Nota De; Giovanni Boccaccio, Nota Enviado por: admin
Ya había el sol llevado a todas partes el nuevo día con su luz y los pájaros daban de ello testimonio a los oídos ...
[size=18:ea2b3e03a2][color=red:ea2b3e03a2] Segunda Jornada [/color:ea2b3e03a2] [/size:ea2b3e03a2]
[size=15:ea2b3e03a2][color=fuchsia:ea2b3e03a2] COMIENZA LA SEGUNDA JORNADA DEL DECAMERÓN, EN LA QUE, BAJO EL GOBIERNO DE FILOMENA, SE RAZONA SOBRE QUIENES, PERSEGUIDOS POR DIVERSAS CONTRARIEDADES, HAN LLEGADO, CONTRA TODA ESPERANZA, A BUEN FIN. Ya había el sol llevado a todas partes el nuevo día con su luz y los pájaros daban de ello testimonio a los oídos cantando placenteros versos sobre las verdes ramas, cuando todas las jóvenes y los tres jóvenes, habiéndose levantado, se entraron por los jardines y, hollando con lento paso las hierbas húmedas de rocío, haciéndose bellas guirnaldas acá y allá, recreándose durante largo rato estuvieron. Y tal como habían hecho el día anterior hicieron el presente: habiendo comido con la fresca, luego de haber bailado alguna danza se fueron a descansar y, levantándose de la siesta después de la hora de nona, como le plugo a su reina, venidos al fresco pradecillo, se sentaron en torno a ella. Y ella, que era hermosa y de muy amable aspecto, coronada con su guirnalda de laurel, después de estar callada un poco y de mirar a la cara a toda su compañía, mandó a Neifile que a las futuras historias diese, con una, principio; y ella, sin poner ninguna excusa, así, alegre, empezó a hablar: NOVELA PRIMERA Martellino, fingiéndose tullido, simula curarse sobre la tumba de San Arrigo y, conocido su engaño, es apaleado; y después de ser apresado y estar en peligro de ser colgado, logra por fin escaparse. Muchas veces sucede, carísimas señoras, que aquel que se ingenia en burlarse de otro, y máximamente de las cosas que deben reverenciarse, se ha encontrado sólo con las burlas y a veces con daño de sí mismo; por lo que, para obedecer el mandato de la reina y dar principio con una historia mía al asunto propuesto, entiendo contaros lo que, primero desdichadamente y después (fuera de toda su esperanza) muy felizmente, sucedió a un conciudadano nuestro. Había, no hace todavía mucho tiempo, un tudesco en Treviso llamado Arrigo que, siendo hombre pobre, servía como porteador a sueldo a quien se lo solicitaba y, a pesar de ello, era tenido por todos como hombre de santísima y buena vida. Por lo cual, fuese verdad o no, sucedió al morir él, según afirman los trevisanos, que a la hora de su muerte, todas las campanas de la iglesia mayor de Treviso empezaron a sonar sin que nadie las tocase. Lo que, tenido por milagro, todos decían que este Arrigo era santo ; y corriendo toda la gente de la ciudad a la casa en que yacía su cuerpo, lo llevaron a guisa de cuerpo santo a la iglesia mayor, llevando allí cojos, tullidos y ciegos y demás impedidos de cualquiera enfermedad o defecto, como si todos debieran sanar al tocar aquel cuerpo. En tanto tumulto y movimiento de gente sucedió que a Treviso llegaron tres de nuestros conciudadanos, de los cuales uno se llamaba Stecchi, otro Martellino y el tercero Marchese , hombres que, yendo por las cortes de los señores, divertían a la concurrencia distorsionándose y remedando a cualquiera con muecas extrañas. Los cuales, no habiendo estado nunca allí, se maravillaron de ver correr a todos y, oído el motivo de aquello, sintieron deseos de ir a ver y, dejadas sus cosas en un albergue, dijo Marchese: -Queremos ir a ver este santo, pero en cuanto a mí, no veo cómo podamos llegar hasta él, porque he oído que la plaza está llena de tudescos y de otra gente armada que el señor de esta tierra, para que no haya alboroto, hace estar allí, y además de esto, la iglesia, por lo que se dice, está tan llena de gente que nadie más puede entrar. Martellino, entonces, que deseaba ver aquello, dijo: -Que no se quede por eso, que de llegar hasta el cuerpo santo yo encontraré bien el modo. Dijo Marchese: -¿Cómo? Repuso Martellino: -Te lo diré: yo me contorsionaré como un tullido y tú por un lado y Stecchi por el otro, como si no pudiese andar, me vendréis sosteniendo, haciendo como que me queréis llevar allí para que el santo me cure: no habrá nadie que, al vernos, no nos haga sitio y nos deje pasar. A Marchese y a Stecchi les gustó el truco y, sin tardanza, saliendo del albergue, llegados los tres a un lugar solitario, Martellino se retorció las manos de tal manera, los dedos y los brazos y las piernas, y además de ello la boca y los ojos y todo el rostro, que era cosa horrible de ver; no habría habido nadie que lo hubiese visto que no hubiese pensado que estaba paralítico y tullido. Y sujetado de esta manera, entre Marchese y Stecchi, se enderezaron hacia la iglesia, con aspecto lleno de piedad, pidiendo humildemente y por amor de Dios a todos los que estaban delante de ellos que les hiciesen sitio, lo que fácilmente obtenían; y en breve, respetados por todos y todo el mundo gritando: «¡Haced sitio, haced sitio!», llegaron allí donde estaba el cuerpo de San Arrigo y, por algunos gentileshombres que estaban a su alrededor, fue Martellino prestamente alzado y puesto sobre el cuerpo para que mediante aquello pudiera alcanzar la gracia de la salud. Martellino, como toda la gente estaba mirando lo que pasaba con él, comenzó, como quien lo sabía hacer muy bien, a fingir que uno de sus dedos se estiraba, y luego la mano, y luego el brazo, y así todo entero llegar a estirarse. Lo que, viéndolo la gente, tan gran ruido en alabanza de San Arrigo hacían que un trueno no habría podido oírse. Había por acaso un florentino cerca que conocía muy bien a Martellino, pero que por estar así contorsionado cuando fue llevado allí no lo había reconocido. El cual, viéndolo enderezado, lo reconoció y súbitamente empezó a reírse y a decir: -¡Señor, haz que le duela! ¿Quién no hubiera creído al verlo venir que de verdad fuese un lisiado? Oyeron estas palabras unos trevisanos que, incontinenti, le preguntaron: -¡Cómo! ¿No era éste tullido? A lo que el florentino repuso: -¡No lo quiera Dios! Siempre ha sido tan derecho como nosotros, pero sabe mejor que nadie, como habéis podido ver, hacer estas burlas de contorsionarse en las posturas que quiere. Como hubieron oído esto, no necesitaron otra cosa: por la fuerza se abrieron paso y empezaron a gritar: -¡Coged preso a ese traidor que se burla de Dios y de los santos, que no siendo tullido ha venido aquí para escarnecer a nuestro santo y a nosotros haciéndose el tullido! Y, diciendo esto, le echaron las manos encima y lo hicieron bajar de donde estaba, y cogiéndole por los pelos y desgarrándole todos los vestidos empezaron a darle puñetazos y puntapiés, y no se consideraba hombre quien no corría a hacer lo mismo. Martellino gritaba: -¡Piedad, por Dios! Y se defendía cuanto podía, pero no le servía de nada: las patadas que le daban se multiplicaban a cada momento. Viendo lo cual, Stecchi y Marchese empezaron a decirse que la cosa se ponía mal; y temiendo por sí mismos, no se atrevían a ayudarlo, gritando junto con los otros que le matasen, aunque pensando sin embargo cómo podrían arrancarlo de manos del pueblo. Que le hubiera matado con toda certeza si no hubiera habido un expediente que Marchese tomó súbitamente: que, estando allí fuera toda la guardia de la señoría, Marchese, lo antes que pudo se fue al que estaba en representación del corregidor y le dijo: -¡Piedad, por Dios! Hay aquí algún malvado que me ha quitado la bolsa con sus buenos cien florines de oro; os ruego que lo prendáis para que pueda recuperar lo mío. Súbitamente, al oír esto, una docena de soldados corrieron a donde el mísero Martellino era trasquilado sin tijeras y, abriéndose paso entre la muchedumbre con las mayores fatigas del mundo, todo apaleado y todo roto se lo quitaron de entre las manos y lo llevaron al palacio del corregidor, adonde, siguiéndole muchos que se sentían escarnecidos por él, y habiendo oído que había sido preso por descuidero, no pareciéndoles hallar más justo título para traerle desgracia, empezaron a decir todos que les había dado el tirón también a sus bolsas. Oyendo todo lo cual, el juez del corregidor, que era