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El exterior
El exterior
Autor:
BRIAN W. ALDISS
Fecha:
13 del 05 de 2008
Leido:
2826
Veces
El hombre llamado Harley solía ser el primero en levantarse. A veces se daba un paseo ...
[size=18:e3e8251a50][color=red:e3e8251a50] El exterior [/color:e3e8251a50] [/size:e3e8251a50]
[size=15:e3e8251a50][color=brown:e3e8251a50] Nunca salían de la casa. El hombre llamado Harley solía ser el primero en levantarse. A veces se daba un paseo por el edificio con la misma ropa de dormir; la temperatura se mantenía siempre moderada, día tras día. Después despertaba a Calvin, el hombre apuesto y corpulento que daba la impresión de poseer una decena de talentos y nunca llegaba a demostrar ninguno. Era la única compañía que Harley necesitaba. Dapple, la muchacha de mortíferos ojos grises y negra cabellera, tenía el sueño ligero. El rumor de los dos hombres al conversar bastaba para desvelarla. Entonces se levantaba e iba a despertar a May, y bajaban juntas a preparar el desayuno. Mientras lo hacían, los otros dos ocupantes de la casa, Jagger y Pief, iban levantándose. Así era como comenzaban todos los «días»: no con la llegada de algo semejante a un amanecer, sino únicamente cuando los seis habían dormido lo suficiente para volver a despertar. A lo largo del día no realizaban ningún esfuerzo, pero, de un modo u otro, cuando regresaban a sus camas quedaban profundamente dormidos. La única excitación del día se producía cuando abrían por primera vez el almacén. El almacén era un cuartito situado entre la cocina y la habitación azul. En la pared del fondo había un amplio anaquel, y de este anaquel dependía su existencia. Allí era donde «llegaban» todos los suministros. Lo último que hacían antes de acostarse era cerrar la puerta del cuarto vacío y, cuando volvían por la mañana, todo lo que necesitaban —alimentos, ropa blanca, una lavadora nueva— estaba esperándolos en el anaquel. Esto era sólo una característica aceptada de su existencia: jamás la cuestionaban entre ellos. Aquella mañana, Dapple y May terminaron de preparar el desayuno antes de que bajaran los cuatro hombres. Dapple incluso tuvo que acercarse al pie de la amplia escalinata para llamarlos antes de que apareciera Pief; por tanto, la apertura del almacén tuvo que aplazarse hasta después de haber comido pues, aunque la apertura no se había convertido en absoluto en una ceremonia, a las mujeres no les gustaba entrar solas. Era una de esas cosas que... —Espero que haya tabaco —comentó Harley mientras abría la puerta—. Casi lo he terminado. Entraron y contemplaron el anaquel. Estaba casi completamente vacío. —No hay comida —observó May, las manos en la cintura ceñida por su delantal—. Tendremos que racionar lo que nos queda. No era la primera vez que ocurría una cosa así. En cierta ocasión (¿cuánto hacía? No se preocupaban mucho de calcular el transcurso del tiempo) habían pasado tres días sin que apareciese comida y el anaquel había permanecido vacío. Ellos habían aceptado la escasez sin inmutarse. —Antes de morirnos de hambre, te comeremos a ti, May —dijo Pief, y todos celebraron la broma con breve coro de risas, aunque Pief ya había hecho el mismo comentario la última vez. Pief era un hombrecillo recatado, no el tipo de persona que salta a la vista entre una multitud. Sus pequeñas bromas constituían su más preciada posesión. Solamente había dos paquetes sobre el anaquel. Uno era el tabaco de Harley; el otro una baraja de cartas. Harley se metió el primero en el bolsillo con un gruñido y alzó el segundo en alto, retirando los naipes de su estuche y abriéndolos en abanico para que los vieran los demás. —¿Alguien juega? —preguntó. —Póquer —asintió Jagger. —Canasta. —Gin rummy. —Jugaremos luego —decidió Calvin—. Nos ayudará a matar el rato por la noche. —Las cartas serían un desafío para ellos; tendrían que sentarse todos juntos, alrededor