[size=18:e9beebad72][color=red:e9beebad72] El hombre en su tiempo [/color:e9beebad72] [/size:e9beebad72]
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Su ausencia
Janet Westermark, sentada en la oficina, contemplaba a los tres hombres: el administrador,
quien pronto quedaría eliminado de su vida; el psicólogo, que entraría a formar parte de ella, y
el marido, cuya vida corría paralela a la suya, pero en un curso aislado.
No era ella la única que jugaba a observar. El psicólogo, cuyo nombre era Clement
Stackpole, estaba encorvado en su asiento, tomándose una rodilla con las manos grandes y feas,
y adelantaba su rostro inteligente y simiesco para contemplar mejor a su nuevo Paciente, Jack
Westermark.
El administrador del Hospital de Investigaciones Mentales hablaba en forma vivaz y
entretenida. Como de costumbre, sólo Jack Westermark parecía ausente de la escena.
Su problema personal, inquieto
Sus manos, puestas sobre el regazo, permanecían inmóviles, pero estaba inquieto, aunque
esa inquietud Parecía controlada. Era como si estuviese en otro cuarto, con otras personas,
según la impresión de Janet. En un momento en que no lo miraba directamente, él pareció
volverse a mirarla; cuando ella le devolvió la mirada, ya estaba lejos, perdido.
El administrador le decía:
—Aunque el señor Stackpole no ha tenido contacto hasta el momento con su problema
personal, tiene gran experiencia en la materia. Sé que...
—No dejaremos de hacerlo, por supuesto —dijo Westermark, juntando las manos con una
ligera inclinación de cabeza.
El administrador, suavemente, tomó nota a lápiz del comentario, garabateó debajo la hora
exacta, y continuó:
—Sé que el señor Stackpole es demasiado modesto para decirlo, pero es grandioso en el
trabajo con la gente.
—Si usted lo cree necesario —dijo Westermark—, aunque por el momento ya he utilizado
bastante su equipo.
El lápiz se movió, la voz suave prosiguió, diciendo:
—Bien. Grandioso en el trabajo con la gente; sin duda, usted y el señor Westermark os
alegraréis muy pronto de contar con él. Recordad que estará allí para ayudaros.
Janet sonrió; desde la isla de su silla, trató de dirigir esa sonrisa al administrador y a
Stackpole, diciendo:
—Sin duda, todo saldrá...
La interrumpió su esposo, que se levantó dejando caer las manos. Volviéndose apenas y
dirigiéndose al aire, dijo:
—¿Me permitiría despedirme de la enfermera Simmons?
Su voz ya no vacilaba.
—Todo saldrá bien, sin duda —dijo ella, apresuradamente.
Stackpole asintió, compartiendo, conspirador, su punto de vista.
—Verá que los tres nos llevaremos bien, Janet —dijo.
Mientras ella asimilaba rápidamente ese empleo inesperado de su nombre de pila, el
administrador le dedicó esa sonrisa alentadora que tanta gente venía dedicándole desde que
rescataran a su esposo del océano, cerca de Casablanca. En ese momento, Westermark dijo,
prosiguiendo su solitaria conversación con el aire:
—Por supuesto, debí recordarlo.
Empezó a levantar una mano hacia la frente (o tal vez hacia el corazón, se preguntó Janet),
pero la dejó caer, agregando:
—Tal vez venga a visitarnos algún día.
Se volvió sonriendo levemente hacia otro espacio vacío, con un pequeño ademán de la
cabeza, como si dijera, halagador: «Te gustaría, ¿verdad, Janet?»
Ella trató, instintivamente, de atrapar su mirada, en tanto replicaba vagamente:
—Por supuesto, querido.
Su voz ya no vacilaba al responder a la atención ausente de su esposo.
La luz del sol les permitía verse mutuamente
La luz del sol entraba hasta un rincón del cuarto, a través de las ventanas de un mirador
que daba al exterior. Al levantarse, ella vio por un momento el perfil de su esposo a contraluz.
Era delgado e introvertido. Inteligente: ella siempre había pensado que había en él una
sobrecarga de inteligencia, pero actualmente su expresión era ausente. Pensó en lo que le
dijera un psiquiatra consultado hacía poco: «Es necesario comprender que la mente despierta
está constantemente envuelta por el inconsciente»
Envuelta por el inconsciente
Tratando de olvidar esas palabras, se volvió hacia la sonrisa del administrador (esa sonrisa
que tanto debía haberlo ayudado en su carrera)
—Me ha ayudado mucho —le dijo—. No sé qué habría hecho sin usted durante esos meses.
Ahora será mejor que nos vayamos.
Se oyó hablar con frases entrecortadas, como si temiera que Westermark replicara entre
ellas. Y así fue:
—Gracias por su ayuda —dijo—. Si descubre algo..
Stackpole se acercó modestamente a Janet, en tanto el administrador se levantaba,
diciendo:
—Bien, no os olvidéis de nosotros si tenéis algún problema.
—Sin duda.
—En cuanto a usted, Jack, nos gustaría que viniera a visitarnos una vez al mes, para una
revisión. Ya que tenemos un equipo tan caro, queremos darle buen uso, y usted es nuestra
estrell..., ejem, nuestro paciente.
Al decirlo esbozó una sonrisa algo tensa, y echó un vistazo al papel que estaba sobre el
escritorio, para verificar la respuesta de Westermark.
Éste ya le había vuelto la espalda; caminaba hacia la puerta; ya se había despedido,
encaramado en la solitaria eminencia de su vida.
Janet, sin poder evitarlo, miró desolada al administrador y a Stackpole. Odiaba ese
profesionalismo que los hacía tomar nota de la conducta aparentemente equívoca de su esposo.
El psicólogo devolvió con amabilidad su mirada, siempre simiesco, y la tornó por el brazo con
una de sus gruesas manos.
—¿Vamos? Tengo el coche fuera.
Sin decir nada, asintiendo, pensando y consultando relojes
Asintió, sin decir nada; sólo pensaba, sin que le hicieran falta las notas del administrador
para ello: «Oh, sí, esto fue cuando él dijo: \"¿Me permitirían despedirme de la enfermera... ?\"
¿Cómo se llama... ? ¿Simpson?»
Comenzaba a aprender cómo seguir las huellas de su esposo por ese resquebrajado sendero
que era su conversación. Él ya había salido al corredor, cerrando la puerta tras sí, y el
administrador decía al aire:
—Hoy es su día franco.
—Usted sabe encontrar las respuestas —comentó ella.
Sintió la mano aferrada a su brazo, y apartó cortésmente los dedos de aquel horrible
Stackpole, tratando de recordar lo que había pasado cuatro minutos antes. Jack le había dicho
algo, pero no podía recordarlo. Sin decir nada, esquivó su mirada y extendió la mano para
estrechar la del administrador.
—Gracias —dijo.
—Au revoir a los dos —replicó él, con firmeza.
Echó una mirada rápida sobre cuanto lo rodeaba: el reloj pulsera, las notas, la mujer, la
puerta.
—Por supuesto —dijo—, si descubrimos algo. Tenemos muchas esperanzas.
Se arregló el nudo de la corbata y volvió a mirar el reloj.
—Su esposo ya ha salido, señora Westermark —dijo, con más suavidad, acompañándola hasta
la puerta—. Usted ha sido muy valiente; en verdad, pienso (todos pensamos así) que debe seguir
así. Con el tiempo será más fácil; como dice Shakespeare en Hamlet: «La costumbre puede
alterar el molde de la naturaleza» Le sugiero que haga como Stackpole y yo: anote todo en un
cuadernito y mantenga un registro exacto del tiempo.