un hombre rudo, llevándoselo prestamente aparte le empezó a interrogar. Pero Martellino contestaba bromeando, como si nada fuese aquella prisión; por lo que el juez, alterado, haciéndolo atar con la cuerda le hizo dar unos buenos saltos, con ánimo de hacerle confesar lo que decían para después ahorcarlo. Pero luego que se vio con los pies en el suelo, preguntándole el juez si era verdad lo que contra él decían, no valiéndole decir no, dijo: -Señor mío, estoy presto a confesaros la verdad, pero haced que cada uno de los que me acusan diga dónde y cuándo les he quitado la bolsa, y os diré lo que yo he hecho y lo que no. Dijo el juez: -Que me place. Y haciendo llamar a unos cuantos, uno decía que se la había quitado hace ocho días, el otro que seis, el otro que cuatro, y algunos decían que aquel mismo día. Oyendo lo cual, Martellino dijo: -Señor mío, todos estos mienten con toda su boca: y de que yo digo la verdad os puedo dar esta prueba, que nunca había estado en esta ciudad y que no estoy en ella sino desde hace poco; y al llegar, por mi desventura, fui a ver a este cuerpo santo, donde me han trasquilado todo cuanto veis; y que esto que digo es cierto os lo puede aclarar el oficial del señor que registró mi entrada, y su libro y también mi posadero. Por lo que, si halláis cierto lo que os digo, no queráis a ejemplo de esos hombres malvados destrozarme y matarme. Mientras las cosas estaban en estos términos, Marchese y Stecchi, que habían oído que el juez del corregidor procedía contra él sañudamente, y que ya le había dado tortura, temieron mucho, diciéndose: -Mal nos hemos industriado; le hemos sacado de la sartén para echarlo en el fuego. Por lo que, moviéndose con toda presteza, buscando a su posadero, le contaron todo lo que les había sucedido; de lo que, riéndose éste, les llevó a ver a un Sandro Agolanti que vivía en Treviso y tenía gran influencia con el señor, y contándole todo por su orden, le rogó que con ellos interviniera en las hazañas de Martellino, y así se hizo. Y los que fueron a buscarlo le encontraron todavía en camisa delante del juez y todo desmayado y muy temeroso porque el juez no quería oír nada en su descargo, sino que, como por acaso tuviese algún odio contra los florentinos, estaba completamente dispuesto a hacerlo ahorcar y en ninguna guisa quería devolverlo al señor, hasta que fue obligado a hacerlo contra su voluntad. Y cuando estuvo ante él, y le hubo dicho todas las cosas por su orden, pidió que como suma gracia le dejase irse porque, hasta que en Florencia no estuviese, siempre le parecería tener la soga al cuello. El señor rió grandemente de semejante aventura y, dándoles un traje por hombre, sobrepasando la esperanza que los tres tenían de salir con bien de tal peligro, sanos y salvos se volvieron a su casa. NOVELA SEGUNDA Rinaldo de Asti, robado, va a parar a Castel Guiglielmo y es albergado por una señora viuda, y, desagraviado de sus males, sano y salvo vuelve a su casa. De las desventuras de Martellino contadas por Neifile rieron las damas desmedidamente, y sobre todo entre los jóvenes Filostrato, a quien, como estaba sentado junto a Neifile, mandó la reina que la siguiese en el novelar; y sin esperar, comenzó: Bellas señoras, me siento inclinado a contaros una historia sobre cosas católicas entremezcladas con calamidades y con amores, la cual será por ventura útil haberla oído, especialmente a quienes por los peligrosos caminos del amor son caminantes, de los cuales quien no haya rezado el padrenuestro de San Julián muchas veces, aunque tenga buena cama, se hospeda mal. Había, pues, en tiempos del marqués Azzo de Ferrara un mercader llamado Rinaldo de Asti que, por sus negocios, había ido a Bolonia; a los que habiendo provisto y volviendo a casa, le sucedió que, habiendo salido de Ferrara y caminando hacia Verona, se topó con unos que parecían mercaderes y eran unos malhechores y hombres de mala vida y condición y, discurriendo con ellos, siguió incautamente en su compañía. Éstos, viéndole mercader y juzgando que debía llevar dineros, deliberaron entre sí que a la primera ocasión le robarían, y por ello, para que no sintiera ninguna sospecha, como hombres humildes y de buena condición, sólo de cosas honradas y de lealtad iban hablando con él, haciéndose todo lo que podían y sabían humildes y benignos a sus ojos, por lo que él reputaba por gran ventura haberlos encontrado ya que iba solo con su criado y su caballo. Y así caminando, de una cosa en otra, como suele pasar en las conversaciones, llegaron a discurrir sobre las oraciones que los hombres dirigen a Dios. Y uno de los malhechores, que eran tres, dijo a Rinaldo: -Y vos, gentilhombre, ¿qué oración acostumbráis a rezar cuando vais de camino? A lo que Rinaldo repuso: -En verdad yo soy hombre asaz ignorante y rústico, y pocas oraciones tengo a mano como que vivo a la antigua y cuento dos sueldos por veinticuatro dineros , pero no por ello he dejado de tener por costumbre al ir de camino rezar por la mañana, cuando salgo del albergue, un padrenuestro y un avemaría por el alma del padre y de la madre de San Julián, después de lo que pido a Dios y a él que la noche siguiente me deparen buen albergue. Y ya muchas veces me he visto, yendo de camino, en grandes peligros, y escapando a todos los cuales, he estado la noche siguiente en un buen lugar y bien albergado; por lo que tengo firme fe en que San Julián, en cuyo honor lo digo, me haya conseguido de Dios esta gracia; no me parece que podría andar bien el día, ni llegar bien la noche siguiente, si no lo hubiese rezado por la mañana. A lo cual, el que le había preguntado dijo: -Y hoy de mañana, ¿lo habéis dicho? A lo que Rinaldo respondió: -Ciertamente. Entonces aquél, que ya sabía lo que iba a sucederle, dijo para si- «Falta te hará, porque, si no fallamos, vas a albergarte mal según me parece». Y luego le dijo: -Yo también he viajado mucho y nunca lo he rezado, aunque lo haya oído a muchos recomendar, y nunca me ha sucedido que por ello dejase de albergarme bien; y esta noche por ventura podréis ver quién se albergará mejor, o vos que lo habéis dicho o yo que no lo he dicho. Bien es verdad que yo en su lugar digo el Dirupisti o la Intemerata o el De Profundis que son, según una abuela mía solía decirme, de grandísima virtud. Y hablando así de varias cosas y continuando su camino, y esperando lugar y ocasión para su mal propósito, sucedió que, siendo ya tarde, del otro lado de Castel Guiglielmo, al vadear un río aquellos tres, viendo la hora tardía y el lugar solitario y oculto, lo asaltaron y lo robaron, y dejándolo a pie y en camisa, yéndose, le dijeron: -Anda y mira a ver si tu San Julián te da esta noche buen albergue, que el nuestro bien nos lo dará. Y, vadeando el río, se fueron. El criado de Rinaldo, viendo que lo asaltaban, como vil, no hizo nada por ayudarle, sino que dando la vuelta al caballo sobre el que estaba, no se detuvo hasta estar en Castel Guiglielmo, y entrando allí, siendo ya tarde, sin ninguna dificultad encontró albergue. Rinaldo, que se había quedado en camisa y descalzo, siendo grande el frío y nevando todavía mucho, no sabiendo qué hacerse, viendo llegada ya la noche, temblando y castañeteándole los dientes, empezó a mirar alrededor en busca de algún refugio donde pudiese estar durante la noche sin morirse de frío; pero no viendo ninguno porque no hacía mucho que había habido guerra en aquella comarca y todo había ardido, empujado por el frío, se enderezó, trotando, hacia Castel Guiglielmo, no sabiendo sin embargo que su criado hubiese huido allí o a ningún otro sitio, y pensando que si pudiera entrar allí, algún socorro le mandaría Dios. Pero la noche cerrada le cogió cerca de una milla alejado del burgo, por lo que llegó allí tan tarde que, estando las puertas cerradas y los puentes levantados, no pudo entrar dentro. Por lo cual, llorando doliente y desconsoladamente, miraba alrededor dónde podría ponerse que al menos no le nevase encima; y por azar vio una casa sobre las murallas del burgo algo saliente hacia afuera, bajo cuyo saledizo pensó quedarse hasta que fuese de día; y yéndose allí y habiendo encontrado una puerta bajo aquel saledizo, como estaba