[size=18:404bb35411][color=red:404bb35411] ¡Pobrecito guerrero! [/color:404bb35411] [/size:404bb35411]
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Claude Ford conocía perfectamente cómo se cazaba un brontosaurio.
Uno se arrastraba sin mucho cuidado por la hierba, bajo los sauces, entre las florecillas
primitivas de pétalos verdes y pardos como una cancha de fútbol, a través de un barro apto para
máscaras de belleza. Uno espiaba al animal, cuyo cuerpo se extendía entre los juncos con la gracia de
un calcetín lleno de arena. Allí reposaba, tendido, dejando que la gravedad lo hundiera en el
pantano como en un pañal húmedo; a un palmo de la hierba, la criatura movía a un lado y al otro
sus fauces del tamaño de madrigueras de conejo buscando entre resoplidos más juncos comestibles.
Era un ser hermoso: aquí, el horror había alcanzado sus límites, había cerrado el círculo y,
finalmente, había desaparecido engullido por el movimiento de su propio esfínter. Los ojos le
brillaban con la vitalidad del dedo gordo de un cadáver una semana después de la muerte.
Su aliento a estiércol y el pelaje de sus toscas cavidades auditivas resultaban especialmente
recomendables para cualquiera que se sintiera inclinado a comentar elogiosamente la obra de la
Madre Naturaleza.
Pero mientras uno (pequeño mamífero de pulgar oponible que aferraba entre sus
extremidades superiores, de otro modo indefensas, un fusil de calibre 16,5 mm de autocarga,
inoxidable, semiautomático de doble cañón, con mira telescópica y computerizado), mientras uno
se desliza bajo los antiguos sauces, lo primero que llama la atención es el pellejo del lagarto
atronador. Despide un olor tan profundo y resonante como las notas graves de un piano. En
comparación, la epidermis de un elefante parecía una hoja de arrugado papel de retrete. Es de
color gris como los mares vikingos, y grueso como los cimientos de una catedral. ¿Sería posible llegar
hasta el hueso para aliviar la fiebre de esa carne? Pululan por esa piel —¡uno puede verlos desde su
posición!— los pequeños piojos pardos que viven entre esas paredes y barrancos grises, traviesos
como espíritus burlones, crueles como cangrejos. Si uno de ellos saltara sobre el cazador, lo más
probable sería que éste terminara con el espinazo roto. Y cuando uno de esos parásitos se
detiene a hincar una pata contra alguna de las vértebras del brontosaurio, el observador puede
apreciar que también el parásito lleva, a su vez, su propia carga de huéspedes, cada uno de ellos
del tamaño de una langosta de mar. Porque uno ya está muy cerca, oh sí, tan cerca que puede
oír los latidos del primitivo órgano cardíaco del monstruo, cuyo ventrículo acompasa milagrosamente
su ritmo con la aurícula.
Ya ha pasado el momento de escuchar el oráculo: uno ha superado la etapa de los presagios y
va camino de la muerte, la suya o la del animal. La superstición ya ha tenido su momento por hoy
y, en adelante, sólo esos nervios a flor de piel, ese conglomerado tembloroso de músculos
enredados inextricablemente bajo la piel brillante de sudor, esa urgencia sanguinaria por matar al
dragón, van a responder a todas sus oraciones.
Uno podría disparar ahora. Es cuestión de esperar a que esa especie de pala mecánica que
tiene por cabeza se detenga de nuevo a engullir un puñado de juncos y, con un bang indeciblemente
vulgar, uno podrá demostrar a ese indiferente mundo jurásico que tiene ante sí al producto final
del arquero sexual de la evolución. Aunque finja ignorarlo, uno sabe por qué se detiene: es ese
viejo gusano de la conciencia, largo como un bate de béisbol y longevo como una tortuga, que se ha
puesto en acción y se desliza entre todos los sentidos, más monstruoso que la serpiente. A las
emociones, les dice: «Eso es disparar contra una presa indefensa, oh, inglés» A la inteligencia, le
susurra que el aburrimiento, ese halcón que nunca se harta, reaparecerá cuando la tarea esté
terminada. A los nervios, les hace burla porque, cuando cese el flujo de las descargas de
adrenalina, empezarán los vómitos. Al artista que uno lleva detrás de la retina, hace valer toda
la belleza del espectáculo.
