría qué era esa cosa concreta que quería hacer.
Una pisada a su espalda. Sin volverse, Harley levantó diestramente la tapa del piano y deslizó un
dedo sobre la teclas. Sólo entonces se volvió a mirar despreocupadamente por encima del hombro.
Calvin estaba de pie a su lado, las manos en los bolsillos, con aire imperturbable y sosegado.
—Pasaba por aquí y he visto luz —explicó con soltura—, así que he pensado en entrar un
momento.
—Yo estaba pensando en tocar un rato el piano —respondió Harley con una sonrisa. La cosa no
era discutible, ni siquiera con alguien tan conocido como Calvin, porque..., por la naturaleza
misma de la cosa..., porque había que comportarse como un ser humano normal y libre de
preocupaciones. Esto al menos era lógico y evidente, y sirvió para darle aliento: comportarse como
un ser humano normal.
Más tranquilizado, le arrancó al teclado una suave cascada de notas. Tocaba bien. Todos
tocaban bien. ¿Era eso... natural? Harley miró fugazmente de soslayo a Calvin. Su fornido
compañero estaba apoyado contra el instrumento, de espaldas a aquella desconcertante maqueta,
sin la más leve preocupación. Sus facciones no reflejaban más que una blanda expresión de
amabilidad. Todos eran amables y no reñían nunca.
Se reunieron los seis para el magro almuerzo. La charla fue banal y animada. Luego siguió la
tarde, según las mismas pautas de la mañana, de todas las demás mañanas: segura, cómoda, sin
objeto. Sólo a Harley esta pauta se le antojó ligeramente desenfocada; ahora tenía una pista del
problema. Era bastante pequeña, pero en la mortecina calma de sus días era bastante grande.
La pista se la había dado May. Al servirse la jalea, Jagger la había acusado, en tono de broma, de
haber tomado una parte mayor de la que en justicia le correspondía. Dapple, que siempre
defendía a May, objetó:
—Ha tomado menos que tú, Jagger.
—No —le corrigió May—. Creo que he tomado más que nadie. Lo he hecho por un motivo interior.
Era la clase de broma que todos solían hacer en ocasiones, pero a Harley le dio qué pensar. Se
dedicó a pasear por una de las silenciosas habitaciones. Motivos interiores, motivos ocultos...
¿Acaso los demás aquí sentían la misma inquietud que él? ¿Tenían alguna razón para ocultar esa
inquietud? Y otra cosa...
¿Dónde era «aquí»?
Se apresuró a deshacerse de este pensamiento.
Enfréntate con los problemas de uno en uno. Busca gradualmente tu camino hacia el abismo.
Categoriza tus pensamientos.
Uno: la Tierra llevaba ligeramente las de perder en una guerra fría con Nitity.
Dos: los nititianos poseían la alarmante capacidad de asumir un aspecto idéntico al de sus
enemigos.
Tres: gracias a dicha capacidad, podían infiltrarse en la sociedad humana.
Cuatro: la Tierra era incapaz de observar la civilización nititiana desde su interior.
El interior... Una oleada de claustrofobia sobrecogió a Harley cuando se dio cuenta de que estos
datos fundamentales que conocía no guardaban ninguna relación con su pequeño mundo del
interior. Procedían, ignoraba por qué medios, del exterior, de aquella vasta abstracción que
ninguno de ellos había visto jamás. Tuvo una visión mental de un vacío estrellado en el que los
hombres y monstruos navegaban y combatían, pero la borró a toda prisa. Tales ideas no se adecuaban
al sereno comportamiento de sus compañeros; si nunca hablaban del exterior, ¿podía ser que
pensaran alguna vez en él?
Inquieto, Harley siguió recorriendo la habitación; el suelo de parquet delataba con su eco la
indecisión de sus pasos. Se encontraba en el cuarto del billar. Comenzó a impulsar con un dedo las
bolas sobre el tapete verde, presa de emociones conflictivas. Las rojas esferas se tocaron y se
separaron rodando. Así era cómo funcionaban las dos mitades de su mente. Irreconciliables:
debería quedarse aquí y conformarse; debería... no quedarse aquí (puesto que no recordaba
ningún otro tiempo en que no hubiera estado aquí, Harley no fue capaz de formular esta segunda
idea con mayor precisión) Otro punto doloroso era que «aquí» y «no aquí» no parecían constituir
dos mitades de un todo homogéneo, sino dos disonancias.