cerrada, reuniendo a su pie alguna paja que por allí cerca había, triste y doliente se quedó, muchas veces quejándose a San Julián, diciéndole que no era digno de la fe que había puesto en él. Pero San Julián, que le quería bien, sin mucha tardanza le deparó un buen albergue. Había en este burgo una señora viuda, bellísima de cuerpo como la que más, a quien el marqués Azzo amaba tanto como a su vida y aquí a su disposición la hacía estar. Y vivía la dicha señora en aquella casa bajo cuyo saledizo Rinaldo se habla ido a refugiar. Y el día anterior por acaso había el marqués venido aquí para yacer por la noche con ella, y en su casa misma secretamente había mandado prepararle un baño y suntuosamente una cena. Y estando todo presto, y nada sino la llegada del marqués esperando ella, sucedió que un criado llegó a la puerta que traía nuevas al marqués por las cuales tuvo que ponerse en camino súbitamente; por lo cual, mandando decir a la señora que no lo esperase, se marchó prestamente. Con lo que la mujer, un tanto desconsolada, no sabiendo qué hacer, deliberó meterse en el baño preparado para el marqués y después cenar e irse a la cama; y así, se metió en el baño. Estaba este baño cerca de la puerta donde el pobre Rinaldo estaba acostado fuera de la ciudad; por lo que, estando la señora en el baño, sintió el llanto y la tiritona de Rinaldo, que parecía haberse convertido en cigüeña. Y llamando a su criada, le dijo: -Vete abajo y mira fuera de los muros al pie de esa puerta quién hay allí, y quién es y lo que hace. La criada fue y, ayudándola la claridad del aire, vio al que en camisa y descalzo estaba allí, como se ha dicho, y todo tiritando; por lo que le preguntó quién era. Y Rinaldo, temblando tanto que apenas podía articular palabra, quién fuese y cómo y por qué estaba allí, lo más breve que pudo le dijo y luego lastímeramente comenzó a rogarle que, si fuese posible, no lo dejase allí morirse de frío durante la noche. La criada, sintiéndose compadecida, volvió a la señora y todo le dijo; y ella, también sintiendo piedad, se acordó que tenía la llave de aquella puerta, que algunas veces servía a las ocultas entradas del marqués, y dijo: -Ve y ábrele sin hacer ruido; aquí está esta cena que no habría quien la comiese, y para poderlo albergar hay de sobra. La criada, habiendo alabado mucho la humanidad de la señora, fue y le abrió; y habiéndolo hecho entrar, viéndolo casi yerto, le dijo la señora: -Pronto, buen hombre, entra en aquel baño, que todavía está caliente. Y él, sin esperar más invitaciones, lo hizo de buena gana, y todo reconfortado con aquel calor, de la muerte a la vida le pareció haber vuelto. La señora le hizo preparar ropas que habían sido de su marido, muerto poco tiempo antes, y cuando las hubo vestido parecían hechas a su medida; y esperando qué le mandaba la señora, empezó a dar gracias a Dios y a San Julián que de una noche tan mala como la que le esperaba le habían librado y a buen albergue, por lo que parecía, conducido. Después de esto, la señora, algo descansada, habiendo ordenado hacer un grandísimo fuego en la chimenea de uno de sus salones, se vino allí y preguntó qué era de aquel buen hombre. A lo que la criada respondió: -Señora mía, se ha vestido y es un buen mozo y parece persona de bien y de buenas maneras. -Ve, entonces -dijo la señora-, y llámalo, y dile que se venga aquí al fuego, y así cenará, que sé que no ha cenado. Rinaldo, entrando en el salón y viendo a la señora y pareciéndole principal, la saludó reverentemente y las mayores gracias que supo le dio por el beneficio que le había hecho. La señora lo vio y lo escuchó, y pareciéndole lo que la criada le había dicho, lo recibió alegremente y con ella familiarmente le hizo sentarse al fuego y le preguntó sobre la desventura que le había conducido allí, y Rinaldo le narró todas las cosas por su orden. Había la señora, por la llegada del criado de Rinaldo al castillo, oído algo de ello por lo que enteramente creyó en lo que él le contaba, y también le dijo lo que de su criado sabía y cómo fácilmente podría encontrarlo a la mañana siguiente. Pero luego que la mesa fue puesta como la señora quiso, Rinaldo con ella, lavadas las manos, se puso a cenar. Él era alto de estatura, y hermoso y agradable de rostro y de maneras asaz loables y graciosas, y joven de mediana edad; y la señora, habiéndole ya muchas veces puesto los ojos encima y apreciándolo mucho, y ya, por el marqués que con ella debía venir a acostarse teniendo el apetito concupiscente despierto en la mente, después de la cena, levantándose de la mesa, con su criada se aconsejó si le parecía bien que ella, puesto que el marqués la había burlado, usase de aquel bien que la fortuna le había enviado. La criada, conociendo el deseo de su señora, cuanto supo y pudo la animó a seguirlo; por lo que la señora, volviendo al fuego donde había dejado solo a Rinaldo, empezando a mirarlo amorosamente, le dijo: -¡Ah, Rinaldo!, ¿por qué estáis tan pensativo? ¿No creéis poder resarciros de un caballo y de unos cuantos paños que habéis perdido? Confortaos, poneos alegre, estáis en vuestra casa; y más quiero deciros: que, viéndoos con esas ropas encima, que fueron de mi difunto marido, pareciéndome vos él mismo, me han venido esta noche más de cien veces deseos de abrazaros y de besaros, y si no hubiera temido desagradaros por cierto que lo habría hecho. Rinaldo, oyendo estas palabras y viendo el relampaguear de los ojos de la mujer, como quien no era un mentecato, se fue a su encuentro con los brazos abiertos y dijo: -Señora mía, pensando que por vos puedo siempre decir que estoy vivo, y mirando aquello de donde me sacasteis, gran vileza sería la mía si yo todo lo que pudiera seros agradable no me ingeniase en hacer; y así, contentad vuestro deseo de abrazarme y besarme, que yo os abrazaré y os besaré más que a gusto. Después de esto no necesitaron más palabras. La mujer, que ardía toda en amoroso deseo, prestamente se le echó en los brazos; y después que mil veces, estrechándolo deseosamente, le hubo besado y otras tantas fue besada por él, levantándose de allí se fueron a la alcoba y sin esperar, acostándose, plenamente y muchas veces, hasta que vino el día, sus deseos cumplieron. Pero luego que empezó a salir la aurora, como plugo a la señora, levantándose, para que aquello no pudiera ser sospechado por nadie, dándole algunas ropas asaz mezquinas y llenándole la bolsa de dineros, rogándole que todo aquello tuviese secreto, habiéndole enseñado primero qué camino debiese seguir para llegar dentro a buscar a su criado, por aquella portezuela por donde había entrado le hizo salir. Él, al aclararse el día, dando muestras de venir de más lejos, abiertas las puertas, entró en aquel burgo y encontró a su criado; por lo que, vistiéndose con ropas suyas que en el equipaje tenía, y pensando en montarse en el caballo del criado, casi por milagro divino sucedió que los tres malhechores que la noche anterior le habían robado, por otra maldad hecha después, apresados, fueron llevados a aquel castillo y, por su misma confesión, le fue restituido el caballo, los paños y los dineros y no perdió más que un par de ligas de las medías de las que no sabían los malhechores qué habían hecho. Por lo cual Rinaldo, dándole gracias a Dios y a San Julián, montó a caballo, y sano y salvo volvió a su casa; y a los tres malhechores, al día siguiente, los llevaron a agitar los pies en el aire. NOVELA TERCERA Tres jóvenes, malgastando sus bienes, se empobrecen; y un sobrino suyo, que al volver a casa desesperado tiene como compañero de camino a un abad, encuentra que éste es la hija del rey de Inglaterra, la cual le toma por marido y repara los descalabros de sus tíos restituyéndoles en su buen estado. Fueron oídas con admiración las aventuras de Rinaldo de Asti por las señoras y los jóvenes y alabada su devoción, y dadas gracias a Dios y a San Julián que le habían prestado socorro en su mayor necesidad, y no fue por ello (aunque esto se dijese medio a escondidas) reputada por necia la señora que había sabido coger el bien que Dios le había mandado a casa. Y mientras que sobre la buena noche que aquél había pasado se razonaba