Los dos hombres notaron que vacilaba un poco. Eran dos, y ella era una mujer de mucha
personalidad, no del todo desprovista de atractivo. Stackpole, aclarándose la garganta, dijo,
sonriente:
—Es muy fácil que ahora se sienta separado de usted, ¿comprende? Será indispensable que
usted, más que nadie, conteste a todas sus preguntas. De lo contrario se sentirá aislado.
Siempre un paso adelante
¿Y los niños? —Preguntó ella.
—Es preferible esperar a que usted y Jack pasen juntos unas dos semanas —dijo el
administrador—, antes de llevar de nuevo a los niños para que lo vean.
—Así será mejor para ellos y para Jack —agregó Stackpole—; y también para usted, Janet.
«No seas falso —pensó ella—, Dios sabe que necesito consuelo, pero ése es demasiado fácil.»
Y apartó la cara, temiendo parecer demasiado vulnerable. Ya en el corredor, el
administrador dijo, a modo de despedida:
—Supongo que la abuela los estará malcriando terriblemente, señora, pero no se remedia
nada con preocuparse, como dice el refrán.
Ella respondió con una sonrisa y se alejó rápidamente, seguida por Stackpole.
Westermark estaba sentado en el asiento trasero del auto, frente al edificio de la
administración. Janet subió a su lado. En ese momento, él se echó violentamente hacia atrás.
—¿Qué pasa, querido? —preguntó.
Él no respondió.
Stackpole no había salido aún del edificio; tal vez cambiaba una última palabra con el
administrador. Janet aprovechó el momento para inclinarse a besar la mejilla de su esposo,
consciente, al hacerlo, de que una esposa, fantasmagórica lo había hecho un instante antes,
desde el punto de vista en que él estaba situado. Y para ella, a su vez, la reacción del marido
fue otra fantasmagoría:
—El campo se ha puesto verde —dijo, mientras su mirada revoloteaba por sobre el edificio
de cemento.
—Sí.
Stackpole bajó apresurado los escalones y entró al coche, disculpándose. Soltó el embrague
demasiado pronto, y el vehículo salió disparado hacia adelante. Janet comprendió entonces por
qué Westermark se había echado hacia atrás hacía un momento. Ahora, la aceleración volvía a
apresarlo, empujándolo hacia atrás. Mientras el coche tomaba velocidad, se aferró del
posabrazos lateral, porque su balanceo no contrarrestaba adecuadamente el movimiento del
coche.
Al salir de los terrenos del Instituto se encontraron en el campo; aún no había terminado el
día estival.
Sus teorías
Si se controlaba, Westermark podía amoldarse a algunas de las leyes del tiempo continuo
que había abandonado.
Cuando el coche subió por el sendero de su casa (familiar, a pesar del aspecto extraño que
le daban los rododendros sin podar), y se detuvo ante la puerta, demoró tres minutos y medio
en decidirse a abrir la portezuela. Después bajó sobre la grava, mirándola con el ceño fruncido.
¿Era tan real como siempre, igualmente material? ¿Había sobre ella un ligero resplandor, como
si algo brillara desde el interior de la tierra, a través de todas las cosas? ¿O acaso había una
pantalla entre él y todo lo demás?
Era importante escoger entre las dos teorías, porque tendría que vivir según una de ellas.
Esperaba probar que la teoría de la permeabilidad era la correcta. así, él sería sólo uno de los
factores comprendidos en el universo en funcionamiento, junto con el resto de la humanidad.
Según la teoría del resplandor, él estaba aislado, no sólo del resto de los hombres, sino del
cosmos entero (excepto de Marte, quizás) Recién comenzaba; todavía tenía mucho que pensar.
Tras larga meditación, tras repetidas observaciones, surgirían, indudablemente, nuevas ideas.
La emoción no debía decidir el tema; tenía que mostrarse imparcial. Bien podían surgir ideas
revolucionarias de ese... sufrimiento.
Notó que su esposa, junto a él, se mantenía algo apartada, como tratando de evitar un
mutuo tropezón, que podía resultar embarazoso o molesto. Él le dirigió una fría sonrisa, a
través del resplandor que la envolvía.
—Sí —dijo—, pero prefiero no hablar.
Se dirigió hacia la casa, sintiendo el resbalar de la grava, que no se movería bajo sus pies
hasta que el mundo lo alcanzara.
—El Guardián merece todo mi respeto, pero preferiría no hacer declaraciones, por el
momento.
Famoso Astronauta Regresa a su Hogar
Un hombre esperaba al grupo en el porche; emboscado allí, presenciaba el regreso de
Westermark con una sonrisa despectiva. Se adelantó, vacilando, pero formal, y dirigió una
mirada interrogativa a las tres personas que acababan de descender del coche.
—Perdón, usted es el capitán Jack Westermark, ¿verdad?
Como Westermark parecía encaminarse hacia él, dio un paso al costado.
—Soy corresponsal psicológico de El Guardián. ¿Me permite un minuto?
La madre de Westermark había abierto la puerta de entrada y esperaba allí, con una sonrisa
de bienvenida, alisando su pelo gris con gestos nerviosos. El hijo pasó junto a ella, dejando
atrás al periodista.
—Tendrá que perdonarnos —se disculpó Janet— En realidad, mi esposo le ha respondido,
pero no está aún en condiciones de alternar con la gente.
—¿Cuándo respondió, señora Westermark? ¿Antes de escuchar mis preguntas?
—Bueno, no, naturalmente; pero el curso de su vida... Lo siento, no puedo explicarlo.
—Vive adelantado en el tiempo, ¿no es así? ¿Me concede un minuto para contarme cómo se
siente usted, ahora que ha pasado el primer impacto?
—Discúlpeme, de veras, no puedo —dijo Janet, adelantándose a toda prisa.
Mientras seguía a su esposo, oyó que Stackpole decía:
—Yo soy lector de El Guardián, y tal vez podría ayudarlo. El Instituto me ha encomendado
permanecer con el capitán Westermark. Me llamo Clement Stackpole; tal vez haya leído mi
libro, Relaciones humanas persistentes, Editorial Methuen. Pero no debe decirse que
Westermark vive adelantado al tiempo, porque eso es inexacto. Lo que sí puede decir es que
algunos de sus procesos psicológicos y fisiológicos han sido transpuestos hacia adelante, de
algún modo...
—¡Asno! —se dijo Janet.
Se había detenido junto al umbral para escucharlo, pero entró bruscamente.
Charla suspendida en el aire entre largas contemplaciones, en la cena
La cena, aquella noche, ofreció sus pequeñas incomodidades, aunque Janet Westermark y su
suegra lograron imprimirle un tono de melancólica alegría al poner sobre la mesa dos
candelabros escandinavos, reliquias de una fiesta en Copenhague, y una fuente de hors d\'oeuvre
de vistoso aspecto. Pero la conversación, según pensaba Janet, se parecía al hors d\'oeuvre:
pequeños fragmentos de charla, tentadores y aislados, desprovistos de verdadera sustancia.
La anciana señora Westermark todavía no le había tomado la mano a la charla de su hijo, y
dirigía todos sus comentarios a Janet, aunque miraba a Jack con frecuencia.
—¿Cómo están los chicos? —le preguntó él.