de la mesa, cara a cara. No había nada concreto que los separase, pero, una vez solventado el insignificante asunto de abrir el almacén, tampoco parecía haber ninguna intensa fuerza que los mantuviera juntos. Jagger pasó la aspiradora por el vestíbulo, cruzando ante la puerta delantera que no se abría, y la llevó escaleras arriba para limpiar los rellanos superiores; no porque la casa estuviera sucia sino, sencillamente, porque la limpieza era algo que se hacía todas las mañanas. Las mujeres se sentaron junto a Pief y los tres sostuvieron una deslavazada conversación acerca de cómo organizar el racionamiento, pero después de eso perdieron todo contacto entre sí y se alejaron cada uno por su lado. Calvin y Harley ya habían desaparecido en distintas direcciones. La casa era un lugar de construcción irregular. Tenía muy pocas ventanas y las pocas que había no se abrían, eran irrompibles y no dejaban pasar la luz. Todo estaba sumido en la oscuridad; cuando alguien entraba en una habitación, una invisible fuente de luz la iluminaba: había que introducirse en la negrura antes que ésta se desvaneciera. Todas las habitaciones estaban amuebladas, pero con piezas inconexas que guardaban muy poca relación entre sí, como si el cuarto careciese de un propósito definido. Las estancias preparadas para seres sin propósito suelen dar esta impresión. No podía discernirse ningún plan en el primero o el segundo piso, ni en los largos y vacíos desvanes. Solamente la familiaridad podía suavizar el carácter laberíntico de cuartos y corredores. Por lo menos, había tiempo de sobra para familiarizarse. Harley estuvo un largo rato paseándose de un lado a otro con las manos en los bolsillos. En un momento dado, se encontró con Dapple; la muchacha estaba graciosamente encorvada sobre una libreta de dibujo, copiando con trazos de aficionada un cuadro que colgaba de una de las paredes y que representaba la misma habitación en que estaba sentada. Intercambiaron unas pocas palabras y en seguida Harley reanudó su paseo. Algo acechaba en el borde de su mente como una araña en una esquina de su tela. Entró en lo que llamaban el cuarto del piano y de pronto descubrió qué era lo que le tenía preocupado. Casi furtivamente miró a su alrededor mientras se desvanecía la oscuridad y luego se volvió hacia el gran piano. De vez en cuando aparecían cosas extrañas en el anaquel, y eran distribuidas por distintos rincones de la casa: una de ellas reposaba en aquellos momentos sobre el piano. Era una maqueta, pesada y de unos sesenta centímetros de altura, achaparrada, casi esférica, con un morro puntiagudo y apoyada sobre cuatro estabilizadores. Harley sabía lo que era. Era una nave tierra-espacio, una reproducción a escala de las voluminosas lanzaderas que ascendían hasta las naves espaciales propiamente dichas. Este objeto les había causado mayor inquietud que cuando el propio piano apareció en el almacén. Sin apartar la vista de la maqueta, Harley se sentó rígidamente en el taburete del piano e intentó desenterrar algo del fondo de su mente..., algo relacionado con naves espaciales. Fuera lo que fuese, se trataba de algo desagradable que se le escabullía cada vez que creía haberle puesto un dedo mental encima. Siempre se le escapaba. Si al menos pudiera comentarlo con alguien, tal vez entonces podría inducirlo a salir de su escondite. Desagradable, amenazador, pero aun así con una promesa imbricada en la amenaza. Si pudiera sacarlo a la superficie, afrontarlo osadamente cara a cara, entonces podría... hacer algo concreto. Y hasta que no lo hubiera afrontado, ni siquiera sabría qué era esa cosa concreta que quería hacer. Una pisada a su espalda. Sin volverse, Harley levantó diestramente la tapa del piano y deslizó un dedo sobre la teclas. Sólo entonces se volvió a mirar despreocupadamente por encima del hombro. Calvin estaba de pie a su lado, las manos en los