entre sonrisas maliciosas, Pampínea, que se veía al lado de Filostrato, apercibiéndose, así como sucedió, que a ella le tocaba la vez, recogiéndose en sí misma, empezó a pensar en lo que debía contar; y luego del mandato de la reina, no menos atrevida que alegre empezó a hablar así: Valerosas señoras, cuanto más se habla de los hechos de la fortuna, tanto mas, a quien quiere bien mirar sus casos, queda por contar; y de ello nadie debe maravillarse si discretamente piensa que todas las cosas que nosotros neciamente nuestras llamamos están en sus manos y por consiguiente, por ella, según su oculto juicio, sin ninguna pausa, de uno en otro y de otro en uno sucesivamente sin ningún orden conocido por nosotros son cambiadas. Lo que, aunque con plena fidelidad, en todas las cosas y todo el día se muestre, y además haya sido antes mostrado en algunas historias, no dejaré (ya que place a nuestra reina que de ello se hable), tal vez no sin utilidad de los oyentes, de añadir a las contadas una historia más, que pienso que deberá agradaros. Hubo en nuestra ciudad un caballero cuyo nombre era micer Tebaldo, el cual, según quieren algunos, fue de los Lamberti y otros afirman haber sido de los Agolanti, fundándose tal vez, más que en otra cosa, en el oficio que sus hijos después de él han hecho, conforme al que siempre los Agolanti han hecho y hacen . Pero dejando a un lado a cuál de las dos casas perteneciese, digo que fue éste en sus tiempos riquísimo caballero y tuvo tres hijos, el primero de los cuales tuvo por nombre Lamberto, el segundo Tebaldo y el tercero Agolante, ya hermosos y corteses jóvenes, aunque el mayor no llegase a dieciocho años, cuando este riquísimo micer Tebaldo vino a morir, y a ellos, como a sus herederos legítimos, todos sus bienes muebles e inmuebles dejó. Los cuales, viéndose quedar riquísimos en campesinos y en posesiones, sin ningún otro gobierno sino su propio placer, sin ningún freno ni contención empezaron a gastar teniendo numerosísimos criados y muchos y buenos caballos y perros y aves y continuamente huéspedes, dando y justando y haciendo no solamente lo que a gentileshombres corresponde, sino también aquello que en su apetito juvenil les venía en gana hacer. Y no habían llevado mucho tiempo tal vida cuando el tesoro dejado por el padre disminuyó y no bastándoles para los comenzados gastos sus rentas, comenzaron a empeñar y a vender las posesiones; y hoy una, mañana otra vendiendo, apenas se dieron cuenta cuando se vieron venidos a la nada y se abrieron a la pobreza sus ojos, que la riqueza había tenido cerrados. Por lo cual Lamberto, llamando un día a los otros dos, les dijo cuán grande había sido la honorabilidad del padre y cuánta la suya, y cuánta su riqueza y cuál la pobreza a la que por su desordenado gastar habían venido; y lo mejor que supo, antes de que más aparente fuese su miseria, les animó a vender con él mismo lo poco que les quedaba y a irse; y así lo hicieron. Y sin despedirse ni hacer ninguna pompa, salidos de Florencia, no se detuvieron hasta que estuvieron en Inglaterra, y allí, tomando una casita en Londres, haciendo pequeñísimos gastos, duramente comenzaron a prestar a usura; y tan favorable les fue la fortuna en este lugar que en pocos años una grandísima cantidad de dineros ganaron. Por lo cual, con ellos, sucesivamente uno u otro volviendo a Florencia, gran parte de sus posesiones volvieron a comprar y muchas otras compraron además de aquéllas, y tomaron mujer; y, para continuar prestando en Inglaterra, a atender sus negocios mandaron a un joven sobrino suyo que tenía por nombre Alessandro, y ellos tres en Florencia, habiendo olvidado a qué partido les había llevado el desmedido gasto otras veces, a pesar de que con familia todos habían venido, más que nunca excesivamente gastaban y tenían sumo crédito con todos los mercaderes y por cualquier cantidad grande de dinero. Los cuales gastos unos cuantos años ayudó a sostener la moneda que les mandaba Alessandro, que se había puesto a prestar a barones sobre sus castillos y otras rentas suyas, los cuales con grandes rendimientos bien le respondían. Y mientras así los tres hermanos abundantemente gastaban y cuando les faltaba dinero lo tomaban en préstamo, teniendo siempre su esperanza en Inglaterra, sucedió que, contra la opinión de todos, comenzó en Inglaterra una guerra entre el rey y un hijo suyo por la cual se dividió toda la isla , y quién apoyaba a uno y quién al otro: por la cual cosa fueron todos los castillos de los barones quitados a Alessandro y no había ninguna otra renta que de algo le respondiese. Y esperándose que cualquier día entre el hijo y el padre debía hacerse la paz y por consiguiente todas las cosas restituidas a Alessandro, rendimientos y capital, Alessandro de la isla no se iba, y los tres hermanos, que en Florencia estaban, en nada sus gastos grandísimos limitaban, tomando prestado más cada día. Pero luego de que en muchos años ningún efecto se vio seguir a la esperanza tenida, los tres hermanos no sólo el crédito perdieron sino que, queriendo aquellos a quienes debían ser pagados, fueron súbitamente presos; y no bastando sus posesiones para pagar, por lo que faltaba quedaron en prisión, y de sus mujeres y los hijos pequeños quién se fue al campo y quién aquí y quién allá con bastante pobres avíos, no sabiendo ya qué debiesen esperar sino mísera vida siempre. Alessandro, que en Inglaterra la paz muchos años esperado había, viendo que no llegaba y pareciéndole que se quedaba allí no menos con peligro de su vida que en vano, habiendo deliberado volver a Italia solo, se puso en camino. Y por acaso, al salir de Brujas, vio que salía igualmente un abad blanco acompañado de muchos monjes y con muchos criados y precedido de gran equipaje; junto al cual venían dos caballeros viejos y parientes del rey, a los cuales; como a conocidos, acercándose Alessandro, por ellos en su compañía fue de buena gana recibido. Caminando, pues, Alessandro con ellos, graciosamente les preguntó quiénes fuesen los monjes que con tanto séquito cabalgaban delante y a dónde iban. A lo que uno de los caballeros repuso: -Este que cabalga delante es un joven pariente nuestro, recientemente elegido abad de una de las mayores abadías de Inglaterra; y porque es más joven de lo que las leyes mandan para tal dignidad, vamos nosotros con él a Roma a impetrar del santo padre que, a pesar de su tierna edad, lo dispense y luego en la dignidad lo confirme: porque esto no se puede tratar con nadie más. Caminando, pues, el novel abad ora delante de sus criados ora junto a ellos, así como vemos que hacen todos los días por los caminos los señores, le sucedió ver a Alessandro junto a él al caminar, el cual era asaz joven, en la persona y en el rostro hermosísimo y, cuanto cualquiera podía serlo, cortés y agradable y de buenas maneras; el cual maravillosamente le gustó a primera vista más que nada le había gustado nunca, y llamándolo junto a sí, con él empezó a conversar placenteramente y a preguntarle quién era, de dónde venía y adónde iba. A lo cual Alessandro todo sobre su condición francamente dijo y satisfizo sus preguntas, y él mismo a su servicio, aunque poco pudiese, se ofreció. El abad, oyendo su conversar bello y ordenado y más detalladamente considerando sus maneras, y pensando para sí que a pesar de que su oficio había sido servil, era gentilhombre, más en su agrado se encendió; y ya lleno de compasión por sus desgracias, asaz familiarmente le confortó y le dijo que tuviera buena esperanza porque, si hombre de pro era, aún Dios le repondría en donde la fortuna le había arrojado y aún más arriba; y le rogó que, puesto que hacia Toscana iba, quisiera quedarse en su compañía, como fuese que él también allí iba. Alessandro le dio gracias por el consuelo y le dijo que estaba pronto a todos sus mandatos. Caminando, pues, el abad, en cuyo pecho se revolvían extrañas cosas sobre el visto Alessandro, sucedió que después de algunos días llegaron a una villa que no estaba demasiado ricamente provista de albergues, y queriendo allí albergar al abad, Alessandro en casa de un posadero que le era muy conocido le hizo desmontar y le hizo preparar una