El marfil se deslizó cansadamente por una tronera. Tomó una decisión. Esa noche no dormiría
en su cuarto.
Los demás acudieron desde las diversas partes de la casa para compartir una bebida antes de
acostarse. Por tácito acuerdo, los naipes habían sido aplazados para otra ocasión: después de
todo, disponían de mucho tiempo.
Charlaron sobre las leves nadas que componían su jornada: la maqueta de una de las
habitaciones que Calvin estaba construyendo y May amueblando, la luz defectuosa del pasillo de
arriba que tardaba demasiado en encenderse. Los seis daban muestras de lasitud. Volvía a ser
hora de dormir, y al dormir ¿quién sabía qué sueños podían venirles? Pero no cabía duda de que
dormirían. Harley sabía —y se preguntaba si los demás también lo sabían— que con la oscuridad que
descendía cuando se echaban en la cama vendría también la irresistible orden de dormir.
Se detuvo justo detrás de la puerta de su dormitorio, en tensión, agudamente consciente de
la heterodoxia de su conducta. Le palpitaba dolorosamente la cabeza y se apretó la sien con una
mano helada. Oyó a los demás retirarse uno por uno a sus respectivas habitaciones. Pief le dio las
buenas noches al pasar; Harley respondió. Se hizo el silencio.
¡Ahora!
Cuando salió al pasillo, lleno de nerviosismo, se encendió la luz. Sí, lo hizo con retraso, a
regañadientes. Su corazón latía con fuerza. Se había comprometido. Ignoraba qué iba a hacer o
qué iba a suceder, pero se había comprometido. La obligación de dormir había sido evitada.
Ahora debía esconderse y esperar.
No es fácil esconderse cuando una señal luminosa le sigue a uno dondequiera que vaya. Pero
entrando en un hueco que conducía a un cuarto en desuso, abriendo ligeramente la puerta y
agazapándose en el umbral, Harley descubrió que la defectuosa luz del rellano se apagaba y lo
dejaba todo en tinieblas.
No se sentía satisfecho ni cómodo. Su cerebro bullía en un conflicto que apenas comprendía. Le
asustaba pensar que había transgredido las reglas y temía la crujiente oscuridad que lo envolvía. Pero
la situación no se prolongó por mucho tiempo.
La luz del corredor volvió a encenderse. Jagger salía de su cuarto, sin tomar ninguna precaución
para no romper el silencio. La puerta se cerró ruidosamente a sus espaldas. Harley pudo observar
por un instante su rostro antes de que volviera y echara a andar hacia las escaleras; parecía
reservado pero sereno, como un hombre que termina su jornada de trabajo. Bajó las escaleras
al piso inferior de forma briosa y desenvuelta.
Jagger debería haber estado durmiendo en su cama. Se había violado una ley de la
naturaleza. Harley lo siguió sin vacilar. Estaba esperando algo y algo había sucedido, pero el miedo
le hacía correr un hormigueo por la piel. Tuvo la descabellada idea de que iba a desintegrarse de
miedo. Aun así, siguió avanzando tercamente escaleras abajo, sin que sus pasos hicieran ningún
ruido sobre la gruesa alfombra.
Jagger había doblado una esquina. Caminaba silbando por lo bajo. Harley le oyó abrir la
cerradura de una puerta. Tenía que ser el almacén, porque era la única puerta cerrada con llave.
El silbido se apagó.
El almacén estaba abierto. De su interior no surgía ningún sonido. Con cautela, Harley asomó la
cabeza. La pared del fondo había girado sobre un eje central, dejando al descubierto un
pasadizo. Durante varios minutos Harley fue incapaz de moverse, contemplando fijamente aquella
abertura.
Por fin, y con una sensación de ahogo, entró en el almacén. Jagger había pasado... por allí.
Harley también pasó. A un lugar que no conocía, un lugar cuya existencia no había imaginado...
Un lugar que no era la casa... El pasadizo era corto y tenía dos puertas; una al fondo, parecida a
la puerta de una jaula (Harley no supo reconocer el montacargas que tenía delante), y otra a un
lado, estrecha y con una ventana.