Aturdida al comprender que él llevaba largo rato esperando su respuesta, contestó en forma
bastante incoherente y dejó caer su cuchillo. Para aliviar la tensión, Janet trató de pensar
algún comentario con respecto al administrador del Hospital. En ese momento, Jack dijo:
— O sea que es, al mismo tiempo, culto y oportuno. Algo muy loable, y no muy común entre
los hombres de su tipo. Tuve la impresión (igual que tú, por lo visto) de que estaba tan
interesado en su trabajo como en el adelantamiento. Creo que hasta se podría decir que es
agradable. Pero usted, Stackpole, que lo conoce mejor, ¿qué opinión tiene de él?
Stackpole desmigajó un trozo de pan, tratando de Ocultar que ignoraba de quién se estaba
hablando.
—Oh, no sé —dijo, para ganar tiempo, con una disimulada mirada al reloj—; en realidad, es
difícil dar una opinión.
—El administrador es realmente encantador, ¿verdad, Jack? —comentó Janet, ayudando a
Stackpole tal vez tanto como a Jack.
—Sí, tiene aspecto de ser un lanzador lento —dijo Westermark, con la entonación de quien
concuerda con algo que se ha dicho.
—¡Oh, él!—exclamó Stackpole—. Sí, es una persona bastante agradable, en todos los
aspectos.
—Citó a Shakespeare, y con mucha oportunidad me dijo de dónde provenía la frase —dijo
Janet.
—No, gracias, mamá —dijo Westermark.
—No he tratado mucho con él —continuó Stackpole—, pero hemos jugado un par de veces al
criquet. Es bueno como lanzador lento.
—¿De veras? —exclamó Westermark.
Eso acabó con el diálogo. La madre de Jack echó a su alrededor una mirada de angustia. Al
encontrar los ojos brillantes de su hijo, ofreció, para disimular:
—Sírvete un poco más de salsa, Jack.
Mientras lo decía, comprendió que ya había recibido la respuesta; estuvo a punto de dejar
caer otra vez el cuchillo, y perdió las ganas de comer.
—Por mi parte, soy bateador —dijo Stackpole, como si perforara el nuevo silencio con una
taladradora.
Al no recibir respuesta, siguió describiendo tozudamente el juego y el placer del mismo.
Janet lo observaba, algo sorprendida al notar la admiración que sentía por su excelente
desempeño, y preguntándose el porqué de esa sorpresa. Acabó por decidir que Stackpole no le
gustaba, y de inmediato descartó esa decisión. ¿Acaso no trataba de ayudarlos? Y hasta esas
manos fuertes y velludas se volvían menos desagradables cuando una las imaginaba en torno a
la goma de un palo de criquet. Y esos hombros anchos, al golpear.. Cerró los ojos por un
segundo, y trató de concentrarse en lo que él decía.
Por su parte, un bateador
Más tarde, lo encontró en el rellano superior. Ella llevaba dos almohadas, y Stackpole se
interpuso en su camino con un cigarro entre los labios.
—¿Puedo ayudarle, Janet?
—Estoy tendiendo una cama, nada más, señor Stackpole.
—¿No va a dormir con su esposo?
—Él prefiere pasar solo una o dos noches, señor Stackpole. Por el momento, dormiré en el
cuarto de los niños.
—Permítame entonces que le lleve las almohadas. Y dígame Clem, como me llaman todos
mis amigos.
Tratando de mostrarse más agradable, de romper el hielo, de recordar que Jack no la
echaba para siempre del dormitorio conyugal, replicó:
—Lo siento, pero antes teníamos un terrier que se llamaba Clem.
Sin embargo, no logró que sonara como ella quería.
Él puso las almohadas en la cama azul de Peter, encendió el velador y se sentó en el borde
del colchón para echar una pitada a su cigarro, sin mirarla.
—Tengo que decirle algo, aunque resulte un poco embarazoso —dijo, mientras ella le
arrimaba un cenicero y permanecía de pie a su lado—. Creemos que la salud mental de su
esposo puede estar en peligro, aunque le aseguro que no presenta ningún síntoma de alteración
mental, aparte de lo que se puede denominar una excepcional absorción de los fenómenos. Aun
en ese aspecto, no se puede decir que su absorción sea mayor de lo que cabe esperar. Es decir,
exceptuando estas circunstancias, que no tienen precedentes. En los próximos días hablaremos
más a fondo de todo esto.
Ella esperó que prosiguiera, entreteniéndose en observar los movimientos del cigarro.
Finalmente, él levantó los ojos para mirarla.
—Francamente, señora —dijo—, creemos que sería de gran ayuda para su esposo que usted
mantuviera relaciones sexuales con él.
Algo desconcertada, ella empezó a decir:
—¿Usted cree que... ?
Pero se corrigió de inmediato, aclarando:
—Eso debe decidirlo mi esposo Yo no soy inabordable.
Vio que él había captado su traspié. En un tiro directo, respondió:
—No lo pongo en duda, señora.
Con la luz apagada, viviendo, descansaba en la cama de Peter
Descansaba en la cama de Peter con la luz apagada. Deseaba a Jack por cierto; y mucho,
puesto que ahora se permitía pensar en ello. Durante los largos meses que duró la expedición a
Marte, mientras ella permanecía en casa y él se aventuraba muy lejos, en aquel otro planeta, se
había conservado casta. Cuidaba de los chicos, paseaba en coche por el campo y disfrutaba de
los artículos que debía escribir para las revistas femeninas, o de las entrevistas por televisión,
una vez que la nave emprendió el regreso a la Tierra. En parte, había permanecido en estado
latente.
Después se supo que había cierta confusión en las comunicaciones con la nave. Al principio
se lo ocultaron, pero un periódico sensacionalista quebró el secreto al declarar que los nueve
hombres de la tripulación estaban dementes. Y la nave había sobrepasado la zona de aterrizaje
para estrellarse en el Atlántico. Su primera reacción había sido totalmente egoísta; o tal vez,
sólo egocéntrica: «Jamás volverá a acostarse conmigo» Un infinito amor, y mucha pena.
Cuando lo rescataron, milagrosamente indemne, había resurgido su esperanza, hasta
entonces embalsamada, tal como él estaba embalsamado en el tiempo. Trató de imaginar cómo
seria ahora el amor; todo le ocurriría primero a él, antes de que ella hubiese empezado a... Y
su espasmo de placer, aun antes de que ella... ¡No, no era posible! Pero tenía que serlo,
naturalmente. Tal vez pudieran resolverlo antes intelectualmente; así, con que ella se relajara
y permaneciera quieta... Pero lo que trataba de imaginar, todo lo que lograba imaginar, no era
el acto del amor, sino una rendición formal a las exigencias glandulares y al flujo del tiempo.
Se sentó, deseosa de movimiento, de libertad, y saltó de la cama para abrir la ventana
inferior; aún quedaba un dejo de humo de cigarro en el cuarto en penumbra.
Si lo resolvían intelectualmente
Tras un par de días cayeron en la rutina. Era como si el buen tiempo, al perpetuar su
benignidad, los ayudara. Debían tener cuidado al atravesar las puertas, conservando siempre la
izquierda para no chocar; así lo acordaron después de echar al suelo una bandeja llena de
bebidas. Idearon distintos modos de llamar a la puerta antes de utilizar el baño. La
conversación era una especie de boletín, en donde no entraban más preguntas que las
indispensables. Caminaban a cierta distancia. En resumen, cada uno daba un rodeo para no
rozar la vida de los otros.