alcoba en el lugar menos incómodo de la casa. Y, convertido ya casi en mayordomo del abad, como quien estaba muy avezado a ello, como mejor pudo alojando por la villa a todo el séquito, quién aquí y quién allí, habiendo ya cenado el abad y ya siendo noche cerrada, y todos los hombres idos a dormir, Alessandro preguntó al posadero dónde podría dormir él. A lo que el posadero le respondió: -En verdad que no lo sé; ves que todo está lleno, y puedes ver a mis criados dormir en los bancos, pero en la alcoba del abad hay unos arcones a los que te puedo llevar y poner encima algún colchón y allí, si te parece bien, como mejor puedas acuéstate esta noche. A lo que Alessandro dijo: -¿Cómo voy a ir a la alcoba del abad, que sabes que es pequeña y por su estrechez no ha podido acostarse allí ninguno de sus monjes? Si yo me hubiera dado cuenta de ello cuando se corrieron las cortinas habría hecho dormir sobre los arcones a sus monjes y yo me habría quedado donde los monjes duermen. A lo que el posadero dijo: -Pero así está el asunto, y puedes, si quieres, estar allí lo mejor del mundo; el abad duerme y las cortinas están corridas, yo te traeré sin hacer ruido una manta, ve a dormir. Alessandro viendo que esto podía hacerse sin ninguna molestia para el abad, dio su acuerdo, y lo más calladamente que pudo se acomodó allí. El abad, que no dormía, sino que pensaba vehementemente en sus extraños deseos, oía lo que el posadero y Alessandro hablaban, y también había oído dónde se había acostado Alessandro; por lo que entre sí, muy contento, empezó a decir: -Dios ha mandado ocasión a mis deseos; si no la aprovecho, por acaso no volverá en mucho tiempo. Y decidiéndose del todo a aprovecharla, pareciéndole todo reposado en el albergue, con baja voz llamó a Alessandro y le dijo que se acostase junto a él; el cual, luego de muchas negativas, desnudándose se acostó allí. El abad, poniéndole la mano en el pecho le empezó a tocar no de otra manera que suelen hacer las deseosas jóvenes a sus amantes; de lo que Alessandro se maravilló mucho, y dudó si el abad, impulsado por deshonesto amor, se movía a tocarlo de aquella manera. La cual duda, o por presumirla o por algún gesto que Alessandro hiciese, súbitamente conoció el abad, y sonrió: y prontamente quitándose una camisa que llevaba encima tomó la mano de Alessandro y se la puso sobre el pecho diciéndole: -Alessandro, arroja fuera tus pensamientos necios, y buscando aquí, conoce lo que escondo. Alessandro, puesta la mano sobre el pecho del abad, encontró dos teticas redondas y firmes y delicadas, no de otro modo que si hubieran sido de marfil; encontradas las cuales y conocido en seguida que éste era mujer, sin esperar otra invitación, abrazándola prontamente la quería besar, cuando ella le dijo: -Antes de que te acerques, escucha lo que quiero decirte. Como puedes conocer, soy mujer y no hombre; y, doncella, me partí de mi casa y al papa iba a que me diera marido: o por tu ventura o por mi desdicha, al verte el otro día, así me hizo arder por ti Amor como mujer no hubo nunca que tanto amase a un hombre; y por ello he deliberado quererte por marido antes que a ningún otro. Si no me quieres por mujer, salte de aquí en seguida y vuelve a tu sitio. Alessandro, aunque no la conocía, considerando la compañía que llevaba, estimó que debía ser noble y rica, y hermosísima la veía; por lo que, sin demasiado largo pensamiento, repuso que, si le placía aquello, a él mucho le agradaba. Ella entonces, levantándose y sentándose sobre la cama, delante de una tablilla donde estaba la efigie de Nuestro Señor, poniéndole en la mano un anillo, se hizo desposar por él y después, abrazados juntos, con gran placer de cada una de las partes, cuanto quedaba de aquella noche se solazaron. Y conviniendo entre ellos el modo y la manera para los hechos futuros, al venir el día, Alessandro por el mismo lugar de la alcoba saliendo que había entrado, sin saber ninguno dónde hubiese dormido durante la noche, alegre sobremanera, con el abad y con su compañía se puso en camino, y luego de muchas jornadas llegaron a Roma. Y allí, después de que algunos días se hubieron quedado, el abad con los dos caballeros y con Alessandro, sin nadie más, entraron a ver al papa; y hecha la debida reverencia, así comenzó a hablar el abad: -Santo padre, así como vos mejor que nadie debéis saber, todos los que iban y honestamente quieren vivir deben, en cuanto pueden, huir toda ocasión que a obrar de otro modo pudiese conducirles; lo cual para que yo, que honestamente vivir deseo, pudiese hacer cumplidamente, en el hábito en que me veis escapada secretamente con grandísima parte de los tesoros del rey de Inglaterra, mi padre, el cual al rey de Escocia, señor viejísimo, siendo yo joven como me veis, me quería dar por mujer, para venir aquí, a fin de que vuestra santidad me diese marido, me puse en camino. Y no me hizo tanto huir la vejez del rey de Escocia cuanto el temor de hacer, por la fragilidad de mi juventud, si con él fuese casada, algo que fuese contra las divinas leyes y contra el honor de la sangre real de mi padre. Y así dispuesta viniendo, Dios, el cual sólo óptimamente conoce lo que cada uno ha menester, creo que por su misericordia, a aquel a quien a Él placía que fuese mi marido me puso delante de los ojos: y aquél fue este joven -y mostró a Alessandro que vos veis junto a mí, cuyas costumbres y mérito son dignos de cualquier gran señora, aunque quizá la nobleza de su sangre no sea tan clara como es la real. A él, pues, he tomado y a él quiero, y no tendré nunca a nadie más, parézcale lo que le parezca de ello a mi padre o a los demás, por lo que la principal razón que me movió ha desaparecido; pero me complació completar el camino, tanto por visitar los santos lugares y dignos de reverencia, de los cuales está llena esta ciudad, como a vuestra santidad, y también para que por vos el matrimonio contraído entre Alessandro y yo solamente en la presencia de Dios, hiciera yo público ante la vuestra y consiguientemente ante la presencia de los demás hombres. Por lo que humildemente os ruego que aquello que a Dios y a mí ha placido os sea grato y que me deis vuestra bendición, para que con ella, como con mayor certidumbre del placer de Aquel del cual sois vicario, podamos juntos, a honor de Dios y vuestro, vivir y finalmente morir. Maravillóse Alessandro oyendo que su mujer era hija del rey de Inglaterra, y se llenó de extraordinaria alegría oculta; pero más se maravillaron los dos caballeros y tanto se enojaron que si en otra parte y no delante del papa hubieran estado, habrían a Alessandro y tal vez a la mujer hecho alguna villanía. Por otra parte, el papa se maravilló mucho tanto del hábito de la mujer como de su elección; pero sabiendo que no se podía dar vuelta atrás, quiso satisfacer su ruego y primeramente consolando a los caballeros, a quienes sabía airados, y poniéndolos en buena paz con la señora y con Alessandro, dio órdenes para hacer lo que hubiera menester. Y el día fijado por él siendo llegado, ante todos los cardenales y otros muchos grandes hombres de pro, los cuales invitados a una grandísima fiesta preparada por él habían venido, hizo venir a la señora regiamente vestida, la cual tan hermosa y atrayente parecía que merecidamente era por todos alabada, y del mismo modo Alessandro espléndidamente vestido, en apariencia y en modales nada parecía un joven que a usura hubiese prestado sino más bien de sangre real, y por los dos caballeros muy honrado; y aquí de nuevo hizo celebrar solemnemente los esponsales, y luego, hechas bien y magníficamente las bodas, con su bendición los despidió. Plugo a Alessandro, y también a la señora, al partir de Roma venir a Florencia donde ya había llegado la fama de la noticia; y allí, recibidos por los ciudadanos con sumo honor, hizo la señora liberar a los tres hermanos, habiendo hecho primero pagar a todo el mundo y devolverles sus posesiones a ellos y sus mujeres. Por lo cual, con buenos deseos de todos, Alessandro con su mujer, llevándose consigo a Agolante, se fue de Florencia y llegados a París, honorablemente fueron recibidos por el rey. De allí se fueron los dos caballeros a Inglaterra, y