bolsillos, con aire imperturbable y sosegado. —Pasaba por aquí y he visto luz —explicó con soltura—, así que he pensado en entrar un momento. —Yo estaba pensando en tocar un rato el piano —respondió Harley con una sonrisa. La cosa no era discutible, ni siquiera con alguien tan conocido como Calvin, porque..., por la naturaleza misma de la cosa..., porque había que comportarse como un ser humano normal y libre de preocupaciones. Esto al menos era lógico y evidente, y sirvió para darle aliento: comportarse como un ser humano normal. Más tranquilizado, le arrancó al teclado una suave cascada de notas. Tocaba bien. Todos tocaban bien. ¿Era eso... natural? Harley miró fugazmente de soslayo a Calvin. Su fornido compañero estaba apoyado contra el instrumento, de espaldas a aquella desconcertante maqueta, sin la más leve preocupación. Sus facciones no reflejaban más que una blanda expresión de amabilidad. Todos eran amables y no reñían nunca. Se reunieron los seis para el magro almuerzo. La charla fue banal y animada. Luego siguió la tarde, según las mismas pautas de la mañana, de todas las demás mañanas: segura, cómoda, sin objeto. Sólo a Harley esta pauta se le antojó ligeramente desenfocada; ahora tenía una pista del problema. Era bastante pequeña, pero en la mortecina calma de sus días era bastante grande. La pista se la había dado May. Al servirse la jalea, Jagger la había acusado, en tono de broma, de haber tomado una parte mayor de la que en justicia le correspondía. Dapple, que siempre defendía a May, objetó: —Ha tomado menos que tú, Jagger. —No —le corrigió May—. Creo que he tomado más que nadie. Lo he hecho por un motivo interior. Era la clase de broma que todos solían hacer en ocasiones, pero a Harley le dio qué pensar. Se dedicó a pasear por una de las silenciosas habitaciones. Motivos interiores, motivos ocultos... ¿Acaso los demás aquí sentían la misma inquietud que él? ¿Tenían alguna razón para ocultar esa inquietud? Y otra cosa... ¿Dónde era «aquí»? Se apresuró a deshacerse de este pensamiento. Enfréntate con los problemas de uno en uno. Busca gradualmente tu camino hacia el abismo. Categoriza tus pensamientos. Uno: la Tierra llevaba ligeramente las de perder en una guerra fría con Nitity. Dos: los nititianos poseían la alarmante capacidad de asumir un aspecto idéntico al de sus enemigos. Tres: gracias a dicha capacidad, podían infiltrarse en la sociedad humana. Cuatro: la Tierra era incapaz de observar la civilización nititiana desde su interior. El interior... Una oleada de claustrofobia sobrecogió a Harley cuando se dio cuenta de que estos datos fundamentales que conocía no guardaban ninguna relación con su pequeño mundo del interior. Procedían, ignoraba por qué medios, del exterior, de aquella vasta abstracción que ninguno de ellos había visto jamás. Tuvo una visión mental de un vacío estrellado en el que los hombres y monstruos navegaban y combatían, pero la borró a toda prisa. Tales ideas no se adecuaban al sereno comportamiento de sus compañeros; si nunca hablaban del exterior, ¿podía ser que pensaran alguna vez en él? Inquieto, Harley siguió recorriendo la habitación; el suelo de parquet delataba con su eco la indecisión de sus pasos. Se encontraba en el cuarto del billar. Comenzó a impulsar con un dedo las bolas sobre el tapete verde, presa de emociones conflictivas. Las rojas esferas se tocaron y se separaron rodando. Así era cómo funcionaban las dos mitades de su mente. Irreconciliables: debería quedarse aquí y conformarse; debería... no quedarse aquí (puesto que no recordaba ningún otro tiempo en que no hubiera estado aquí, Harley no fue capaz de formular esta segunda idea con mayor precisión) Otro punto doloroso era que «aquí» y «no aquí» no parecían constituir dos mitades de un todo homogéneo, sino dos disonancias. El marfil se deslizó cansadamente por una tronera. Tomó una decisión. Esa noche no