La ventana era transparente. Harley atisbo por ella y tuvo que retroceder de inmediato,
asfixiándose. Un gran vértigo le invadió y se aferró a su garganta.
En el exterior brillaban las estrellas.
Con un esfuerzo recobró el dominio de sí y regresó escaleras arriba, dando tumbos contra el
pasamanos. Habían estado viviendo bajo una tremenda equivocación...
Irrumpió en el cuarto de Calvin y se encendió la luz. Había un leve olor dulzón en el aire, y
Calvin yacía sobre sus amplias espaldas, profundamente dormido.
—¡Calvin! ¡Despierta! —le gritó Harley.
El durmiente no se movió. De pronto, Harley cobró conciencia de su soledad y de la atmósfera
de misterio que envolvía aquella gran casa, sacudió violentamente a Calvin por los hombros y le
abofeteó el rostro. Calvin profirió un gruñido y entreabrió un ojo.
—Despierta, hombre —le urgió Harley—. Está ocurriendo algo terrible. Calvin se recostó sobre un
codo, movido por el miedo que emanaba de Harley.
—Jagger ha salido de la casa —explicó—. Hay una forma de salir. Estamos... Tenemos que averiguar
qué somos. —Su voz se alzó en un grito histérico. Empezó a sacudir a Calvin—. Debemos averiguar
qué es lo que anda mal aquí. O somos las víctimas de un experimento atroz... ¡o somos todos
unos monstruos!
Y mientras hablaba, ante sus propios ojos, bajo las manos que lo sujetaban, Calvin empezó a
arrugarse, a encogerse y desdibujarse; sus ojos se juntaron y su amplio torso se contrajo. Otra cosa
—una cosa viva y activa— estaba cobrando forma en su lugar.
Harley sólo dejó de chillar cuando, tras bajar de nuevo la escalera, la imagen de las estrellas a
través de la ventana lo sosegó un tanto. Tenía que salir al exterior, hubiera lo que hubiese allí.
Abrió la pequeña puerta de un tirón y respiró el fresco aire de la noche.
La vista de Harley no estaba habituada a calcular las distancias. Tardó algún tiempo en asimilar
la naturaleza de su entorno, en comprender que a lo lejos se recortaban las montañas sobre un
firmamento iluminado por las estrellas y que él mismo se hallaba en una plataforma a unos cuatro
metros sobre el nivel del suelo. A cierta distancia había unas luces que proyectaban rectángulos de
claridad sobre una extensión de asfalto.
En el borde de la plataforma había una escala de acero. Mordiéndose el labio, Harley se
dirigió a ella y empezó a descender con torpeza. Temblaba violentamente por el frío y por el miedo.
Cuando sus pies tocaron tierra firme, echó a correr. Sólo una vez miró atrás: la casa estaba posada
sobre su plataforma como una rana agazapada encima de una ratonera.
Entonces se detuvo bruscamente, en la casi absoluta oscuridad. El aborrecimiento se agitó en
su interior como una náusea. Las remotas y chispeantes estrellas y la pálida endentadura de las
montañas comenzaron a girar, y tuvo que apretar los puños para aferrarse a la conciencia. Aquella
casa, fuera lo que fuese, representaba la encarnación de toda la frialdad que había en su
mente y Harley se dijo: «No sé qué me han hecho, pero me han estafado. Alguien me ha
arrebatado algo tan radicalmente que ni siquiera sé de qué se trata. Es una estafa, una estafa...» Y
se atragantó al pensar en todos los años que le habían sido hurtados. Nada de pensar: los
pensamientos le abrasaban las sinapsis y corrían como un ácido por su cerebro. ¡Acción solamente!
Con una sacudida, los músculos de su pierna se pusieron de nuevo en movimiento.
A su alrededor se alzaban unos edificios. Corrió sin reflexionar hacia la luz más cercana y cruzó
la puerta más próxima. Luego, se detuvo en seco, jadeando y parpadeando para resguardar sus
pupilas de la cruda luz.
Los muros de la habitación estaban cubiertos de gráficas y esquemas. En el centro había un gran
escritorio provisto de pantalla visora y altavoz. Era un despacho de trabajo, con ceniceros
rebosantes y un aire general de ordenado desorden. Ante el escritorio estaba sentado un hombre
delgado de aspecto vigilante, tenía una boca delgada.