tanto se afanaron con el rey que les devolvió su gracia y con grandísima fiesta recibió a ella y a su yerno; al cual poco después hizo caballero y le dio el condado de Cornualles. Y él fue tan capaz, y tanto supo hacer que reconcilió al hijo con el padre, de lo que se siguió gran bien a la isla y se ganó el amor y la gracia de todos los del país y Agolante recobró todo lo que le debían enteramente, y rico sobremanera se volvió a Florencia, habiéndolo primero armado caballero el conde Alessandro. El conde, luego, con su mujer gloriosamente vivió, y según lo que algunos dicen, con su juicio y valor y la ayuda del suegro conquistó luego Escocia de la que fue coronado rey. NOVELA CUARTA Landolfo Rúfolo, empobrecido, se hace corsario y, preso por los genoveses, naufraga y se salva sobre una arqueta llena de joyas preciosísimas, y recogido en Corfú por una mujer, rico vuelve a su casa. Laureta estaba sentada junto a Pampínea; y viéndola llegar al triunfal final de su historia, sin esperar otra cosa empezó a hablar de esta guisa: Graciosísimas damas, ninguna obra de la fortuna, según mi juicio, puede verse mayor que ver a alguien desde la extrema miseria al estado real elevarse, como la historia de Pampínea nos ha mostrado que sucedió a su Alessandro. Y por ello, a cualquiera que sobre la propuesta materia de aquí en adelante novelare, le será necesario contar algo más acá de estos límites y no me avergonzaré yo de contar una historia que, aunque contenga mayores miserias, no tenga tan espléndido desenlace. Bien sé que, teniendo aquélla presente, será la mía escuchada con menor diligencia; pero como no puedo hacer de otro modo, seré disculpada por ello. Se cree que el litoral desde Reggio a Caeta es la parte más deleitosa de Italia; en la cual, junto a Salerno hay un acantilado que avanza sobre el mar al que los habitantes llaman la costa de Amalfi, llena de pequeñas ciudades, de jardines y de fuentes, y de hombres ricos y emprendedores en empresas mercantiles tanto como ningunos otros. Entre las cuales ciudadecillas hay una llamada Ravello en la que, si hoy hay hombres ricos, había hace tiempo uno que fue riquísimo, llamado Landolfo Rúfolo; al cual, no bastándole su riqueza, deseando duplicarla, estuvo a punto de perderse con toda ella a sí mismo. Este, pues, así como suele ser el uso de los mercaderes, hechos sus cálculos, compró un grandísimo barco y con sus dineros lo cargó todo de varias mercancías y anduvo con él a Chipre. Allí, con aquella misma calidad de mercancías que él había llevado, encontró que habían llegado otros barcos; por la cual razón no solamente tuvo que vender a bajo precio aquello que llevado había, sino que, para colocar sus cosas, tuvo casi que tirar algunas; con lo que cerca estuvo de arruinarse. Y sintiendo por ello grandísima pesadumbre, no sabiendo qué hacerse y viéndose de hombre riquísimo en breve tiempo convertido en casi pobre, decidió o morir o robando resarcirse de sus males, para que allí de donde rico había partido no fuese a volver pobre. Y encontrando un comprador de su gran barco, con aquellos dineros y con los otros que le había valido su mercancía, compró un barquito ligero para piratear, y con todas las cosas necesarias a tal servicio lo armó y lo guarneció óptimamente, y se dio a apropiarse las cosas de los demás, y máximamente de los turcos. En cuya tarea le fue la fortuna mucho más benévola que le había sido en comerciar. Quizás en un solo año robó y prendió tantos barcos de turcos que se encontró con que no sólo había vuelto a ganar lo suyo que había perdido en el comercio, sino que con mucho lo había duplicado. Por lo cual, enseñado por el dolor de la primera pérdida, conociendo que tenía bastante, para no caer en la segunda, se aconsejó a sí mismo que aquello que tenía, sin querer más, debía bastarle, y por ello se dispuso a volver con ello a su casa: y temeroso del comercio no se molestó en invertir de otra manera sus dineros sino que en aquel barquito con el cual los había ganado, haciendo los remos a la mar, emprendió el regreso. Y ya al Archipiélago llegado, levantóse por la noche un siroco que no solamente era contrario a su ruta sino que hacía una mar gruesísima y su pequeño barco no hubiera podido soportarlo, y en un entrante del mar que tenía una islita, de aquel viento al cubierto se recogió, proponiéndose allí esperarlo mejor. En la cual caleta, estando poco rato, dos grandes cocas de genoveses que venían de Constantinopla, para huir de lo mismo que Landolfo huido había, llegaron con trabajo; y sus gentes, visto el barquichuelo y cortándole el camino para poder irse, oyendo de quién era y ya por la fama sabiéndole riquísimo, como hombres que eran naturalmente deseosos de pecunia y rapaces, a tomarlo se dispusieron. Y, haciendo bajar a tierra parte de sus gentes, con ballestas y bien armadas, las hicieron ir a lugar tal que del barquichuelo ninguna persona, si no quería ser asaeteada, podía descender; y ellos haciéndose remolcar por las chalupas y ayudados por el mar, se acostaron al pequeño barco de Landolfo, y con poco trabajo en poco tiempo, con toda su chusma y sin perder un solo hombre, se apoderaron de él a mansalva; y haciendo venir a Landolfo sobre una de las dos cocas y cogiendo todo lo que había en el barquichuelo, lo hundieron, apresándole a él, cubierto sólo de un pobre justillo. Al día siguiente, habiendo mudado el viento, las naves viniendo hacia Poniente, izaron las velas, y todo aquel día prósperamente vinieron su camino; pero al caer la tarde se levantó un viento tempestuoso, que haciendo las olas altísimas separó a una coca de la otra. Y por la fuerza de este viento sucedió que aquella en que iba el mísero y pobre Landolfo, con grandísimo ímpetu cerca de la isla de Cefalonia chocó contra un arrecife y no de otra manera que un vidrio golpeado contra un muro se abrió toda y se hizo pedazos; por lo que los desdichados miserables que en ella estaban, estando ya el mar todo lleno de mercancías que flotaban y de cajones y de tablas, como en casos semejantes suele suceder, aun cuando oscurísima la noche estuviese y el mar gruesísimo e hinchado, nadando quienes sabían nadar, empezaron a asirse a las cosas que por azar se les paraban delante. Entre los cuales el mísero Landolfo, aun cuando el día anterior había llamado a la muerte muchas veces, prefiriendo quererla mejor que retornar a casa pobre como se veía, al verla cerca tuvo miedo de ella; y como los demás, al venirle a las manos una tabla se asió a ella, por si Dios, retardando él el ahogarse, le mandase alguna ayuda en su salvación: y a caballo de aquélla como mejor podía, viéndose arrastrado por el mar y el viento ora acá ora allá se sostuvo hasta el clarear del día. Venido el cual, mirando en torno, ninguna cosa sino nubes y mar veía y un cofre que, flotando sobre las olas del mar, a veces con grandísimo temor suyo se le acercaba: temiendo que aquel cofre le golpease de modo que lo ahogara, y siempre que junto a él venía, cuanto podía, con la mano, aunque pocas fuerzas le quedaran, lo alejaba. Pero como quiera que fuesen las cosas sucedió que, desencadenándose de súbito en el aire un nudo de viento y habiendo penetrado en el mar, en aquel cofre un golpe tan fuerte dio, y el cofre en la tabla sobre la que Landolfo estaba, que, volcada por la fuerza, soltándola Landolfo fue bajo las olas y volvió arriba nadando, más por el miedo que por las fuerzas ayudado, y vio muy alejada de él la tabla; por lo que, temiendo no poder llegar a ella, se acercó al cofre, que estaba bastante cerca, y puesto el pecho sobre su tapa, como mejor podía con los brazos la conducía derecha. Y de esta manera, arrojado por el mar ora aquí ora allí, sin comer, como quien no tiene qué, y bebiendo más de lo que habría querido, sin saber dónde estuviese ni ver otra cosa que olas, permaneció todo aquel día y noche siguiente. Y al día siguiente, o por placer de Dios o porque la fuerza del viento así lo hiciera, éste, convertido en una esponja, agarrándose fuerte con ambas manos a los bordillos del cofre a guisa de lo que vemos hacer a quienes están por ahogarse cuando cogen alguna cosa, llegó a la playa de la isla de Corfú, donde