Dejemos a un lado este término tan escurridizo: «belleza» Caramba, ¿es esto la narración de un
viaje o acaso estamos mal informados? «Ahora, posada en el lomo de esta titánica criatura, vemos
una bandada de aves de magnífico plumaje que despliegan un colorido digno de las espléndidas y
míticas playas de Copacabana. Permítaseme destacar su robustez, debida a que se alimentan de las
migajas caídas de la mesa del rico. ¡Observad ahora esa estupenda instantánea! Ved cómo levanta
la cola el brontosaurio... Oh, estupendo, sí, un par de gavillas emergiendo por fin de su extremo
inferior. Sin duda, amigos, ése era un ejemplo de belleza ofrecido directamente de consumidor a
consumidor. Ahora, las aves están peleándose por ellas. Eh, vosotras, hay suficiente para todas y, de
todos modos, ya estáis bastante gordas... Y ya no os queda más que volver a encaramaros sobre la
grupa del viejo animal y esperar a la siguiente ronda. Y ahora, mientras el sol apesta en el Oeste
jurásico, comentamos, \"que os aproveche esa dieta\".»
No, estás perdiendo el tiempo y éste es un punto crítico en tu vida. Dispárale a la bestia y
apártalo de tu agonía. Tomando tu valentía en las manos, lo levantas a la altura del hombro y guiñas
un ojo para alinear el punto de mira. Se produce un tremendo estampido que te deja medio
aturdido. Tembloroso, miras a tu alrededor. El monstruo sigue masticando, satisfecho de haber
soltado una ventosidad suficiente para sacar de la calma chicha al Viejo Marinero.
Lleno de enojo —¿o acaso se trata de una emoción más sutil?—, uno aparece de pronto entre los
arbustos y se enfrenta al animal, y este ponerse al descubierto es una muestra típica de las
situaciones difíciles a que nos lleva constantemente el respeto por uno mismo y por los demás. ¿El
respeto? ¿No se tratará otra vez de algo más sutil? Pero éste es un tema a tratar después... si existe
un después, cosa que parecen poner en cuestión esos dos ojos de cerdo revolcándose en el fango que
le contemplan a uno a la distancia de un salivazo. Que no sea sólo con las mandíbulas, oh monstruo,
sino también con tus pezuñas enormes y, si te conviene, arrollándome con tu corpachón como una
montaña. Que la muerte sea una saga gloriosa, digna de un héroe.
Desde trescientos metros de distancia llega un ruido como el que haría una decena de
hipopótamos, chapoteando bulliciosamente en pantalones de gimnasia, dentro de un lodo
ancestral; en el instante siguiente, una cola enorme, larga como un domingo y gruesa como una
noche de sábado, pasa tajante sobre tu cabeza. Uno se encoge tanto como puede, pero de
cualquier modo la bestia sólo falla por su pobre coordinación; es como si uno tuviera que acertar a
un mono con un edificio de treinta pisos. Tras esto, el animal parece satisfecho y se olvida de ti. Uno
desearía poder olvidarse de sí mismo con idéntica facilidad; después de todo, fue por esa razón que
hizo semejante viaje.
El folleto de los viajes en el tiempo decía: «Deje a un lado todos sus problemas», y para uno eso
significaba dejar a un lado a Claude Ford, un esposo tan inútil como su nombre, con una esposa
terrible llamada Maude. Maude y Claude Ford. Que no podían adaptarse el uno a la otra, ni a sí
mismos, ni al mundo en el que habían nacido. En el mundo tal-como-estaba-constituido-al-presente,
ésa era la mejor razón para regresar aquí, a matar saurios gigantescos; eso, en el caso de que uno
fuera lo bastante tonto como para pensar que ciento cincuenta millones de años, en cualquier
dirección que uno los recorriera, podían significar una pequeña diferencia en la maraña de
pensamientos del torbellino cerebral de un hombre.