dormiría en su cuarto. Los demás acudieron desde las diversas partes de la casa para compartir una bebida antes de acostarse. Por tácito acuerdo, los naipes habían sido aplazados para otra ocasión: después de todo, disponían de mucho tiempo. Charlaron sobre las leves nadas que componían su jornada: la maqueta de una de las habitaciones que Calvin estaba construyendo y May amueblando, la luz defectuosa del pasillo de arriba que tardaba demasiado en encenderse. Los seis daban muestras de lasitud. Volvía a ser hora de dormir, y al dormir ¿quién sabía qué sueños podían venirles? Pero no cabía duda de que dormirían. Harley sabía —y se preguntaba si los demás también lo sabían— que con la oscuridad que descendía cuando se echaban en la cama vendría también la irresistible orden de dormir. Se detuvo justo detrás de la puerta de su dormitorio, en tensión, agudamente consciente de la heterodoxia de su conducta. Le palpitaba dolorosamente la cabeza y se apretó la sien con una mano helada. Oyó a los demás retirarse uno por uno a sus respectivas habitaciones. Pief le dio las buenas noches al pasar; Harley respondió. Se hizo el silencio. ¡Ahora! Cuando salió al pasillo, lleno de nerviosismo, se encendió la luz. Sí, lo hizo con retraso, a regañadientes. Su corazón latía con fuerza. Se había comprometido. Ignoraba qué iba a hacer o qué iba a suceder, pero se había comprometido. La obligación de dormir había sido evitada. Ahora debía esconderse y esperar. No es fácil esconderse cuando una señal luminosa le sigue a uno dondequiera que vaya. Pero entrando en un hueco que conducía a un cuarto en desuso, abriendo ligeramente la puerta y agazapándose en el umbral, Harley descubrió que la defectuosa luz del rellano se apagaba y lo dejaba todo en tinieblas. No se sentía satisfecho ni cómodo. Su cerebro bullía en un conflicto que apenas comprendía. Le asustaba pensar que había transgredido las reglas y temía la crujiente oscuridad que lo envolvía. Pero la situación no se prolongó por mucho tiempo. La luz del corredor volvió a encenderse. Jagger salía de su cuarto, sin tomar ninguna precaución para no romper el silencio. La puerta se cerró ruidosamente a sus espaldas. Harley pudo observar por un instante su rostro antes de que volviera y echara a andar hacia las escaleras; parecía reservado pero sereno, como un hombre que termina su jornada de trabajo. Bajó las escaleras al piso inferior de forma briosa y desenvuelta. Jagger debería haber estado durmiendo en su cama. Se había violado una ley de la naturaleza. Harley lo siguió sin vacilar. Estaba esperando algo y algo había sucedido, pero el miedo le hacía correr un hormigueo por la piel. Tuvo la descabellada idea de que iba a desintegrarse de miedo. Aun así, siguió avanzando tercamente escaleras abajo, sin que sus pasos hicieran ningún ruido sobre la gruesa alfombra. Jagger había doblado una esquina. Caminaba silbando por lo bajo. Harley le oyó abrir la cerradura de una puerta. Tenía que ser el almacén, porque era la única puerta cerrada con llave. El silbido se apagó. El almacén estaba abierto. De su interior no surgía ningún sonido. Con cautela, Harley asomó la cabeza. La pared del fondo había girado sobre un eje central, dejando al descubierto un pasadizo. Durante varios minutos Harley fue incapaz de moverse, contemplando fijamente aquella abertura. Por fin, y con una sensación de ahogo, entró en el almacén. Jagger había pasado... por allí. Harley también pasó. A un lugar que no conocía, un lugar cuya existencia no había imaginado... Un lugar que no era la casa... El pasadizo era corto y tenía dos puertas; una al fondo, parecida a la puerta de una jaula (Harley no supo reconocer el montacargas que tenía delante), y otra a un lado, estrecha y con una ventana. La ventana era transparente. Harley atisbo por ella y tuvo que retroceder de inmediato, asfixiándose. Un gran vértigo le invadió y se