—En realidad —decía a Janet la anciana señora Westermark—, no es difícil, si uno anda con
cuidado. ¡Y Jack es tan paciente!
—Hasta se me ocurre que esta situación le gusta.
—Oh, querida, ¿cómo podría gustarle una situación tan infortunada?
—Mamá, ¿se da cuenta de cómo hacemos para existir juntos? No, suena demasiado
espantoso, no me atrevo a decirlo.
—Bueno, no empieces a pensar tonterías. Has sido muy valiente, y no es el momento de
trastornarse, justo ahora que las cosas van bien. Si tienes cualquier preocupación, debes
contársela a Clem. Para eso está aquí.
—Ya lo sé.
—Así me gusta.
Vio a Jack, que caminaba por el jardín. En ese momento, él levantó la vista, sonrió, y dijo
algo para sí; extendió una mano, la recogió y continuó caminando, sonriente aún, hasta uno de
los asientos que había en el césped; allí se sentó en un extremo. Conmovida, Janet corrió hacia
la puerta ventana, para unirse con él.
Pero se detuvo. Ya había visto la secuencia futura de sus propios actos: cuanto ella iba a
hacer estaba ya cumplido en lo que a Jack concernía; puesto que la mente de él se adelantaba
al tiempo. Pero si ella no salía, si se declaraba en rebelión y seguía discutiendo con su suegra
las tareas de la jornada... Eso dejaría a Jack hablando solo, como un tonto, enfrascado en una
fantasía imposible de penetrar. Que así fuera; entonces Stackpole tendría que descartar su
teoría de que Jack estaba adelantado al tiempo, y tendría que tratarlo por una demencia
alucinatoria más normal. En manos de Clem estaría bien atendido.
Pero los actos de Jack probaban que ella saldría. Sería una locura no salir. ¿Locura?
Desobedecer una ley del universo era algo imposible, pero no una locura. Jack no desobedecía;
simplemente, había tropezado con una ley de la que nadie sabía antes de la primera expedición
a Marte. Por cierto habían descubierto algo más trascendente que cuanto se esperaba, y más
imprevisto. Y ella había perdido... ¡No, aún no! Salió corriendo para llamarlo, dejando que la
acción calmara su desconcierto.
Y en el hecho repetido vino implícita cierta frescura, porque recordó que la sonrisa de él,
entrevista por la ventana, había expresado una calidez especial, como si tratara de inspirarle
nueva confianza. ¿Qué había dicho? No había modo de saberlo. Se encaminó hasta el banco y se
sentó junto a él.
Jack tenía pensado un comentario para cubrir el obligatorio e invariable lapso:
—No te preocupes, Janet —dijo—. Podría ser peor.
—¿De qué modo? —preguntó ella.
Pero él ya estaba respondiendo:
—Podríamos estar separados por un día entero. Al menos, con 3,3077 minutos gozamos de
cierta comunicación.
—Es maravilloso ver la filosofía con que lo tomas —replicó ella, y el sarcasmo de su propia
voz la alarmó.
—¿Quieres que hablemos?
—Jack, hace tiempo que quiero hablar en privado contigo.
¿Yo?
Las altas hayas que protegían el jardín por el lado norte estaban tan inmóviles que ella
pensó: «Él debe de verlas exactamente igual que yo»
Jack pasó uno de los boletines acostumbrados, mirando el reloj. Tenía las muñecas muy
delgadas; parecía más frágil en ese momento que al salir del hospital.
—Comprendo, querida, que esto debe de serie muy doloroso. Estamos aislados el uno del
otro por esta sorprendente alteración de la función temporal, pero al menos yo tengo el
consuelo de experimentar con este nuevo fenómeno. Tú, en cambio...
Hablando de distancias interestelares
—Iba a decirte que estás clavada en el viejo mundo que la humanidad conoce desde
siempre, pero supongo que tú no lo ves desde ese punto de vista.
En ese momento, al parecer, captó algún comentario de Janet, pues agregó, rompiendo
toda secuencia:
—Quería hablar contigo en privado.
Janet iba a decir algo, pero él la interrumpió, levantando un dedo con irritación.
—Haz el favor de medir el tiempo antes de decir algo, para que podamos entendernos.
Trata de decir nada más que lo esencial. Realmente, querida, me sorprende que no hagas lo
que sugiere Clem; debe tomar notas de lo que se dice, y apuntar la hora.
—Eso... precisamente yo quería... No podernos hablar como si estuviéramos en una reunión
de directorio. Quiero saber qué sientes, cómo estás, qué piensas, para poder ayudarte; así,
algún día podrás vivir otra vez normalmente.
Él, que estaba llevando la cuenta del tiempo, respondió casi de inmediato:
—No padezco ninguna enfermedad mental, y he recobrado completamente la salud física
después del choque. No hay razones para prever que mis percepciones volverán a ser como las
tuyas. Desde que nuestra nave despegó de Marte, han mantenido un adelanto invariable de
3,3077 minutos con respecto al tiempo terráqueo.
Se detuvo, y ella pensó: «Según mi reloj, ahora son las 11.03, y yo quisiera decir
muchísimas cosas. Pero para él son las 11.06 y fracción, y ya sabe que yo no puedo responder.
Cuesta un esfuerzo tan grande hablar a través de estos tres minutos y fracción... Es lo mismo
que hablar a través de una distancia interestelar.
Él también pareció haber perdido el hilo, pues sonrió y extendió una mano, manteniéndola
en el aire. Janet miró en su torno. Clem Stackpole se aproximaba con una bandeja llena de
bebidas. Se sentó cautelosamente en el césped y tomó un martini, poniendo la copa entre los
dedos de Jack.
—¡Salud! —dijo, sonriente.
Había traído una botella de cerveza blanca para sí, Y el gin con agua tónica que Janet solía
tomar. Se lo entregó, diciendo:
—Aquí tiene su bebida.
—Clem, ¿puede explicarle mi posición a Janet? No Parece comprenderla todavía.
Ella, enojada, se volvió hacia el psicólogo.
—Ésta iba a ser una conversación privada, señor Stackpole, entre mi esposo y yo.
—Lo siento. Eso significa que no os estáis llevando muy bien. Tal vez pueda ayudaros un
poquito. Sé que es difícil.
3,3077
Destapó con energía su botella de cerveza y vertió el líquido en el vaso. Tras el primer
sorbo, dijo:
—Siempre hemos considerado que todo se mueve en el tiempo hacia adelante y a idéntica
velocidad. Hablamos del curso del tiempo, dando por sentado que su velocidad de curso es una
sola. También hemos dado por sentado que cualquier ser viviente de otro planeta, en cualquier
sitio de nuestro universo, debe tener la misma velocidad de curso. En otras palabras, aunque
hace tiempo que nos hemos acostumbrado a ciertas peculiaridades del tiempo, gracias a las
teorías de relatividad, también estamos habituados a ciertos conceptos errados. Ahora
tendremos que pensar de otro modo. Hasta aquí me entiende, ¿verdad?
—Perfectamente..