una pobre mujercita lavaba y pulía por acaso sus cacharros con la arena y el agua salada. La cual, al verle avecinarse, no distinguiendo en él forma alguna, temiendo y gritando retrocedió. Él no podía hablar y poco veía, y por ello nada le dijo; pero mandándolo hacia la tierra el mar, ella apercibió la forma del cofre, y mirando después más fijamente y viendo distinguió primeramente los mismos brazos sobre el cofre, y luego reconoció la cara y ser lo que era se imaginó. Por lo que, a compasión movida, adentróse un tanto por el mar que estaba ya tranquilo y, agarrándolo por los cabellos, con todo el cofre lo arrastró a tierra, y allí con trabajo las manos del cofre desenganchándole, y puesto éste al cuidado de una hija suya que con ella estaba, lo llevó a tierra como a un niño pequeño y, poniéndolo en un baño caliente, tanto lo refregó y lavó con el agua caliente, que volvió a él el perdido calor y algunas de las fuerzas desaparecidas; y cuando le pareció oportuno le atendió y con algo de buen vino y de confituras le reconfortó, y algunos días lo tuvo lo mejor que pudo hasta que él, recuperadas las fuerzas, se dio cuenta de dónde estaba. Por lo que a la buena mujer le pareció deber devolverle su cofre, que ella había salvado, y decirle que en adelante se buscase su ventura; y así lo hizo. Él, que de ningún cofre se acordaba, lo cogió sin embargo, visto que se lo daba la buena mujer, pensando que no debía valer tan poco que no le sirviese para los gastos de algún día; y al encontrarlo muy ligero, asaz menguó su esperanza. Pero no por ello, no estando en casa la buena mujer, dejó de desclavarlo para ver lo que habla dentro, y encontró en el muchas piedras preciosas, engarzadas y sueltas, de las que algo entendía. Y viendo las cuales y conociéndolas de gran valor, alabando a Dios que aún no había querido abandonarle, todo se reconfortó; pero como quien en poco tiempo había sido fieramente asaeteado por la fortuna dos veces, temiendo la tercera, pensó que le convenía tener mucha cautela para poder llevar aquellas cosas a su casa; por lo que en algunos harapos, como mejor pudo, envolviéndolas, dijo a la buena mujer que no necesitaba ya el cofre, pero que, si le placía, le diera un saco y se quedase con él. La buena mujer lo hizo de buena gana; y él, dándole las mayores gracias que podía por el beneficio recibido de ella, guardándose el saco en el regazo, de ella se separó; y subido a una barca, pasó a Brindisi y desde allí, de costa en costa se dirigió a Trani, donde, encontrando a unos ciudadanos suyos que eran pañeros, como por amor de Dios le vistieron, habiéndoles contado antes todas sus aventuras, salvo la del cofre; y además prestándole caballo y dándole compañía hasta Ravello donde para siempre decía querer volver, le enviaron. Aquí, pareciéndole estar seguro, dándole gracias a Dios que lo había guiado allí, desató su saquito, y con más diligencia buscando todo que nunca había hecho antes, se encontró que tenía tantas y tales piedras que, vendiéndolas a su precio y aun a menos, era dos veces más rico que cuando se había ido. Y encontrando el modo de despachar sus piedras, hasta Corfú mandó una buena cantidad de dineros, por valerlos el servicio recibido, a la buena mujer que lo había sacado del mar; y lo mismo hizo a Trani a quienes le habían dado de vestir; y lo restante, sin querer comerciar ya más, lo retuvo y honorablemente vivió hasta el fin. NOVELA QUINTA A Andreuccio de Perusa, llegado a Nápoles a comprar caballos, le suceden en una noche tres graves desventuras, y salvándose de todas, se vuelve a casa con un rubí. Las piedras preciosas encontradas por Landolfo -empezó Fiameta, a quien le tocaba la vez de novelar- me han traído a la memoria una historia que no contiene menos peligros que la narrada por Laureta, pero es diferente de ella en que aquéllos tal vez en varios años y éstos en el espacio de una noche se sucedieron, como vais a oír. Hubo, según he oído, en Perusa, un joven cuyo nombre era Andreuccio de Prieto, tratante en caballos, el cual, habiendo oído que en Nápoles se compraban caballos a buen precio, metiéndose en la bolsa quinientos florines de oro, no habiendo nunca salido de su tierra, con otros mercaderes allá se fue; donde, llegado un domingo al atardecer e informado por su posadero, a la mañana siguiente bajó al mercado, y muchos vio y muchos le pluguieron y entró en tratos sobre muchos, pero no pudiendo concertarse sobre ninguno, para mostrar que a comprar había ido, como rudo y poco cauto, muchas veces en presencia de quien iba y de quien venia sacó fuera la bolsa donde tenía los florines. Y estando en estos tratos, habiendo mostrado su bolsa, sucedió que una joven siciliana bellísima, pero dispuesta por pequeño precio a complacer a cualquier hombre, sin que él la viera pasó cerca de él y vio su bolsa, y súbitamente se dijo: -¿Quién estaría mejor que yo si aquellos dineros fuesen míos? -y siguió adelante. Y estaba con esta joven una vieja igualmente siciliana la cual, al ver a Andreuccio, dejando seguir la joven, afectuosamente corrió a abrazarlo; lo que viendo la joven, sin decir nada, aparte la empezó a esperar. Andreuccio volviéndose hacia la vieja la conoció y le hizo grandes fiestas prometiéndole ella venir a su posada, y sin quedarse allí más, se fue, y Andreuccio volvió a sus tratos; pero nada compró por la mañana. La joven, que primero la bolsa de Andreuccio y luego la familiaridad de su vieja con él había visto, por probar si había modo de que ella pudiese hacerse con aquellos dineros, o todos o en parte, cautamente empezó a preguntarle quién fuese él y de dónde, y qué hacía aquí y cómo le conocía. Y ella, todo con todo detalle de los asuntos de Andreuccio le dijo, como con poca diferencia lo hubiera dicho él mismo, como quien largamente en Sicilia con el padre de éste y luego en Perusa había estado, e igualmente le contó dónde paraba y por qué había venido. La joven, plenamente informada del linaje de él y de los nombres, para proveer a su apetito, con aguda malicia, fundó sobre ello su plan; y, volviéndose a casa, dio a la vieja trabajo para todo el día para que no pudiese volver a Andreuccio; y tomando una criadita suya a quien había enseñado muy bien a tales servicios, hacia el anochecer la mandó a la posada donde Andreuccio paraba. Y llegada allí, por acaso a él mismo, y solo, encontró a la puerta, y le preguntó por él mismo; a lo cual, diciéndole él que él era, ella llevándolo aparte, le dijo: -Señor mío, una noble dama de esta tierra, si os pluguiese, querría hablar con vos. Y él, al oírla, considerándose bien y pareciéndole ser un buen mozo, pensó que aquella tal dama debía estar enamorada de él, como si otro mejor mozo que él no se encontrase entonces en Nápoles, y prontamente repuso que estaba dispuesto y le preguntó dónde y cuándo aquella dama quería hablarle. A lo que la criadita respondió: -Señor, cuando os plaza venir, os espera en su casa. Andreuccio, prestamente y sin decir nada en la posada, dijo: -Pues vamos, ve delante; yo iré tras de ti. Con lo que la criadita a casa de aquélla le condujo, que vivía en un barrio llamado Malpertuggio que cuán honesto barrio era, su nombre mismo lo demuestra. Pero él, no sabiéndolo ni sospechándolo, creyéndose que iba a un honestísimo lugar y a una señora honrada, sin precauciones, entrada la criadita delante, entró en su casa; y al subir las escaleras, habiendo ya la criadita a su señora llamado y dicho: «¡Aquí está Andreuccio!», la vio arriba de la escalera asomarse y esperarlo. Y ella era todavía bastante joven, alta de estatura y con hermosísimo rostro, vestida y adornada asaz honradamente. Y al aproximarse a ella Andreuccio, bajó tres escalones a su encuentro con los brazos abiertos y echándosele al cuello un rato lo estuvo abrazando sin decir nada, como si una invencible ternura le impidiese hacerlo; después, derramando lágrimas le besó en la frente, y con voz algo rota dijo: -¡Oh, Andreuccio mío, sé bien venido! Éste, maravillándose de caricias tan tiernas, todo estupefacto repuso: -¡Señora, bien hallada seáis! Ella, después, tomándole de la mano le llevó abajo a su salón y desde allí, sin nada más decir, con él entró en su