Uno trata de poner coto a sus pensamientos, tontos, ridículamente entusiastas, pero nunca se
han detenido desde los días coca-colaboradores del crecimiento. Dios, si la adolescencia no existiera,
no haría falta inventarla. Lentamente, uno logra la firmeza necesaria para volver a contemplar la
mole de ese tirano herbívoro, cuya presencia es capaz de llenarlo con deseos tan confusos de vida y
de muerte, con todas las emociones que el orga(ni)smo humano es capaz de inspirar. Esta vez, el
hombre del saco existe, Claude, como tú lo querías, y tendrás que hacerle frente antes de que
vuelva a mirarte. Y por eso uno vuelve a levantar el Viejo Ecualizador esperando el momento
oportuno para vulnerar el punto vulnerable.
Los pájaros brillantes se dispersan, los piojos huyen como perros, el pantano gruñe, mientras el
brontosaurio rueda, haciendo viborear su pequeño cráneo por las aguas brillantes como la bilis, en
busca de un alimento difícil de digerir. Uno observa; nunca ha estado tan nervioso en toda su vida,
de por sí nerviosa, y espera que esa catarsis escurra para siempre la última gota de temor ácido de
su metabolismo. Está bien, nos repetimos una y otra vez, como locos, sin que sirva de nada la
educación propia del siglo XXII, que costó un millón de dólares. Está bien, está bien. Y mientras uno
lo dice por enésima vez, esa cabeza loca sale del agua como un tren expreso descarrilado y se
vuelve hacia donde estás.
Mira y pasta hacia donde uno está. Mientras esa mandíbula masticante, cuyos grandes molares
romos parecen postes de cemento, trabaja hacia arriba y hacia abajo, uno ve que el agua del
pantano corre sobre los labios sin borde, sobre los bordes sin labio, salpicándonos los pies y
empapando el suelo. Juncos y tronquitos, ramas y raíces, musgo y barro, todo rueda
alternativamente en esas fauces masticantes, debatiéndose, demorándose; y, mezclado con eso,
pececillos, diminutos crustáceos, ranas..., todo destinado a convertirse, en ese horrendo
movimiento de mandíbulas, a convertirse en movimiento de intestinos. Y mientras sigue traga que
te traga, sus ojos a prueba de fango vuelven a contemplarnos.
Según el folleto de los viajes en el tiempo, estas bestias llegan a vivir trescientos años; y ésta,
obviamente, ha tenido toda la intención de vivirlos, pues su mirada tiene siglos de vejez, décadas y
décadas de revolcones en esa inconsciencia de peso pesado, hasta que ha llegado a ser sabio en
temblores de mollera. Para uno es como mirar dentro de un charco neblinoso y perturbador;
provoca una conmoción psíquica; uno dispara los dos cañones contra su propio reflejo. Bang-bang,
van dos balas dum-dum.
Esas luces seculares, mortecinas y sagradas, se apagan decididamente. Esos claustros quedarán
cerrados hasta el día del Juicio. El reflejo, en ellos, está desgarrado, ensangrentado para siempre.
Sobre sus cristales destrozados las membranas nictitantes suben lentamente, como sábanas sucias al
cubrir un cadáver. La mandíbula continúa masticando lentamente, mientras lentamente cae la
cabeza. Lentamente, un derrame de fría sangre de reptil unta el flanco arrugado de una mejilla.
Todo es lento, con una lentitud reptante de Era Secundaria, como el gotear del agua. Uno
comprende entonces que, de haber estado a cargo de la creación, habría descubierto algún
ambiente menos desgarrador que el Tiempo para que sirviera de escenario.
¡No importa! ¡Apurad vuestros vasos, señores! Claude Ford ha asesinado a una criatura inofensiva.
¡Viva Claude, que no claudica!*
Sin aliento, uno sigue mirando mientras la cabeza toca el suelo, mientras el cuello, como una larga
carcajada, toca el suelo, mientras las mandíbulas se cierran al fin. Uno sigue mirando, y espera que
pase algo más, pero nada pasa. Nada pasará. Uno podría quedarse esperando ciento cincuenta
millones de años, Lord Claude, y nada volvería a suceder aquí. Gradualmente, la poderosa
carcasa de tu brontosaurio, limpiada a amorosos picotazos por los depredadores, se hundirá en el
lodo, llevada a las profundidades por su propio peso; entonces las aguas subirán, y el viejo Mar
Conquistador entrará en escena, con el aire distraído de un fullero en el momento de hacer trampas.