aferró a su garganta. En el exterior brillaban las estrellas. Con un esfuerzo recobró el dominio de sí y regresó escaleras arriba, dando tumbos contra el pasamanos. Habían estado viviendo bajo una tremenda equivocación... Irrumpió en el cuarto de Calvin y se encendió la luz. Había un leve olor dulzón en el aire, y Calvin yacía sobre sus amplias espaldas, profundamente dormido. —¡Calvin! ¡Despierta! —le gritó Harley. El durmiente no se movió. De pronto, Harley cobró conciencia de su soledad y de la atmósfera de misterio que envolvía aquella gran casa, sacudió violentamente a Calvin por los hombros y le abofeteó el rostro. Calvin profirió un gruñido y entreabrió un ojo. —Despierta, hombre —le urgió Harley—. Está ocurriendo algo terrible. Calvin se recostó sobre un codo, movido por el miedo que emanaba de Harley. —Jagger ha salido de la casa —explicó—. Hay una forma de salir. Estamos... Tenemos que averiguar qué somos. —Su voz se alzó en un grito histérico. Empezó a sacudir a Calvin—. Debemos averiguar qué es lo que anda mal aquí. O somos las víctimas de un experimento atroz... ¡o somos todos unos monstruos! Y mientras hablaba, ante sus propios ojos, bajo las manos que lo sujetaban, Calvin empezó a arrugarse, a encogerse y desdibujarse; sus ojos se juntaron y su amplio torso se contrajo. Otra cosa —una cosa viva y activa— estaba cobrando forma en su lugar. Harley sólo dejó de chillar cuando, tras bajar de nuevo la escalera, la imagen de las estrellas a través de la ventana lo sosegó un tanto. Tenía que salir al exterior, hubiera lo que hubiese allí. Abrió la pequeña puerta de un tirón y respiró el fresco aire de la noche. La vista de Harley no estaba habituada a calcular las distancias. Tardó algún tiempo en asimilar la naturaleza de su entorno, en comprender que a lo lejos se recortaban las montañas sobre un firmamento iluminado por las estrellas y que él mismo se hallaba en una plataforma a unos cuatro metros sobre el nivel del suelo. A cierta distancia había unas luces que proyectaban rectángulos de claridad sobre una extensión de asfalto. En el borde de la plataforma había una escala de acero. Mordiéndose el labio, Harley se dirigió a ella y empezó a descender con torpeza. Temblaba violentamente por el frío y por el miedo. Cuando sus pies tocaron tierra firme, echó a correr. Sólo una vez miró atrás: la casa estaba posada sobre su plataforma como una rana agazapada encima de una ratonera. Entonces se detuvo bruscamente, en la casi absoluta oscuridad. El aborrecimiento se agitó en su interior como una náusea. Las remotas y chispeantes estrellas y la pálida endentadura de las montañas comenzaron a girar, y tuvo que apretar los puños para aferrarse a la conciencia. Aquella casa, fuera lo que fuese, representaba la encarnación de toda la frialdad que había en su mente y Harley se dijo: «No sé qué me han hecho, pero me han estafado. Alguien me ha arrebatado algo tan radicalmente que ni siquiera sé de qué se trata. Es una estafa, una estafa...» Y se atragantó al pensar en todos los años que le habían sido hurtados. Nada de pensar: los pensamientos le abrasaban las sinapsis y corrían como un ácido por su cerebro. ¡Acción solamente! Con una sacudida, los músculos de su pierna se pusieron de nuevo en movimiento. A su alrededor se alzaban unos edificios. Corrió sin reflexionar hacia la luz más cercana y cruzó la puerta más próxima. Luego, se detuvo en seco, jadeando y parpadeando para resguardar sus pupilas de la cruda luz. Los muros de la habitación estaban cubiertos de gráficas y esquemas. En el centro había un gran escritorio provisto de pantalla visora y altavoz. Era un despacho de trabajo, con ceniceros rebosantes y un aire general de ordenado desorden. Ante el escritorio estaba sentado un hombre delgado de aspecto vigilante, tenía una boca delgada. En la habitación había cuatro hombres más. El hombre del escritorio vestía un