En la habitación había cuatro hombres más. El hombre del escritorio vestía un pulcro traje
de paisano; los demás iban de uniforme.
Harley se apoyó en una jamba de la puerta y sollozó. No sabía qué palabras pronunciar.
—Ha tardado cuatro años en salir de ahí —comentó el hombre delgado. Tenía una voz
delgada—. Venga a ver esto —añadió, señalando la pantalla que había delante de él. Harley
obedeció con esfuerzo, sus piernas se movían como inseguras muletas.
En la pantalla se veía el dormitorio de Calvin, claro y real. En la pared exterior se abría una
boca por la que dos hombres uniformados se llevaban a rastras una extraña criatura, un ser
nervudo y de apariencia mecánica que anteriormente se hacía llamar Calvin.
—Calvin era un nititiano —comentó estúpidamente Harley. Su propia observación suscitó en él
una especie de sorpresa cansada.
El hombre delgado asintió con un gesto de cabeza.
—Las infiltraciones enemigas constituían una grave amenaza —le explicó—. Ningún lugar de la
Tierra estaba a salvo de ellos, ya que pueden matar a un hombre, deshacerse de su cuerpo y
convertirse en réplicas exactas de él. Eso dificulta mucho las cosas... De esa manera perdimos
muchos secretos de estado. Pero las naves nititianas deben aterrizar aquí para desembarcar a los
No-hombres y volver a recogerlos cuando han terminado su tarea. Éste es el eslabón débil de su
cadena.
«Logramos interceptar uno de tales cargamentos y capturamos uno a uno a sus miembros
después de que hubieran asumido su forma humanoide. Les provocamos una amnesia artificial y los
distribuimos por pequeños grupos en diferentes entornos, con el fin de estudiarlos. Por cierto,
esto es el Instituto del Ejército para la Investigación de los No-hombres. Hemos aprendido
muchísimo... Lo suficiente como para combatir la amenaza... Su grupo, naturalmente, era uno
de éstos.
—¿Por qué me encerraron con ellos? —preguntó Harley con voz ronca. Antes de responder, el
hombre delgado hizo vibrar una regla entre los dientes.
—A pesar de todos los dispositivos de observación que actúan desde el exterior, en cada grupo
tiene que haber un observador humano. Comprenda: los nititianos consumen una buena cantidad de
energía para adoptar forma humana; una vez asumida, la mantienen mediante una autohipnosis
que sólo se rompe en momentos de tensión. El grado de tensión soportable varía de un individuo
a otro. Un humano mezclado entre ellos puede detectar estas tensiones... Se trata de una tarea muy
fatigosa para él; tenemos equipos de dobles que van turnándose, día sí, día no...
—Pero yo estaba siempre adentro...
—En su grupo —le interrumpió el hombre delgado—, el humano era Jagger o, mejor dicho, dos
hombres que se alternaban en el papel de Jagger. Usted descubrió a uno de ellos cuando
terminaba su turno.
—Pero esto es absurdo —gritó Harley—. Está usted diciendo que yo... Se le atravesaron las
palabras en la garganta. Ya no era capaz de pronunciarlas. Notó que su forma exterior se
desmoronaba como arena mientras, al otro lado del escritorio, se alzaban los revólveres hacia él.
—Su umbral de tensión es extraordinariamente elevado —prosiguió el hombre delgado,
desviando la mirada para no ver el espectáculo—. Pero falla usted donde fallan todos. Como esos
insectos terrestres que imitan a las plantas, su propia habilidad juega en su contra. Sólo pueden ser
copias idénticas. Como Jagger no hacía nada en la casa, todos los demás lo imitaban instintivamente.
No se aburrían; ni tan sólo intentaron hacerle proposiciones a Dapple, uno de los No-hombres con el
físico más atractivo que jamás he visto. Ni siquiera la maqueta de la espacionave les produjo una
reacción apreciable.
Cepillándose el traje con la mano, se puso en pie ante el esquelético ser que se había
agazapado en un rincón.
—Vuestra inmunidad interior siempre os delatará —dijo llanamente—, por humanos que
parezcáis por fuera.
(1955)
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