Los sedimentos se filtrarán en la tumba colosal, en una lenta lluvia que dispondrá de siglos para
penetrar. El lecho del viejo brontosaurio se levantará y bajará, quizá cinco o seis veces, con la
suavidad necesaria para no perturbarlo, aunque para entonces las rocas sedimentarias formarán una
gruesa capa sobre él. Finalmente, cuando esté envuelto en la tumba más grandiosa que pudiera
ambicionar un raja hindú, los poderes de la Tierra lo levantarán sobre sus hombros, hasta que,
aún dormido, el brontosaurio descanse en una cumbre de las Montañas Rocosas, a gran altura sobre
* En el original, «Claude the Clawed» (Claudio el de las Garras), ambas palabras con idéntica pronunciación en
ingles, uno de los innumerables juegos fonéticos de este cuento, que resultan intraducibles a otro idioma (N.
de las t.)
las aguas del Pacífico. Pero poco tendrá que ver con todo eso Claude, el de la Espada; una vez que el
diminuto gusano de la vida esté muerto dentro del cráneo de esa criatura, el resto no te concierne.
Uno ya no siente la menor emoción, sólo un leve desconcierto. Esperaba bramidos y
dramáticos golpes en el suelo; por otra parte, uno se siente aliviado, porque el animal ha
muerto sin sufrir. Uno es sentimental, como todos los hombres crueles; y aprensivo como todos los
hombres sentimentales. Con el arma bajo el brazo, caminas alrededor del dinosaurio para
contemplar tu victoria.
Pasas junto a las patas vencidas, junto al blanco séptico del vientre, y dejas atrás la caverna
brillante de la cloaca, capaz de inspirar tantos pensamientos, para detenerte sobre la curva
ascendente de la cola y de la grupa. Ahora, la desilusión es tan obvia y crujiente como una tarjeta
de visita: el gigante no tiene la mitad del tamaño que uno había imaginado. Cuando te imaginas
junto a Maude, por ejemplo, esa imagen mental es muchísimo más larga. ¡Pobrecito guerrero! La
ciencia jamás inventará nada para fomentar esa muerte titánica que deseas en las cavernas
contra-terrenas de tu ti-ta-to-tambaleante y temeroso id.
Nada te resta ya, sino retroceder tristemente a tu cronomóvil, con la panza llena de anticlímax.
Mira, las brillantes aves comedoras de excrementos ya han caído en la cuenta de cómo son las
cosas; una a una baten sus alas curvas y se alejan volando, desconsoladas, para buscar otro anfitrión
en los pantanos. Saben reconocer cuándo se vuelve mala una situación y no esperan que vengan los
buitres a expulsarlas; abandonad toda esperanza, vosotros, los que entráis aquí.
También tú te vuelves.
Te vuelves, pero haces una pausa. No queda sino regresar, pero el año del Señor 2181 no es sólo
tu fecha de origen; es Maude. Es Claude. Es todo el esfuerzo horrible, desolado, interminable, de
tratar de ajustarse a un ambiente demasiado complejo, de tratar de convertirse en pieza de un
mecanismo. Ahora que todo está acabado, tu huida hacia las Grandes Simplicidades del Jurásico
(para citar otra vez las palabras del folleto) resulta sólo una escapada momentánea.
Por eso te detienes. Y al hacerlo, algo aterriza sobre tu espalda y te arroja de cara contra el
barro sabroso. Te debates y gritas, mientras pinzas de langosta se te clavan en el cuello y en la
garganta. Tratas de levantar el rifle, pero no puedes y ruedas en tu agonía; un segundo después,
esa especie de cangrejo se clava, voraz, en tu pecho. Tiras de su caparazón con todas tus fuerzas
pero él, con una risita te corta los dedos. Al matar al brontosaurio has olvidado que los parásitos lo
abandonarían y que para un renacuajo como tú, resultarían mucho más peligrosos que para su
anterior anfitrión.
Haces cuanto puedes, pataleando durante tres minutos, al menos. Después de ese lapso tienes
ya toda una caterva de esas criaturas sobre ti. Ya están limpiando tu carcasa a amorosos picotazos. Te
gustará estar allá, en lo más alto de las Rocosas; no sentirás absolutamente nada.
(1958)
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