cámara, la cual a rosas, a flores de azahar y a otros olores olía toda, y allí vio un bellísimo lecho encortinado y muchos paños colgados de los travesaños según la costumbre de allí, y otros muy bellos y ricos arreos; por las cuales cosas, como inexperto que era, firmemente creyó que ella no era menos que gran señora. Y sentándose sobre un arca que estaba al pie de su lecho, así empezó a hablarle: -Andreuccio, estoy segura de que te maravillas de las caricias que te hago y de mis lágrimas, como quien no me conoce y por ventura nunca me oíste recordar: pero pronto oirás algo que tal vez te haga maravillarte más, como es que yo soy tu hermana; y te digo que, pues que Dios me ha hecho tan grande gracia que antes de mi muerte haya visto a alguno de mis hermanos, aunque deseo veros a todos, no me moriré en hora que, consolada, no muera. Y si esto tal vez nunca lo has oído, te lo voy a decir. Pietro, padre mío y tuyo, como creo que habrás podido saber, vivió largamente en Palermo, y por su bondad y agrado fue y todavía es por quienes le conocieron amado; pero entre otros que mucho le amaron, mi madre, que fue una mujer noble y entonces era viuda, fue quien más le amó, tanto, que depuesto el temor a su padre, a sus hermanos y su honor, de tal guisa se familiarizó con él que nací yo, y estoy aquí como me ves. Después, llegada la ocasión a Pietro de irse de Palermo y volver a Perusa, a mi, siendo muy niña, me dejó con mi madre, y nunca más, por lo que yo sé, ni de mí ni de ella se acordó: por lo que yo, si mi padre no fuera, mucho le reprobaría, teniendo en cuenta la ingratitud suya hacia mi madre mostrada, y no menos el amor que a mí, como a su hija no nacida de criada ni de vil mujer, debía tener; y que ella, sin saber de otra manera quién fuese él, movida por fidelísimo amor puso sus cosas y ella misma en sus manos. Pero ¿qué? Las cosas mal hechas y pasadas ha mucho tiempo son más fáciles de reprochar que de enmendar; así fueron las cosas sin embargo. Él me dejó en Palermo siendo niña donde, crecida casi como soy, mi madre, que era muy rica, me dio por mujer a uno de Agrigento, gentilhombre y honrado, que por amor de mi madre y de mí vino a vivir en Palermo; y allí, como muy güelfo, comenzó a concertar algún trato con nuestro rey Carlos . Lo que, sabido del rey Federico , antes de que pudiese llevarse a cabo, fue motivo de hacerle huir de Sicilia cuando yo esperaba ser la mayor señora que hubiera en aquella isla donde, tomadas las pocas cosas que podíamos tomar (digo pocas con respecto a las muchas que teníamos), dejadas las tierras y los palacios en esta tierra nos refugiamos, donde al rey Carlos hacia nosotros encontramos tan agradecido que, reparados en parte los daños que por él recibido habíamos, nos ha dado posesiones y casas, y da continuamente a mi marido, y a tu cuñado que es, buenos gajes, tal como podrás ver: y de esta manera estoy aquí donde yo, por la buena gracia de Dios y no tuya, dulce hermano mío, te veo. Y dicho así, empezó a abrazarlo otra vez, y otra vez llorando tiernamente, le besó en la frente. Andreuccio, oyendo esta fábula tan ordenada y tan compuestamente contada por aquella a la que en ningún momento moría la palabra entre los dientes ni le balbuceaba la lengua, acordándose ser verdad que su padre había estado en Palermo, y por sí mismo conociendo las costumbres de los jóvenes, que de buen agrado aman en la juventud, y viendo las tiernas lágrimas, el abrazarle y los honestos besos, tuvo aquello que ésta decía por más que verdadero. Y después que calló, le repuso: -Señora, no os debe parecer gran cosa que me maraville; porque en verdad, sea que mi padre, por lo que lo hiciese, de vuestra madre y de vos no hablase nunca, o sea que, si habló de ello a mi conocimiento no haya venido, yo por mí tal conocimiento tenía de vos como si no hubieseis existido; y me es tanto más grato aquí haber encontrado a mi hermana cuanto más solo estoy aquí y menos lo esperaba. Y en verdad no conozco a nadie de tan alta posición a quien no debieseis ser querida, y menos a mí que soy un pequeño mercader. Pero una cosa quiero que me aclaréis: ¿cómo supisteis que estaba aquí? A lo que respondió ella: -Esta mañana me lo hizo saber una pobre mujer que mucho me visita porque con nuestro padre, por lo que ella me dice, largamente en Palermo y en Perusa estuvo: y si no fuera que me parecía más honesto que tú vinieses a mí a tu casa que no yo fuese a ti a la de otros, hace mucho rato que yo hubiera ido a ti. Después de estas palabras, empezó ella a preguntar separadamente sobre todos los parientes, por su nombre; y sobre todos le contestó Andreuccio, creyendo por esto más todavía lo que menos le convenía creer. Habiendo sido la conversación larga y el calor grande, hizo ella venir vino de Grecia y dulces e hizo dar de beber a Andreuccio; el cual, luego de esto, queriéndose ir porque era la hora de la cena, en ninguna guisa lo sufrió ella, sino que poniendo semblante de enojarse mucho, abrazándole le dijo: -¡Ay, triste de mí!, que asaz claro conozco que te soy poco querida. ¿Cómo va a pensarse que estés con una hermana tuya nunca vista por ti, y en su casa, donde al venir aquí debías haberte albergado, y quieras salir de ella para ir a cenar a la posada? En verdad que cenarás conmigo: y aunque mi marido no esté aquí, de lo que mucho me pesa, yo sabré bien, como mujer, hacerte los honores. A lo que Andreuccio, no sabiendo qué otra cosa responder, dijo: -Vos me sois querida como debe serlo una hermana, pero si no me voy seré esperado durante toda la noche para cenar y cometeré una villanía. Y ella entonces dijo: -Alabado sea Dios, ¿no tengo yo en casa por quien mandar a decir que no seas esperado? Y aún harías mayor cortesía, y tu deber, en mandar a decir a tus compañeros que viniesen a cenar, y luego, si quisieras irte, podríais todos iros en compañía. Andreuccio respondió que de sus compañeros no quería nada por aquella noche, pero que, pues ello le agradaba, dispusiese de él a su gusto. Ella entonces hizo semblante de mandar a decir a la posada que no le esperasen para la cena; y luego, después de muchos otros razonamientos, sentándose a cenar y espléndidamente servidos de muchos manjares, astutamente la hizo durar hasta la noche cerrada: y habiéndose levantado de la mesa, y Andreuccio queriéndose ir, ella dijo que en ninguna guisa lo sufriría porque Nápoles no era una ciudad para andar por la calle de noche, y máxime un forastero, y que lo mismo que había mandado a decir que no le esperasen a cenar, lo mismo había hecho con el albergue. El, creyendo esto, y agradándole, engañado por la falsa confianza, quedarse con ella, se quedó. Fue, pues, después de la cena, la conversación mucha y larga, y no mantenida sin razón: y habiendo ya pasado parte de la noche, ella, dejando a Andreuccio dormir en su alcoba con un muchachito que le ayudase si necesitaba algo, con sus mujeres se fue a otra cámara. Y era el calor grande; por lo cual Andreuccio, al ver que se quedaba solo, prontamente se quedó en justillo y se quitó las calzas y las puso en la cabecera de la cama; y siéndole menester la natural costumbre de tener que disponer del superfluo peso del vientre, dónde se hacía aquello preguntó al muchachito, quien en un rincón de la alcoba le mostró una puerta, y dijo: -Id ahí adentro. Andreuccio, que había pasado dentro con seguridad, fue por acaso a poner el pie sobre una tabla la cual, de la parte opuesta desclavada de la viga sobre la que estaba, volcándose esta tabla, junto a él se fue de allí para abajo: y tanto lo amó Dios que ningún mal se hizo en la caída, aun cayendo de bastante altura; pero todo en la porquería de la cual estaba lleno el lugar se ensució. El cual lugar, para que mejor entendáis lo que se ha dicho y lo que sigue, cómo era os lo diré. Era un callejón estrecho como muchas veces lo vemos entre dos casas: sobre dos pequeños travesaños, tendidos de una a la otra casa, se habían clavado algunas tablas y puesto el sitio donde sentarse; de las cuales tablas, aquella con la que él cayó era una. Encontrándose, pues, allá abajo en el callejón Andreuccio, quejándose del caso comenzó a llamar al muchacho: pero el muchacho, al