—El universo no es en absoluto la simple caja que imaginaron nuestros antepasados. Es
posible que cada planeta tenga su propio campo cronológico, así como cada uno tiene su campo
gravitatorio. Según las evidencias, parece que el campo cronológico de Marte está adelantado
en 3,3077 minutos con respecto al nuestro. Esto se deduce del hecho de que su esposo y los
otros ocho hombres que estuvieron con él en Marte no experimentaron ninguna sensación de
diferencias cronológicas entre ellos, y no notaron nada adverso hasta que partieron de Marte;
entonces, al intentar comunicarse nuevamente con la Tierra, se reveló de inmediato la
discrepancia cronológica. Su esposo vive aún el tiempo marciano. Infortunadamente, los otros
miembros de la tripulación no sobrevivieron al choque. Pero podemos asegurar que si estuvieran
vivos, sufrirían también el mismo efecto. Eso está claro, ¿verdad?
—Completamente. Pero aún no comprendo por qué este efecto, si es como usted dice...
—No es lo que yo diga, Janet, sino la conclusión a la que han llegado hombres mucho más
inteligentes que yo.
Lo dijo con una sonrisa, y agregó, como entre paréntesis:
—Aunque todos los días desarrollamos nuestras conclusiones, y a veces las alteramos.
—¿Y bien, por qué no se notó un efecto similar cuando los rusos y norteamericanos volvieron
de la Luna?
—No se sabe. Hay muchas cosas que no se saben. Suponemos que se debe a que la Luna es
satélite de la Tierra, y por lo tanto, al estar dentro de su campo gravitatorio, no guarda
discrepancia cronológica. Pero mientras no tengamos más datos, mientras no podarnos explorar
más a fondo, sabemos muy poco, y sólo podemos hacer especulaciones. Es como tratar de
calcular. Es como estimar los tantos de un turno entero cuando recién se ha arrojado uno.
Cuando acabe la expedición a Venus, estaremos en una posición más cómoda para armar
teorías.
—¿Qué expedición a Venus? —preguntó ella, sorprendida.
—Tal vez tarde un año en salir, pero están apresurando el programa. Eso aportará datos
invalorables.
El tiempo futuro, con sus usos y abusos
Ella había empezado a decir:
—Pero después de esto, no serán tan tontos como para...
Pero se interrumpió. Pensó en Peter, que decía: «Yo también voy a ser astronauta. ¡Quiero
ser el primer hombre que llegue a Saturno!»
Los dos hombres miraron sus relojes. En seguida, Westermark bajó la vista hacia la grava y
dijo:
—Sin duda, la cifra de 3,3077 no es una constante universal. Puede variar (lo doy por
seguro) de un cuerpo planetario a otro. Mi opinión personal es que debe guardar relación, de
algún modo, con la actividad solar. En ese caso, es posible que los hombres enviados a Venus
denoten, al volver, un leve adelanto con el tiempo terráqueo.
Se interrumpió de pronto, y su expresión concentrada se transformó en desconcierto.
—Ese aspecto no se me había ocurrido —dijo Stackpole, tomando nota—. Si preparamos la
expedición a Venus teniendo en cuenta estos aspectos, no tendremos problemas para organizar
el regreso. Finalmente resolveremos esta confusión, y estoy seguro de que la cultura de la
humanidad saldrá muy enriquecida de esto. Las posibilidades son tan vastas que...
—¡Es horrible! ¡Estáis todos locos! —exclamó Janet.
Se levantó de un salto y corrió hacia la casa.
Jack la siguió. Según su reloj, que indicaba la hora terráquea, eran las once horas,
dieciocho minutos Y doce segundos. Pensó nuevamente en la posibilidad de comprar otro reloj,
para ponérselo en la muñeca derecha, ajustado a la hora marciana. No; puesto que regía su vida
por la hora marciana, seria mejor llevarla en la muñeca izquierda, para consultarla más
cómodamente. La utilizaba hasta cuando debía comunicarse con la raza humana, tan atada a la
Tierra.
Comprendió que, según sus cálculos, caminaba delante de Janet. Sería interesante que
hubiese alguien cuyas percepciones estuvieran más adelantadas que las suyas. Por cierto, eso lo
privaría de la sensación de ser constantemente el primero en el universo, el primero en
cualquier parte, viéndolo todo bañado en esa extraña luz. ¡La luz marciana! Así la llamarla
hasta que le encontrara clasificación. Era la visión romántica que precede al juicio científico, y
tenía un toque de la grandeza permisible antes de que la disciplina, al estabilizarse, se cerrara.
O también podía suponerse que las teorías estaban cerradas, y que el efecto perceptivo era un
efecto del mismo viaje espacial; suponiendo que el tiempo fuera cuantálico... Suponiendo que
todos los tiempos fueran cuantálicos... Después de todo, el envejecimiento no era un proceso
lento, sino cuestión de etapas, tanto para el mundo orgánico como para gran parte del
inorgánico.
Se había detenido sobre el césped, casi inmóvil. El resplandor pasaba a través del pasto,
dándole una apariencia de fragilidad, casi matizada en cada hoja con un diminuto espectro de
luz. Si su tiempo perceptivo estuviera aún más adelantado, ¿seria más potente la luz marciana,
y más traslúcida la terráquea? ¡Qué hermosura tendría todo! Tras un viaje estelar Más
prolongado, uno retornaría a la telaraña de un Inundo que había dejado atrás en su tiempo
perceptivo; una mera corporeización de luz, un prisma. Lo imaginó con avidez. Pero hacía falta
saber más.
De pronto pensó: « ¡Si pudiera entrar en la expedición a Venus! Si el Instituto está en lo
cierto, podría estar a seis, o digamos, a cinco y medio... No, no puede calcularse, pero de
cualquier modo estaría adelantado al tiempo venusiano. Tengo que ir. Les sería de mucha
utilidad. No tengo más que ofrecerme como voluntario»
Ni siquiera notó que Stackpole le tocaba el brazo en un gesto cordial, al pasar hacia la casa.
Siguió allí, mirando al suelo; a través de él veía los valles pedregosos de Marte y los
impredictibles paisajes venusianos.
Las figuras se mueven
Janet había aceptado ir a la ciudad con Stackpole, para retirar los zapatos de criquet que
éste había llevado a reclavar. Tal vez conviniera comprar un rollo de película para su cámara. A
los niños les gustaría recibir fotos donde estuvieran juntos, ella y el papá.
El coche pasaba entre los árboles, que arrojaban sombras parpadeantes en rojo y verde.
Stackpole asía el volante con pericia, silbando bajito. Ese hábito solía fastidiar a Janet, pero en
esa oportunidad no fue así; lo tomó como una señal de que él no estaba completamente a sus
anchas.
—Tengo la horrible sensación de que ahora usted entiende a mi esposo mejor que yo —dijo.
Él no lo negó.
—¿Por qué? —preguntó, en cambio.
—Creo que a él no le importa el terrible aislamiento que debe soportar.
—Es un hombre de coraje.
Hacia ya una semana que Westermark había vuelto a su casa. Janet veía que se apartaba
más y más con cada día que pasaba; le hablaba cada vez menos, y solía quedarse inmóvil, como
una estatua, con la vista clavada en el suelo. Recordó algo que no se había atrevido a expresar
frente a su suegra; con Clem sería más fácil.
—Usted sabe cómo hacemos para vivir en una relativa armonía —dijo.
Él disminuyó la velocidad y la miró de soslayo. Janet prosiguió:
—Sólo podemos convivir eliminando todas las sorpresas de nuestra existencia, los niños, las
estaciones del año. De otro modo, tendríamos que enfrentarnos a cada instante con la certeza
de que somos extraños.
Stackpole captó el tono de su voz, e intentó tranquilizarla:
—Usted tiene tanto coraje como él, Janet.