pulcro traje de paisano; los demás iban de uniforme. Harley se apoyó en una jamba de la puerta y sollozó. No sabía qué palabras pronunciar. —Ha tardado cuatro años en salir de ahí —comentó el hombre delgado. Tenía una voz delgada—. Venga a ver esto —añadió, señalando la pantalla que había delante de él. Harley obedeció con esfuerzo, sus piernas se movían como inseguras muletas. En la pantalla se veía el dormitorio de Calvin, claro y real. En la pared exterior se abría una boca por la que dos hombres uniformados se llevaban a rastras una extraña criatura, un ser nervudo y de apariencia mecánica que anteriormente se hacía llamar Calvin. —Calvin era un nititiano —comentó estúpidamente Harley. Su propia observación suscitó en él una especie de sorpresa cansada. El hombre delgado asintió con un gesto de cabeza. —Las infiltraciones enemigas constituían una grave amenaza —le explicó—. Ningún lugar de la Tierra estaba a salvo de ellos, ya que pueden matar a un hombre, deshacerse de su cuerpo y convertirse en réplicas exactas de él. Eso dificulta mucho las cosas... De esa manera perdimos muchos secretos de estado. Pero las naves nititianas deben aterrizar aquí para desembarcar a los No-hombres y volver a recogerlos cuando han terminado su tarea. Éste es el eslabón débil de su cadena. «Logramos interceptar uno de tales cargamentos y capturamos uno a uno a sus miembros después de que hubieran asumido su forma humanoide. Les provocamos una amnesia artificial y los distribuimos por pequeños grupos en diferentes entornos, con el fin de estudiarlos. Por cierto, esto es el Instituto del Ejército para la Investigación de los No-hombres. Hemos aprendido muchísimo... Lo suficiente como para combatir la amenaza... Su grupo, naturalmente, era uno de éstos. —¿Por qué me encerraron con ellos? —preguntó Harley con voz ronca. Antes de responder, el hombre delgado hizo vibrar una regla entre los dientes. —A pesar de todos los dispositivos de observación que actúan desde el exterior, en cada grupo tiene que haber un observador humano. Comprenda: los nititianos consumen una buena cantidad de energía para adoptar forma humana; una vez asumida, la mantienen mediante una autohipnosis que sólo se rompe en momentos de tensión. El grado de tensión soportable varía de un individuo a otro. Un humano mezclado entre ellos puede detectar estas tensiones... Se trata de una tarea muy fatigosa para él; tenemos equipos de dobles que van turnándose, día sí, día no... —Pero yo estaba siempre adentro... —En su grupo —le interrumpió el hombre delgado—, el humano era Jagger o, mejor dicho, dos hombres que se alternaban en el papel de Jagger. Usted descubrió a uno de ellos cuando terminaba su turno. —Pero esto es absurdo —gritó Harley—. Está usted diciendo que yo... Se le atravesaron las palabras en la garganta. Ya no era capaz de pronunciarlas. Notó que su forma exterior se desmoronaba como arena mientras, al otro lado del escritorio, se alzaban los revólveres hacia él. —Su umbral de tensión es extraordinariamente elevado —prosiguió el hombre delgado, desviando la mirada para no ver el espectáculo—. Pero falla usted donde fallan todos. Como esos insectos terrestres que imitan a las plantas, su propia habilidad juega en su contra. Sólo pueden ser copias idénticas. Como Jagger no hacía nada en la casa, todos los demás lo imitaban instintivamente. No se aburrían; ni tan sólo intentaron hacerle proposiciones a Dapple, uno de los No-hombres con el físico más atractivo que jamás he visto. Ni siquiera la maqueta de la espacionave les produjo una reacción apreciable. Cepillándose el traje con la mano, se puso en pie ante el esquelético ser que se había agazapado en un rincón. —Vuestra inmunidad interior siempre os delatará —dijo llanamente—, por humanos que parezcáis por fuera. (1955) [/color:e3e8251a50][/size:e3e8251a50]
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