—¡Al diablo con el coraje! Lo que no puedo soportar es... ¡nada!
Al ver la señal al costado de la ruta, Stackpole echó una mirada al espejo retrovisor y
cambió de marcha. Hacia adelante y hacia atrás, el camino estaba desierto. Volvió a silbar
entre dientes, y Janet sintió el impulso de seguir hablando.
—Ya hemos interferido mucho con el tiempo; me refiero a todos. El tiempo es una invención
europea. Dios sabe en qué embrollos nos meteremos si... Bueno, si continuamos así.
No podía hablar con su habitual coherencia, y eso la irritaba. Stackpole condujo el coche
hacia un aparcadero y se detuvo allí, bajo los arbustos. Se volvió hacia ella con una sonrisa
tolerante.
—El tiempo es invento de Dios —dijo—, si usted cree en Dios, como yo. Nosotros lo
observamos, lo domesticamos y hasta lo explotamos cuando es posible.
—¡Explotarlo!
—No piense en el futuro como si fuera un río de melaza en el que todos debemos andar,
metidos hasta la rodilla —dijo él, apoyando las manos en el volante con una breve risa—. ¡Qué
tiempo maravilloso! Estaba pensando... El domingo voy a jugar al criquet en la ciudad. ¿Le
gustaría venir a ver el partido? Después podríamos tomar el té en cualquier parte.
Todas las sorpresas, los niños, las estaciones del año
A la mañana siguiente recibió una carta de su hija Jane, que tenía cinco años. Decía, tan
sólo: «Querida mamá: gracias por las muñequitas. Cariños de Jane» Pero ella sabía el esfuerzo
que habían costado esas le tras enormes. ¿Por cuánto tiempo sena capaz de tener a los chicos
lejos de la casa, de sus cuidados?
En cuanto se presentó ese pensamiento, recordó su vaga ocurrencia de la noche anterior: si
iba a tener algo que ver con Stackpole, sería mejor que los niños no estuvieran allí..., pero lo
había pensado sólo por su propia comodidad y la de Stackpole. Entonces no había pensado en
los niños, sino en Stackpole, que no le interesaba, a pesar de su inesperada delicadeza.
—Y otro pensamiento intolerablemente inmoral —murmuró tristemente en el cuarto vacío—:
¿qué alternativa me queda con Stackpole?
Sabía que Westermark estaba en su estudio. Era un día frío, demasiado frío y húmedo para
que él hiciera su diario paseo por el jardín. Sabía que él se iba hundiendo más y más en el
aislamiento, y ansiaba ayudar, temía sacrificarse a ese aislamiento, ansiaba mantenerse aparte,
vivir.. Dejó caer la carta y se tomó la cabeza entre las manos, cerrando los ojos, como si en el
hueso curvo de su cráneo pudiera oír todas las decisiones posibles entremezcladas, futuras
líneas de la vida que se aniquilaban mutuamente.
En ese momento, la madre de Westermark entró en la habitación.
—Te estaba buscando —dijo—. Estás muy triste, querida, ¿verdad?
—Mamá, la gente siempre trata de ocultar ante los otros sus sufrimientos. ¿Es que todo el
mundo lo hace?
—No hace falta que me los ocultes a mí.... sobre todo porque no puedes, supongo.
—Pero no sé si usted sufre, y esto debería ser recíproco. ¿Por qué este horrible disimulo?
¿Qué es lo que nos da miedo? ¿La compasión o la burla?
—La ayuda, tal vez.
—¡La ayuda! Tal vez tenga razón. Es una idea pasmosa.
—Casi nunca hablamos así, Janet.
—No.
Habría querido hablar más. Quizás hubiese podido hacerlo con cualquier desconocido, en un
tren. Pero allí le era imposible. La señora Westermark, viendo que el tema se había agotado,
dijo:
—Quería decirte, Janet, que tal vez sería mejor que los niños no volvieran mientras las
cosas no cambien. Si quieres ir a verlos y quedarte con ellos en la casa de tus padres, yo puedo
cuidar de Jack y del señor Stackpole por una semana. No creo que Jack quiera por ahora verlos.
—Es usted muy gentil, mamá. Lo pensaré. Le prometí a Clem... Bueno, le dije al señor
Stackpole que quizá vaya a verlo jugar al críquet mañana por la tarde. No es nada de
importancia, por supuesto, pero como ya le dije... De cualquier modo, podría ir a ver a los
niños el lunes, si usted puede arreglarse con la casa.
—Si tienes ganas de ir hoy, tienes tiempo de sobra. Y el señor Stackpole no dejará de
comprender tus sentimientos maternales.
—Preferiría dejarlo para el lunes —replicó Janet, con cierta frialdad.
Empezaba a sospechar el motivo oculto tras la sugerencia de su suegra.
Hasta donde el Americano Científico no llegaba
Jack Westermark dejó el Americano Científico a un lado y se quedó mirando la superficie de
la mesa. Puso la mano derecha sobre su corazón, para sentir el latido. La revista traía un
artículo sobre él, ilustrado con fotografías suyas, tomadas en el Hospital de Investigaciones. Ese
artículo, bien pensado, estaba lejos de¡ sensacionalismo publicado en los demás periódicos,
aquellos frívolos párrafos donde lo llamaban «el hombre que ha sobrepasado a Einstein en
cuanto a acabar con nuestra imagen del universo» Precisamente por eso era más sorprendente;
presentaba aspectos del tema que ni siquiera Westermark había tenido en cuenta.
Mientras meditaba sobre esas conclusiones, podía descansar del esfuerzo que le costaba
leer libros terráqueos. Stackpole estaba sentado junto al fuego, fumando un cigarro, mientras
esperaba el dictado de Westermark. La simple lectura de una revista representaba una proeza
en el espacio-tiempo, una colaboración, una conspiración. Stackpole volvía las páginas a
intervalos fijos, para que Westermark pudiera leer. Para él era imposible volverlas en el
momento en que, dentro del limitado continuo terráqueo, debían permanecer quietas; sus
dedos no las encontraban entre aquel resplandor gelatinoso, aquella alucinación visual que
representaba una inercia cósmica incosquitable.
La inercia daba un brillo especial a la superficie de la mesa; mientras lo contemplaba,
hurgaba en su propia mente para determinar la verdad del artículo publicado en el Americano
Científico.
El escritor del artículo comenzaba con una consideración de los hechos, observando que
apuntaban hacia la existencia de «tiempos locales» en todo el universo; y que, de ser así, podía
surgir una nueva explicación para el receso de las galaxias y los diferentes cálculos efectuados
en cuanto a la edad del universo (sin olvidar, por supuesto, el tema de su complejidad) A
continuación, enfocaba el problema que sacaba de quicio a tantos otros escritores
especializados; concretamente, por qué, si Westermark había perdido el tiempo terráqueo al
llegar a Marte, no había perdido recíprocamente el tiempo marciano al volver a la Tierra. Esto,
más que ningún otro argumento, sugería que los «tiempos locales» no eran puramente
mecánicos, sino una función psico-biológica, al menos hasta cieno punto.
Westermark se vio a sí mismo en el reflejo de la esa; le pedían que volviera a viajar a
Marte, que formara parte de una segunda expedición hacia esos continentes de arenas
bermejas, donde la elaboración del espacio-tiempo estaba, por una razón misteriosa e y
inextricable, 3,3077 minutos adelantado a las normas terráqueas. ¿Volvería a saltar hacia
adelante su reloj interior? ¿Y qué pasaría entonces con el brillo de las, cosas terrestres? ¿Qué se
experimentaría al alejarse gradualmente de las férreas leyes que habían regido la. vida
humana, desde su fugaz infancia pleistocena?
Impaciente, se dio a imaginar el día en que la Tierra albergara muchas horas locales,
recogidas en viajes a través del vacío espacial; esos vacíos cruzaban también el tiempo, y ese
concepto difícilmente comprendido (McTaggart había negado su realidad externa, ¿verdad?)
quedaría al alcance del entendimiento humano. ¿No era ése el secreto último, que permitiría,
comprender el flujo en donde juega la existencia, así como un sueño juega en las capas
primitivas de la mente?
Y.. Pero... ¿No sería aquello la aniquilación del: tiempo local terráqueo? Él había
comenzado todo aquello. Sólo podía significar que el «tiempo local» no era un producto de
elementos planetarios; el escritor del Americano Científico no se había atrevido a profundizar
bastante: el tiempo local era puramente un producto de la psiquis. Ese algo penumbroso e
íntimo, que podía mantener un adecuado registro del tiempo aún cuando uno estaba
inconsciente, aquello era sólo autóctono; pero se lo podía educar, para ser ciudadano del
universo. Comprendió que, era el primer individuo de una nueva raza, que pocos meses antes ni
el cerebro más delirante se había atrevido a imaginar. Estaba libre del enemigo que amenazaba
a sus contemporáneos más duramente que la muerte misma: el tiempo. Encerraba en él un
potencial totalmente nuevo. El Superhombre había llegado.
Dolorosamente, el Superhombre se agitó en su asiento. Llevaba tanto tiempo acurrucado
que los miembros se le habían entumecido.
Los pensamientos universales pueden presentarse sólo cuando uno mide
cuidadosamente el tiempo de su circumbendibus en torno a una mesa dada
—Dictado —dijo.
Esperó impaciente a que su orden penetrara hacia atrás, hacia el limbo que ocupaba
Stackpole junto al fuego. Quería decir algo de tremenda importancia, pero debía esperar a que
esa gente...
Según su costumbre, se levantó para caminar en torno a la mesa, hablando con frases
cortas y rápidas. Ése había de ser el testamento de la nueva forma de vida.
—La conciencia no es prescindible, pero sí concurrente... Tal vez hubo muchos nódulos
temporales en los comienzos de la raza humana—. Con frecuencia, los trastornados mentales
retoman tiempos diferentes. Para algunos, el día parece prolongarse eternamente. Sabemos por
experiencia que los niños ven el tiempo en el espejo convexo de la conciencia, agrandado y
distorsionado más allá del punto focal...
Lo irritó momentáneamente el rostro asustado de su esposa, que apareció en la ventana del
estudio, mirándolo desde fuera, pero lo descartó rápidamente para proseguir:
—... el punto focal... Sin embargo, el hombre, en su ignorancia, sigue fingiendo que el
tiempo es una especie de corriente monodireccional y homogénea..., a pesar de las pruebas que
demuestran lo contrario... Nuestra concepción de nosotros mismos.. No: esta errónea
concepción se ha convertido en un supuesto básico para nuestra vida...
Hijas de las hijas
La madre de Westermark no era dada a las especulaciones metafísicas. Sin embargo, al salir
del cuarto se volvió para decir a su nuera:
—¿Sabes lo que pienso algunas veces? Jack es tan extraño que a la noche me pregunto si los
hombres y las mujeres no se están diferenciando más y más en el modo de pensar y en el
carácter, con cada generación que pasa. Casi como razas distintas, ¿me entiendes? Mi
generación hizo un gran esfuerzo para acercar los dos sexos en cuanto a igualdad y todo eso,
pero parece haber terminado en la nada.
—Jack mejorará —dijo Janet, percibiendo en su propia voz la falta de confianza.
—Pensé lo mismo cuando se mató mi esposo; me refiero a la separación entre hombres y
mujeres.
Repentinamente, Janet dejó de sentirse solidaria con su suegra. Había reconocido el tema
familiar que entraba en escena, y conocía bien el tono cauteloso con que la anciana eliminaba
toda autocompasión La dejó proseguir:
—Bob se apasionaba por la velocidad, como sabes. En realidad, fue eso lo que lo mató, y no
aquel tonto que salió a la ruta frente a él.
—Su esposo no tenía ninguna culpa —dijo Janet—. Deje de preocuparse por eso.
—Sin embargo, ¿ves el parecido? Este asunto del progreso. Bob, enloquecido por ser el
primero en doblar el recodo, y ahora Jack... Oh, bueno, las mujeres no podemos hacer nada.
Cerró la puerta tras de sí. Janet, distraída, recogió el mensaje por la siguiente generación
de mujeres: «Gracias por las muñequitas»
Las resoluciones y los súbitos riesgos que implican
Él era el padre. Tal vez sería mejor que Jane y Peter volvieran, a pesar de los riesgos que
eso involucraba. Janet tomó la súbita decisión de abordar a Jack. Estaba irritable, inabordable,
pero al menos iría a ver si estaba ocupado antes de interrumpirlo.
Al salir a la salita lateral, para dirigirse a la puerta del fondo, oyó que su suegra la llamaba.
—¡Un momento! —contestó.
El sol se había abierto paso, absorbiendo la humedad del jardín empapado. Había llegado el
otoño, inconfundiblemente. Giró en la esquina de la casa, bordeando el cantero de rosas, y
miró por la ventana del estudio.
Sobresaltada, vio a su marido apoyado contra la mesa, con las manos sobre la cara; entre
los dedos corría la sangre, cayendo en gotas en una revista abierta sobre la mesa. Stackpole, en
tanto, permanecía sentado junto a la estufa, indiferente.
Janet soltó un pequeño grito y corrió otra vez hacia la puerta trasera, donde encontró a la
señora Westermark.
—Oh, estaba... Janet, ¿qué pasa?
—¡Jack, mamá! ¡Se ha dado un golpe, o algo así!
—Pero, ¿cómo lo sabes?
—Rápido, hay que telefonear al hospital. Debo ir a ver.
La señora Westermark la tomó del brazo.
—¿No sería mejor que dejáramos todo en manos del señor Stackpole? Tengo miedo de...
—Mamá, tenemos que hacer lo que se pueda. Sé que somos aficionadas, pero por favor,
déjeme...
—No, Janet, nosotras... Ellos viven en otro mundo. Tengo miedo. Si nos necesitan, vendrán
a buscarnos.
Empezaba a contagiar su temor a Janet. Por un momento se miraron, asustadas; de
inmediato, Jane se liberó, exclamando:
—Debo ir a ver.
Corrió por la sala y abrió de un empujón la puerta del estudio. Su esposo estaba en el otro
extremo de la habitación, junto a la ventana, mientras la sangre seguía manando de la nariz.
—¡Jack! —exclamó.
Al correr hacia él, algo proveniente del vacío la golpeó en la frente; se tambaleó a un lado y
cayó contra una biblioteca; sobre ella y a su alrededor cayeron en lluvia los libros pequeños del
estante superior. Stackpole, con una exclamación, arrojó su cuaderno y corrió a ayudarla. Pero
al ir en su auxilio no dejó de mirar la hora: las diez y veinticuatro minutos.
Auxilio después de las 10.24 y la cama limpia
La madre de Westermark apareció en la puerta.
—¡Quédese donde está! —gritó Stackpole—. Que no haya más problemas. Janet, ya ve lo que
ha hecho. Salga de aquí, ¿quiere? Jack, en seguida estoy con usted. ¡Dios sabe cómo se habrá
sentido, sin nadie que le prestara ayuda por tres minutos y un tercio!
Irritado, se acercó a su paciente y arrojó su pañuelo sobre la mesa.
—Señor Stackpole —llamó tímidamente la madre de Westermark desde la puerta, tomando a
Janet por la cintura.
Él le echó una mirada por sobre el hombro, diciendo:
—¡Traiga toallas! Llame al Hospital de Investigaciones para que manden una ambulancia, y
dígales que se apresuren.
A mediodía Westermark estaba arriba, confortablemente acostado en su cama limpia; el
personal de la ambulancia, después de atenderlo (después de todo, no había sido más que una
hemorragia nasal) se había marchado. Stackpole cerró la puerta de entrada y se volvió hacia las
dos mujeres.
— Me siento en la obligación de preveniros —dijo— que otro accidente como éste puede
resultar fatal. Esta vez escapamos por muy poco. Si vuelve a pasar algo semejante, me veré
obligado a recomendar la internación del señor Westermark.
Definición común de un accidente
—Pero él no estaría de acuerdo —dijo Janet—. Además, lo que usted dice es absurdo. Ha sido
un accidente. Ahora voy a subir a ver cómo está.
—Antes de que se vaya, permítame señalar que lo ocurrido no fue un accidente, al menos,
según lo entendemos habitualmente; usted vio los resultados de su interferencia antes de
entrar, a través de la ventana del estudio. Por lo tanto, es la responsable.
—Pero eso es absurdo —dijeron las dos a la vez.
Fue Janet quien continuó:
—No habría entrado al cuarto de esa manera si no hubiera visto desde la ventana que habría
problemas.
—Lo que usted vio fue el resultado de su posterior interferencia.
La señora Westermark, en una especie de quejido, confesó:
—No entiendo nada de todo esto. ¿Contra qué chocó Janet?
—Al entrar corriendo, chocó contra el sitio en donde había estado su esposo 3,3077 minutos
antes. Supongo que a esta altura habréis comprendido esta elemental noción de inercia
temporal.
Las dos empezaron a hablar al mismo tiempo. Él las miró fijamente; las mujeres callaron.
—Será mejor que vayamos a la sala —dijo Stackpole—. Por mi parte, me gustaría tomar algo.
Se sirvió solo. Cuando tuvo el vaso de whisky en la mano, continuó:
—Y ahora, sin ánimo de daros una conferencia, señoras, es hora de que comprendáis que ya
no vivís en el viejo mundo seguro, cuya mecánica clásica estaba en manos de un Dios inventado
por el iluminismo del siglo xviii. Cuanto ha ocurrido aquí es perfectamente racional, pero si vais
a simular que supera vuestro entendimiento femenino...
—Señor Stackpole —interrumpió Janet, secamente—, ¿haría el favor de limitarse al tema y
dejar a un lado los insultos? ¿Quiere explicarme por qué dice que esto no fue un accidente?
Comprendo ahora que, al mirar por la ventana, vi a mi esposo sangrando por un golpe mutuo
que él recibió tres minutos y algo antes, y que yo sólo recibiría tres minutos y algo después.
Pero en ese momento me asusté tanto que olvidé...
—No, no, esas cifras no son correctas. El lapso total es de 3,3077; cuando usted vio a su
esposo, él había recibido el golpe hacía 1,65385 minutos antes (la mitad del lapso) y faltaban
otros 1,65385 para que usted completara la acción, al entrar corriendo en la habitación y
chocar contra él.
—¡Pero si ella no chocó contra él! —exclamó la anciana.
Stackpole, firme, distrajo su atención sólo por el tiempo de responderle:
—Ella chocó contra él a las 10.24 hora terrestre, que equivale a las 10.20 más unos cuantos
segundos en la hora marciana, la de él; que equivale a 9,59 o cualquiera sea la hora de
Neptuno, que equivale al 156 y medio en la hora de Sirio. ¡El universo es grande, señora!
Seguirá sin entender en tanto siga confundiendo los hechos con el tiempo. Me atrevería a
sugeriros que os sentéis y toméis algo.
—Dejando a un lado las cifras —dijo Janet, retomando el ataque (qué detestable oportunista
era ese hombre)—, ¿cómo puede decir que eso no fue un accidente? No querrá insinuar que
golpeé a mi esposo deliberadamente, supongo. Según lo que usted dice, yo no podía hacer otra
cosa, desde el momento en que lo vi por la ventana.
—«Dejando a un lado las cifras... » —remedó él—. Allí está su culpa. Lo que usted vio por la
ventana era el resultado, de su acción; para entonces, era inevitable que usted la completara,
porque ya había sido completada.
Brisas de tiempo entran por la ventana
—¡No entiendo! —exclamó Janet.
Se oprimió la frente y aceptó agradecida el cigarrillo que le ofrecía su suegra, aunque
rechazó su consolador «No trates de comprender, querida»
—Supongamos —dijo— que cuando vi sangrar a Jack yo hubiese mirado mi reloj, pensando:
«Son las 10.20, o lo que fuera, y él puede estar sufriendo las consecuencias de mi interferencia;
por lo tanto, será mejor que no vaya» Y supongamos que yo no hubiese entrado. ¿La nariz se le
habría curado milagrosamente, acaso?
—No, por supuesto. Usted ve el universo desde un punto de vista muy mecanicista. ¡Trate de
lograr un acercamiento mental, trate de vivir en su propio siglo! Usted no podía pensar lo que
dice, porque no está en su temperamento, así como no está en su temperamento consultar el
reloj, así como deja siempre «las cifras a un lado», como usted dice. No, no la estoy criticando:
todo eso es muy femenino y atractivo, en cierto sentido. Lo que quiero decir es que antes de
mirar por la ventana, usted pudo haber sido de la clase de personas que piensan: «No importa
cómo vea a mi esposo ahora; debo recordar que tiene una experiencia adicional de los próximos
3,3077 minutos» En ese caso, al mirar por la ventana, lo habría visto sano, y no habría entrado
corriendo como lo hizo.
Ella aspiró el humo de su cigarrillo, dolorida y confusa.
—Me está diciendo que soy un peligro para mi propio esposo.
—Es usted quien lo dice.
—¡Dios, cómo odio a los hombres! —exclamó Janet—. Son tan repulsivamente lógicos y
presumidos. Él terminó su whisky y dejó el vaso sobre la mesa que estaba junto a ella, para
acercársele.
—Está muy alterada —dijo.
—¡Por supuesto! ¡Estoy alterada! ¿Qué piensa?
Luchó contra el deseo de llorar, de darle una bofetada. Se volvió hacia la madre de Jack, y
ella la tomó suavemente por la muñeca.
—¿Por qué no pasas el fin de semana con los niños, querida? Vuelve cuando te parezca. Jack
está bien, y yo puedo cuidarlo..., si es que quiere cuidados.
Ella echó una mirada por la habitación.
—Eso haré. Ahora mismo voy a empacar. Se pondrán contentos de verme.
Al pasar junto a Stackpole, agregó con amargura:
—Al menos, no me molestarán con la hora local de Sirio.
Imperturbable, Stackpole, replicó, desde el centro del cuarto:
—Tal vez lo hagan, algún día.
Todas las sorpresas, los niños, las estaciones del año
(1965)
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